Juan Manuel Aragüés

01/05/2010

El Periódico de Aragón

Atado y bien atado”. Con esta frase se resume la previsión de futuro que el dictador Franco realizaba para el momento de su desaparición. A medida que pasan los años, y a tenor del desarrollo reciente de los acontecimientos, da la sensación de que en esa frase se encierra una pequeña historia de nuestra transición y de sus efectos. La transición española a la democracia ha sido presentada desde siempre como ejemplar y ha pretendido ser exportada a lo largo y ancho del planeta. No es de extrañar que ese discurso de ejemplaridad haya sido sostenido por las elites dominantes, tanto internas como externas, para quienes el interés radicaba en que las cosas no cambiaran en exceso. Y sabemos del efecto persuasor que la repetición atesora.

NO CABE duda de que la nuestra fue una transición tremendamente tutelada, no en vano todos los aparatos represivos del régimen –policía, ejército, judicatura–, se mantuvieron intactos y no dudaron en dar toques de atención cuando les pareció oportuno. El más evidente, el golpe de estado del 23-F, ante el que el principal tutelador internacional, Estados Unidos, se inhibió considerándolo un “asunto interno”.

Las leyes de la naturaleza, en forma de envejecimiento, han ido depurando esos cuerpos, que poco tienen que ver con lo que fueron (aunque viendo las cargas de la Policía Nacional en Valencia bien podría ponerse en duda), pero no ha habido un verdadero proceso político de ruptura institucional con el pasado. Franco se nos murió en la cama y sus aparatos represivos se han instalado, llegado el momento, en una tranquila jubilación.

ESA CONTINUIDAD con el pasado ha exigido una estrategia de maquillaje para intentar disimular las reminiscencias presentes del pasado régimen. Su instrumento fundamental ha sido el olvido. La consigna más repetida es la de la necesidad de olvidar. Olvidar que quienes figuran exaltados en los muros de las Iglesias se alzaron contra un gobierno democrático, olvidar el sustento de una Iglesia que aún celebra, ahí está el Pilar para comprobarlo, la guerra civil como una cruzada de liberación, olvidar que algunos de los actores políticos contemporáneos, con Fraga a la cabeza, son cómplices de los atropellos de la dictadura. Olvidar. Olvidar que nuestro actual monarca juró lealtad, en presencia de Franco, a las Leyes Fundamentales del Movimiento.

Pero la memoria es condición básica del ser humano. Y la desmemoria política desemboca en alzheimer social, una de las más terribles enfermedades, cuyos efectos se observan estos días en el Tribunal Supremo, donde el fascismo redivivo pretende llevar a juicio a quien osa proponer una terapia contra la desmemoria. Hora es de la memoria. No de una memoria revanchista, a todas luces innecesaria en la sociedad española contemporánea, sino de una memoria lúcida que nos dirija hacia una sociedad alejada de las sombras del pasado, en la que no tengamos que, paseando por nuestra ciudades, recordar el nombre de quienes vencieron a la democracia, visitando nuestras iglesias, recordar que los demócratas fuimos derrotados (“bello civil, patria liberata”, ¿hasta cuándo, arzobispo Ureña, nos va a seguir insultando a los zaragozanos?). O, mirando a la más alta instancia del Estado, recordar sus juramentos de lealtad, sus “balconadas” en la plaza de Oriente y su silencio ante los crímenes finales de la dictadura.

LEJOS de lo que los corifeos del Poder han insistido de manera machacona sobre las bondades de nuestra transición y el papel fundamental de la Corona, series de televisión incluidas, entendemos algunos que la Transición representa una claudicación ante el pasado y la Monarquía el nexo más firme que a él nos une. Por eso, a pocas fechas del catorce de abril, en el que en toda España se realizaron lecturas de la Constitución de 1931, recordamos la frase que en 1930 escribiera uno de los más insignes intelectuales de la España del siglo XX, José Ortega y Gasset: “Delenda est monarchia” (“Hay que acabar con la monarquía”). La memoria, los tiempos, la democracia, lo exigen.

* Profesor de la Universidad de Zaragoza y miembro del Movimiento por la Tercera República (MP3-Aragón).

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