Pablo Alcázar López

Donde los ángeles

27/01/2010

En los años de la transición, a muchos nos dio por hacer el bien. Teníamos -entonces la expresión no estaba tan desprestigiada como ahora- una insobornable «vocación de servicio». Es decir, le habíamos dado a nuestro egoísmo una salida positiva. Queríamos ser, allí donde nos tocó pasar aquellos años, antorcha que guiase “al pueblo” –concepto que luego hemos puesto bajo sospecha- vencido e indocto por el camino de la libertad y de la democracia. Estábamos por la alianza de las fuerzas de la cultura y del trabajo. Dedicamos muchísimo esfuerzo a que el paso de un régimen dictatorial a otro de libertades se produjese aseadamente. Nos pasamos unos meses estudiándonos reglamentos y leyes que no habíamos redactado y dándole lecciones de democracia al lucero del alba.

Teníamos una carpeta llena de instancias para solicitar manifestaciones, actos culturales, mítines, permisos para la impresión de panfletos, manifiestos, programas… Nos hicimos muy amigos de jueces y secretarios de gobiernos civiles. Predicamos en público convivencia y tolerancia, moderamos bastantes mesas redondas. Pusimos altavoces a nuestros utilitarios y convocamos por los pueblos a la gente a conferencias y asambleas. Alquilamos sedes, reunimos comités locales, informamos de lo que pasaba en nuestra zona, en comités provinciales.Contratamos autobuses para desplazar a los camaradas a plazas de toros o campos de fútbol en los que viejos militantes, recién llegados del exilio, que conocían perfectamente los resortes del hablar en público, sin ser ministros de Dios o del Movimiento, conmovían a las masas con sentidas alocuciones.

Tuvimos mucho que ver en la aceptación de la bandera de los vencedores por las bases; la Monarquía nos debe, tanto al menos como a Adolfo Suárez, el no ser discutida por aquellos años.

Explicamos, en reuniones que copiaban la liturgia de las de la Adoración Nocturna, el manifiesto–programa. Se lo tomábamos a militantes que no sabían leer, ordenadamente, obligándolos a contestar a bancos de interrogantes, redactados siguiendo las más modernas técnicas pedagógicas aprendidas en Francia, que se parecían bastante a las listas de preguntas de los catecismos de los padres Astete y Ripalda.

Profesionales sin mucho brillo, gracias a la Transición, nuestra vida adquirió un sentido.

El dictador nos había arruinado, sobre todo, la estética. A otros menos afortunados, les había arrebatado o arruinado la vida. Durante muchos años soportamos los fusilamientos sin salir a la calle a protestar. Cuando obtuvimos una plaza por oposición en la Administración del Estado hubo que firmar fidelidad a los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional. Se nos había comprado la rebeldía propia de la juventud con planes de desarrollo, estado de obras y victorias del Real Madrid en Europa.

La transición nos permitió lavarnos la cara. Nos purgamos, con abundantes dosis de miedo, de toda la sordidez y la pobreza cultural y política que habíamos soportado o de la que habíamos sido consentidores. Creímos correr peligro de muerte en algún momento.

Por infarto o por eliminación física provocada por el desbarajuste del Cambio. Comenzamos a levantar la cabeza, dignamente, después de que la Policía interrumpió, metralleta en mano, alguna reunión en la que se discutía sobre reforma o ruptura. Cada manifestación nos daba valor y nos animaba a un nuevo atrevimiento. El día que en la presidencia de un mitin colocamos a maravillosas mujeres obligadas a prostituirse para sobrevivir después de la guerra, sentimos, pese a ser fríos, un leve temblor en las entrañas.

Creíamos estar sirviendo a lo que entonces llamábamos sin escrúpulos conceptuales “pueblo”, pero estábamos sirviéndonos de él. Aprendimos de su tenacidad, de su valentía, de su instinto de libertad. Pensábamos que lo teníamos detrás de nuestra antorcha ilustrada, en la marcha hacia la libertad, y éramos nosotros los que seguíamos la luz que habían encendido delante de nuestras narices con humildad franciscana, sin pretender enseñarnos nada.

Luego perdimos interés por la política. Como teníamos un buen pasar, nos refugiamos en la nueva cocina y en Borges. Desprovistos de ambición, hemos vivido todos estos años con el ego hinchado –insoportable- por lo que hicimos entonces. Ahora comenzamos a ver el privilegio que nos otorgaron aquellas gentes al dejar que rellenásemos, como amanuenses de la democracia, la montaña de papeles que la gente tiene que cumplimentar si quiere disfrutar de ciertas apariencias de libertad.

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