Felipe Alcaraz Masats

La República

09/04/2010
“Ellos, los vencedores…”
(Luis Cernuda)

Vivimos, según todos los indicios, una democracia fuertemente intervenida por el pasado. Un pasado reciente, el franquismo, con respecto al cual la llamada Transición no supo establecer una ruptura, un cambio total de contenidos. Y es precisamente esa característica de la Transición, la negociación con el franquismo, la que sigue lastrando la realidad política, social y cultural, en asuntos como la ley electoral, los temas concernientes a la memoria histórica o la interpretación de la posmodernidad cultural en nuestro país.

Esa negociación supo poner los pilares electorales para la desaparición de las fuerzas minoritarias, y singularmente el PCE, tal como han declarado de una forma cruda Calvo Sotelo y Herrero de Miñón. Pilares legislativos que establecen una reforma encubierta de la Constitución, donde se habla de proporcionalidad. Y resulta que la ley se ha convertido en un auténtico pucherazo estructural, que deslegitima los resultados y que, desde luego, en puridad, supone una ruptura del pacto constitucional y de los componentes que entraron en juego, entre ellos la monarquía parlamentaria. Dicho pucherazo ha sido confirmado por PP y PSOE, que incluso pueden agudizar con una serie de matices el fraude democrático en vigor, y que culminará su proceso de “limpieza” cuando queden fuera del sistema una serie de fuerzas, especialmente IU.

Al mismo tiempo, no sólo aumenta el escándalo a la hora de aplicar la denominada ley de memoria histórica, ese texto inane, sino que se está poniendo en evidencia el grado organizativo de fuerzas muy poderosas que parecían superadas, siendo el más grave el que se está denotando en la estructura del poder judicial, que pueda alcanzar la inhabilitación del juez Garzón y, lo que es más grave, la abolición de los tratados internacionales sobre los crímenes contra la humanidad, dando así carta de naturaleza política a la contaminación franquista en nuestro sistema de convivencia. De modo que la hegemonía franquista, en alza, ha conseguido acomplejar de tal modo a nuestra democracia que hoy se entiende como algo antidemocrático luchar contra los enemigos de la democracia, contra los que ganaron la guerra (“Ellos, los asesinos”, decía Javier Egea en PASEO DE LOS TRISTES).

Si el juez Garzón resultara empitonado, la democracia española y su imagen internacional sufrirían un vuelco de consecuencias imprevisibles, en un momento de crisis económica aguda, de desprestigio creciente de la política y de la emergencia en cada vez más zonas de Europa de una especie de “fascismo sonriente” que, por ejemplo, hoy controla Italia.

¿Cómo se hizo la Transición, a través de qué pacto con los vencedores, para que ahora resulte que los supuestos autores de crímenes contra la humanidad pueden, a través del control por la ultraderecha del Tribunal Supremo (ha dicho Jiménez Villarejo), acabar con quienes quieren hacer justicia con las víctimas y sus familiares, y poner en ridículo todo el discurso desarrollado hasta ahora sobre la plenitud de nuestra democracia?

La prueba de que la Transición, de una parte no ha terminado y, de otra, no ha sido modélica, es que aún continúan enterrados en cunetas y olivares miles de republicanos, y además siguen teniendo vigencia jurídica las sentencias de muerte dictadas en aquellos aquelarres sin ninguna garantía montados por el régimen del General Franco. Precisamente la ley de memoria histórica aprobada es la prueba palpable de la inconsistencia democrática de la que venimos hablando. Una ley que, en lugar de cortar definitivamente los hilos con el golpe y sus consecuencias, ha lanzado el mensaje acobardado de que no nos atrevemos a poner los cimientos de una democracia de calidad, plena, de alto voltaje. Y lo más grave es que este texto enclenque se ha redactado así en nombre de un denominado “espíritu de la Transición”, que más que unir a los demócratas entre sí, nos une a todos con la dictadura. Es el ámbito propio, en el terreno cultural, de esa postmodernidad que quiere unir los homenajes de Miguel Hernández y Luis Rosales, pergeñando una especie de vida paralela entre la defensa de la República y el golpe fascista, entre la poesía del autor de “Viento del Pueblo” y la poesía del falangista Luis Rosales, entre un comunista en viaje de regreso y un fascista arrepentido.

Y en la estructura social y económica anida también la presencia del pasado. En España funciona el capitalismo más radical de entre los llamados países desarrollados. Basta con estudiar los datos oficiales de la OCDE. España (1.995-2.005) ha sido el país de acumulación capitalista más brutal, con un crecimiento fuertemente contaminado por la corrupción y la esquilmación medioambiental, y que, al mismo tiempo, peor ha repartido la riqueza. Los indicadores de paro, precariedad, siniestralidad laboral, estructura salarial y explotación de inmigrantes, mujeres y jóvenes son espeluznantes. El fracaso escolar triplica la media de la UE-15 y los gastos sociales están muy por debajo de lo usual. El salario mínimo se aleja años luz de los parámetros medios. Al par el índice de movilización y conflictividad laboral es de los más bajos. Y en el seno de este panorama la crisis se va a solventar limitando las libertades y empobreciendo a un sector amplio de la población. Hablamos, pues, de una creciente hegemonía de la derecha de siempre, que consiguió imponer este modelo de capitalismo radical tras la revolución burguesa derivada del desarrollismo franquista, que consiguió la acumulación necesaria en un marco de falta de libertades y explotación profunda, que no otra cosa es ese capitalismo de excepción llamado fascismo.

Por lo tanto, a partir de ahora no es posible vivir el presente con sosiego. Se pretende salir de la crisis empobreciendo al 50% de la población. A través de un pucherazo electoral consolidado se pretende sacar del sistema a los que proponen una salida de izquierdas; precisamente a los que más combatieron contra la dictadura. Y se están creando las condiciones para la reorganización del franquismo en sectores claves, en un momento en que se ventea un pacto de estado que puede reducir las libertades, mientras la inmensa mayoría es educada en el consumo de la política mediática y los intelectuales se estructuran en estratos más o menos visibles del mercado.

La alternativa es difícil, trabajosa, pero más costosa y peligroso es no dar la batalla, aunque sea una batalla abrupta, puesto que es preciso empezar denunciando la ruptura del pacto constitucional e inadmitir los términos de esta caricatura de democracia. O lo que es igual: es preciso iniciar con decisión el proceso constituyente de la Tercera República. Hay que promover una movilización general para una salida anticapitalista de la crisis. Necesitamos una cultura viva, participada, que no sea una cultura de consumo. Al mismo tiempo es preciso emprender un proceso de acumulación de fuerzas sobre la base de la refundación de IU y la reconstrucción del PCE. Y no hay otra opción: o iniciamos este combate con decisión y sin complejos, o aceptamos con resignación esa viscosa realidad diaria que empieza a vivirse por muchos como la democracia de los vencedores.

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