29/03/2010
Sentando a Baltasar Garzón en el banquillo, desacreditándole, arruinando su carrera y apartándole de la Audiencia Nacional por haber osado pretender que la Justicia lo fuera verderamente al llamar al franquismo por su nombre, cree ese franquismo irredento, intacto, demócrata de toda la vida cuando le convino, dueño de todo, que consigue el objetivo que le asegura, como mínimo, otros setenta años de preeminencia y, en consecuencia, de tiranía.
Tanto susto se llevó ese franquismo, luego de décadas de disfrutar la vida muelle de la desmemoria y de creer que se iría absolutamente de rositas, cuando Garzón intentó llevar a la Justicia lo que por necesidad metafísica debería estar siempre en ella, la execración y persecución del delito, que no ha encontrado reparo en despojarse, con su reacción, de la máscara. Todos a una, es decir, todas las familias del Régimen, toda esa España que nunca fue desnazificada sino antes al contrario, se han agavillado contra ese juez que representa, y es de los poquísimos que lo representa, el sentimiento democrático de la mayoría, y digo bien: sentimiento.
La Justicia se ha perdido en un jardín que no es un jardín, sino un laberinto. La Falange, Manos Limpias y los corruptos del Caso Gürtel están encantados de la vida, y eso, sólo eso, ya sería suficiente para apagar e irse. Pero, ¿quién habría de irse? La gente de bien, no creo; es mucha.
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