Víctor Sampedro Blanco*
01/04/2011
Cuatro fechas y un solo aniversario convierten la esfera pública en tierra baldía. Cada año, entre febrero y marzo, echamos sal en vez de abonar una cultura política democrática. No sembramos semillas de ciudadanía ni injertamos savia nueva. Cultivamos un mito paralizante: no tuvimos que luchar por la democracia. Nos la regalaron.
Cuatro acontecimientos marcaron el final de otros tantos inviernos de nuestras vidas y, en cambio, sólo celebramos una efeméride. Una intentona golpista asentó la Jefatura monárquica del Estado y la alternancia entre el PSOE y el PP. Quien no aclame, antisistema o ingrato. Porque sólo asistimos en los 23F al cuento de un rey mago: la libertad entendida como dádiva, casi una concesión o prebenda del poder.
Sobre las otras fechas aludidas -la insumisión de 1989, los asesinatos de Vitoria en 1976 y las cibermultitudes del 13M de 2004- se abate la plaga del silencio. Cal viva sobre militancias que no reverdecen. Y una cosecha inevitable: desinformación y parálisis. Mieses de un país para muy viejos, que recurre al 23F para olvidar lo que pudo y podría ser.
El 20 de febrero de 1989 arrancó la única campaña antimilitarista que, en tiempos de paz, hizo inviable la recluta obligatoria. Pasados 22 años del plante a la milicia que protagonizó el 23F, quienes aún entrarían en los cuarteles creen que el PP les regaló el ejército profesional. Y que ser insumiso es oponerse a la Ley Antitabaco o a la Educación para la Ciudadanía.
Otro “olvido”. El 3 de marzo de 1976 se convocaba una huelga general. Resultado: cinco obreros asesinados, el mayor de 32 años. Han pasado 25 desde que la policía les tiroteó a la salida de una iglesia. Ninguno fue invocado en la última huelga general. Les hubieran tomado por “etarras” o “del entorno”: eran de Gasteiz y no cuentan para la AVT. Sobre las huelgas, los jóvenes sólo saben (si acaso) que en este país se las hacen al PSOE los piquetes (violentos) y los liberados (ociosos) sindicales.
Falta recordar lo más reciente. Hace apenas siete años las mordazas (auto)impuestas en la Transición saltaron por los aires. El 13M fue la antítesis del 23F. Quienes votaban por primera vez tienen hoy 25 años. Su primera expresión política fue “Nunca Máis” y el “No, a la guerra”. El 13M, jornada de reflexión, convocándose con medios digitales, denunciaron la mentira oficial sobre el peor atentado de nuestra historia. Aquel precedente de las (ciber)multitudes, que ahora exigen democracia donde también supuestamente existía, ve negado aquí ese papel regenerador. Se enfanga como el 23F. Contra hechos probados, se insinúan conspiraciones que ya resultan diáfanas. Los aparatos del Estado se blindaron para no reconocer que en 1981 sabían del golpe y que en 2004 no supieron evitar los atentados. Nada que ver, conste, con una trama etarra-yihadista-policial. ¡Qué va! Más simple, pero indigerible en un país que se reclama modelo de las transiciones árabes en curso. La respuesta institucional al 23F y el 11M fue la opacidad y la chapuza. Dado el arranque de la Transición, nuestras efemérides evitan que rindan cuentas unas elites con menos coherencia democrática que la ciudadanía.
Cada primavera los españoles ven negado su papel en esta democracia. Por eso los trabajadores que presionaban al búnker franquista son rémoras retóricas del sindicalismo claudicante o fósiles jurásicos para los jóvenes precarios. Los insumisos encarcelados llegaron a equipararse en número a los presos políticos del final de la dictadura. Pero la cárcel de Franco es el único aval izquierdista. El 13M las cibermultitudes superaron el miedo que el 23F encerró a la población en sus casas. La prudente desobediencia civil del 13M (ninguna violencia personal o material) desnudó a unos partidos y medios amordazados. Salvamos la línea de flotación de una democracia que hacía aguas, exigiendo la verdad antes de votar. M. Castells la considera una cibermovilización de igual trascendencia a la de Obama. Tal juicio es avalado por el libro 13-M, multitudes o­n line, que hace seis años colgamos de la Red con datos incontestables. Fue una autoconvocatoria ciudadana, descentralizada, sin origen ni fines electorales. Fue fruto de las movilizaciones antibelicistas y del contraste entre medios españoles y extranjeros.
Pocos lo reconocen. Nadie lo celebra. Las cibermultitudes restransmitidas por la tele fueron los botellones. Jóvenes alcohólicos de fin de semana. Analfabetos funcionales, según el Informe Pisa. ¿Como reconocerles aptitudes políticas? Hay que ocultar que son la generación más formada y la primera con peores perspectivas que sus padres. Situación de la que son muy conscientes. Otra primavera, la de 2006, un año antes de la crisis, los jóvenes se autoconvocaron en movilizaciones digitales y callejeras, emulando el 13M. Denunciaban el precio de la vivienda y la especulación bancaria; es decir, el origen de la debacle. Fueron barridos de las calles por la policía. Y borrados de los medios con promesas de mejores hipotecas. Mentiras electorales. Mordazas de futuros desahuciados. Mala simiente en tierra baldía, que niega a quienes arriesgaron su libertad por la nuestra del modo más noble. No violentos y anónimos, en calabozos militares, encierros obreros o saltando de las pantallas a la calle. Cada “aniversario” del 11M resulta más insoportable el monocultivo partidario y antagonista de la memoria de 192 civiles. Mártires involuntarios, sin uniforme ni traje de gala, ni siquiera nacionalidad (casi uno de cada tres muertos era “extranjero”). Tiempo de recordar los versos de Mayakovski. La acusación más grave en un régimen que ha traicionado a sus verdaderos héroes: “tenéis suerte, sobre los muertos no cae vuestra vergüenza”.
* Víctor Sampedro Blanco es catedrático de Opinión Pública y Comunicación Política en la  Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.
** Pasquín representativo del movimiento de la Juventud Sin Futuro, el cual se ha presentado esta misma tarde en sociedad con una manifestación por las calles de Madrid.
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