José Luis Serrano
Paralelo 36
07/08/2009

Hace unos días se presentó una encuesta realizada por el Centro de Análisis Sociales de la Universidad de Salamanca que expresaba la simpatía del 40% de los portugueses y el 30% de los españoles a una eventual federación ibérica. El dato indica un crecimiento de la tendencia iberista y una disminución de la indiferencia en ambos lados. Está muy por encima de las previsiones y es sorprendente. No es de extrañar que todos los periódicos de un lado y otro lo recogiesen. En la página web del Centro universitario salmantino pueden consultarse las reseñas de la noticia en treinta y nueve periódicos españoles y diecisiete portugueses. Pero dentro de los que recogieron la noticia hay quien la destacó y la desarrolló (El País) y quien la puso en una esquina reproduciendo sin más la nota de la agencia EFE (La Razón y El Mundo).

Hace dos años, José Saramago defendió el iberismo en una entrevista concedida a un periódico portugués. La reacción a la propuesta de Saramago fue más viva allí. Lo curioso a este lado fue también la reacción del neonacionalismo ultraliberal y clerical. Por ejemplo, Libertad digital recogió estas declaraciones en tercera fila y con un titular en el que convertía en noticia sólo la reacción a la noticia. El órgano digital de Losantos, Moa y Vidal decía sólo que había duras críticas a Saramago en Portugal por su falta de patriotismo. Curiosa esta reacción de la derecha nacionalista española a un proyecto que en teoría debería llenarlos de orgullo. Cabría esperar una reacción más favorable en estos medios porque, al fin y al cabo, se trata de una España más grande, con la misma población que los grandes de la Unión Europea, tuteándose con Francia y Gran Bretaña.

Imaginemos que a un nacionalista catalán le dicen que un 40% de los valencianos o los baleares quieren la federación. Imaginemos que a un nacionalista andaluz le dicen que el 40% de los extremeños o los murcianos quieren la integración. Imaginemos que el PNV obtiene el 40% de apoyo electoral en Navarra… Para los tres serían buenas noticias.
Sin embargo el españolismo no se alegra con la tendencia iberista de los portugueses. ¿Por qué?

Es la historia y es el federalismo. No es tan sorprendente esta alergia al iberismo de los españolistas si sabemos algo de historia. Y es que, desde el Abate Marchena, el iberismo es inseparable del federalismo y el federalismo no le gusta nada al nacional-catolicismo.

Decía un obispo que España y Portugal son hermanas y que, por lo tanto, toda unión entre ambas es incestuosa. La frase es digna de Esperanza Aguirre. Ingeniosa forma de expresar que al obispado no le gusta Iberia, como tampoco le gusta Europa o cualquier otra entidad diferente a la Cristiandad. Los guardianes de las esencias patrias prefieren una monarquía centralista a una república federal. Como mucho, en caso de extrema necesidad, un jacobinismo retórico y patriótico, versión Rosa Díez, pero sin Portugal; con himno, idioma, bandera, selección deportiva y capital indiscutible en Barajas. “Antes roja que rota”, decía Dato.

Lo curioso de todo esto es que la federación no rompe, sino que une; mientras que el centralismo fiscal, mediático, cultural y lingüístico genera de forma automática el anticuerpo del separatismo. Lo curioso de todo esto es que una vez más los que defienden la centralidad fomentan la ruptura, mientras que los que defienden el federalismo caminan hacia la unidad.

En plena revolución francesa, el sevillano José de Marchena, más conocido (lo cual es injusto para alguien tan anticlerical) por Abate Marchena, publicó una soflama en la que preconizaba la creación de una república federal ibérica. Había nacido el iberismo. Durante los siglos XIX y XX, esta curiosa forma de nacionalismo pannacionalista fue un ingrediente inseparable, más o menos presente según los tiempos, del republicanismo, del liberalismo y del libertarismo en los dos estados.

Después de la revolución de 1868, exiliada y execrada con justicia la reina Isabel II, y convencidos de que nunca más nos gobernaría un Borbón, los liberales españoles acariciaron la idea de entronizar a la dinastía Braganza de Portugal. Sin fundamento biográfico alguno, pero con una intuición histórica considerable, los liberales de las Españas consideraban a los Braganza más liberales que los Borbones. Con buen criterio, decidieron ofrecer el trono no a Luis I, que ya reinaba en Portugal, sino a su padre Fernando de Coburgo, que vivía apartado del afán político. La idea era que su reinado fuese una etapa transitoria. A su muerte el rey Luis heredaría ya las dos coronas y cerraría la unidad peninsular.

La comisión negociadora que se desplazó a visitar a don Fernando estaba compuesta por Salustiano Olózaga, Fernández de los Ríos y el mismo general Prim, que era quien de verdad mandaba en Madrid y, por tanto, quien refrendaba la fuerza de la oferta. Don Fernando aceptó la corona con una serie de condiciones tales como la aprobación del pueblo portugués. Todas le fueron aceptadas salvo dos: el parlamento y el ejército quería Fernando que tuviesen su sede en la ciudad de Lisboa. Ante la negativa retiró la condición del parlamento. El gobierno y el parlamento en Madrid, pero el ejército en Lisboa. Prim lo intentó, pero la cúpula militar se opuso y la unificación quedó frustrada.

Tras la frustrada unificación de 1868, el iberismo se aletarga hasta la caída de la monarquía portuguesa. Al igual que la Revolución de los Claveles de 1974, la revolución portuguesa de 1910 provocó entusiastas manifestaciones republicanas en España y, de paso, la aparición de varios escritos sobre el iberismo. En 1927, el iberismo recibe el afluente anarquista. Ese año se fundó en Valencia la Federación Anarquista Ibérica, en cuya dirección se contó siempre con los portugueses antes de la guerra civil y después, en el exilio. Victoria Kent publicó, en Nueva York, durante muchos años, el boletín “Iberia por la Libertad”.

Los nacionalismos periféricos también captaron enseguida la fuerza del iberismo para contrarrestar la cada vez más nítida centralidad de Madrid. El poeta Joan Maragall, que en su Imne Ibérico preconizaba la integración de Portugal en España, propuso a Unamuno la creación de la revista “Ibérica”, que iría escrita en castellano, catalán, galaico-portugués y vasco. En un momento o en otro, de una forma o de otra, se suman al iberismo, Cambó, Pi i Margall, Sabino Arana… y Blas Infante.

En un texto que Enrique Iniesta ha recogido en su libro “España o Las Españas”, Blas Infante acusa a Portugal de haber traicionado la sagrada unidad de España. Hay que hacer muchos reajustes en nuestra cabeza histórica para entender cómo el padre del nacionalismo andaluz puede acusar a Portugal de esto y en estos términos. Y esos reajustes ideológicos pasan por el iberismo. En efecto, en los años treinta, el mismo Blas Infante en su escudo de la casa de Coria del Río manda hacer la siguiente inscripción: “Sean por Andalucía Libre, Iberia y la Humanidad”. ¿Qué ha pasado en apenas quince años para que el nombre de España haya de ser cambiado por el de Iberia? A las alturas de 1918, cuando se redacta la letra del himno de Andalucía, España significa todavía una unidad geográfica peninsular que contiene una pluralidad nacional, que desde luego incluye a Portugal. Después de Primo de Rivera, España significa en cambio un estado excluyente con capital indiscutible en Madrid y hegemonía de un ejército que ya no es liberal como el del XIX, sino africanista de formación y nacional-católico de ideología.

Hace pocos años un político catalán contaba en televisión como su partido, Unió Democrática de Catalunya, era un partido histórico que sin embargo, sabía adaptarse a los nuevos tiempos. Como ejemplo de buena adaptación, vino a decir que en la última reforma de los estatutos habían quitado eso del iberismo, que nadie sabe bien lo que es. Si un nacionalista catalán dice esto, no hay mejor prueba de que el iberismo ha muerto.

Es por eso por lo que después de reconocer que el iberismo ha muerto, lo primero que hay que subrayar es que necesitamos el iberismo. Como dice Saramago: “¿El iberismo está muerto? Sí. ¿Podremos vivir sin un iberismo? No lo creo.”

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