El año 2020 está siendo muy complicado para nuestro país. Además de la grave crisis sanitaria provocada por el coronavirus, se han conocido nuevos testimonios y evidencias del más que dudoso proceder patrimonial y fiscal del rey emérito Juan Carlos I, que han supuesto una nueva vuelta de tuerca en un devenir que viene de años. Si en mi anterior publicación en este medio ya abordé la cuestión de la Jefatura de Estado, me gustaría que estas nuevas líneas trascendiesen de los ‘convencidos’ e invitasen a reflexionar a todos los lectores.
La abdicación en 2014 de Juan Carlos I (y el consiguiente relevo de la Jefatura del Estado en Felipe VI) fue una maniobra para salvar la monarquía, tras el revuelo producido por ser ‘cazado in fraganti en cacería’, y otras revelaciones que se venían acumulando desde 2012.
Inmersos en el estado de alarma, Felipe VI lanzó un comunicado en el que anunció su renuncia a la herencia de Juan Carlos I y la retirada de la asignación económica que disfrutaba, en una clara estrategia de intentar desligarse públicamente del proceder de su progenitor.
A raíz de las investigaciones de Yves Bertossa, fiscal jefe del cantón de Ginebra (Suiza), por posibles delitos fiscal y de blanqueo de capitales (derivados del supuesto cobro de comisiones), se produjo un nuevo movimiento de la Casa Real, que el 3 de agosto publicó una nota del propio Juan Carlos, en la que este comunicó su salida de España. Desde esa fecha hasta el 17 de agosto, la citada institución y el Gobierno mantuvieron un secretismo absoluto sobre el destino del exmonarca, circulando numerosos rumores acerca de su paradero, que ha terminado siendo los Emiratos Árabes Unidos (ahí es nada…, un régimen modélico). Si con esta partida y tan desafortunado destino se pretendía aplacar a la opinión pública, el efecto ha sido justo el contrario: se ha reavivado el debate sobre la forma del Estado.
El férreo apoyo de la derecha española a la monarquía es un claro resultado de los vicios de la transición. Se aceptó como mal menor una Constitución cerrada, con una Jefatura de Estado hereditaria, directamente implantada por la dictadura de Franco. Y digo cerrada citando al ex fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce: “Lo que está en la Constitución, está en la Constitución, y lo que no está, no existe en la vida política y social de España”. Esa es la misma derecha que se proclama constitucionalista a todas horas, pero sólo para las partes de la Carta Magna que les interesan (el título VIII en general les sobra).
Entre las fuerzas políticas de izquierda no se da la unanimidad precisa para abordar un proceso de reforma del modelo de estado. En 1975 el líder del PCE, Santiago Carrillo, erró de pleno apodando a Juan Carlos como ‘Juanito el Breve’ y el peso político de su partido no hizo sino decaer en cada convocatoria electoral, tras haberse tragado el sapo monárquico en el proceso constituyente (el momento era distinto, no lo olvidemos), mientras que el principal partido de la izquierda (¿?) lleva décadas haciendo malabarismos en relación a esta cuestión, estando bastante dividido al respecto. Así pues, el actual presidente del Gobierno y vigente secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, envió una carta a la militancia socialista en la que ligó la defensa de la monarquía con la supervivencia de la propia Constitución de 1978. “La monarquía parlamentaria es un elemento de ese pacto, no todo el pacto. Todo el pacto es la Constitución y no se puede trocear y seleccionar a capricho. Somos leales a la Constitución; a toda, de principio a fin. Y la defenderemos a las duras y a las maduras”, escribió. Como dije antes, más cerrada que un candado y la llave en el Mar Caspio.
Para más redundancia, a mediados de agosto se presentó un potente manifiesto en apoyo del papel histórico del emérito, suscrito por más de setenta exministros, ex presidentes autonómicos, embajadores y otros antiguos altos cargos, ligados principalmente al PP y al PSOE, pero también a la desaparecida UCD: “Nunca se podrá borrar la labor del rey Juan Carlos en beneficio de la democracia y de la Nación, so pena de una ingratitud social que nada bueno presagiaría del conjunto de la sociedad española”. Contrasta notablemente el mismo con la columna publicada en el New York Times pocos días después.
El artículo 56, que regula la inviolabilidad del monarca, además de ser uno de los más problemáticos de la Carta Magna, ha contribuido a cimentar la ‘impunidad’ del titular de la Corona durante las últimas cuatro décadas (su reforma, que no parece fácil ni cercana, sería razonable incluso para el sector monárquico). Por otra parte, llevamos casi medio siglo escuchando que ‘España no es monárquica, sino juancarlista’, de boca de unos medios de comunicación cortesanos, protagonistas activos del blindaje informativo de la familia Borbón. Si te tratan como intocable, si lo eres jurídica y mediáticamente, al final lo normal es pensar que el país es tu cortijo y puedes hacer con él lo que te dé la real gana, actuando sin transparencia y con ‘nocturnidad’.
Nuestra Jefatura de Estado adolece de tres graves problemas de origen: el carácter vitalicio del cargo, el carácter hereditario y el ya citado ‘impune’. Características totalmente incompatibles con una democracia que aspire a ser lo más plena posible.
La realidad española es tozuda: desde la crisis económica de 2008 apenas levantamos cabeza y el mazazo ahora será mayor; la corrupción ha empañado a la mayoría de las instituciones y los partidos políticos del país; y la sociedad está social y económicamente fragmentada. No será nada fácil afrontar un debate estatal que cristalice en una consulta en las urnas. Pero se trata de un debate ineludible e imprescindible, clave para poder superar las vergüenzas del pasado y estar en condiciones de construir la República que necesitamos, un país decente en el que merezca la pena vivir.
¿La crisis monárquica puede convertirse en una oportunidad republicana? La respuesta está en nuestras manos. La ciudadanía tiene la última palabra. Por lo tanto, el movimiento republicano está obligado a introducir la cuestión en la agenda pública, superando el bloqueo mediático y alcanzando por fin la mayoría de edad.
No hay tiempo que perder. Tenemos un futuro por conquistar.
(*) Antonio Pérez Villena es funcionario del Ayuntamiento de Granada y forma parte del colectivo ciudadano Granada Republicana UCAR.
El pasado 9 de agosto, tras una corta y fulminante enfermedad, murió un republicano ejemplar, el compañero Emilio López Pinilla (1945-2020), militante comunista desde joven, luchador antifranquista en la emigración alemana e incansable activista social en su pueblo granadino de Churriana de la Vega, centrado en los últimos tiempos en el movimiento por unas pensiones públicas dignas.
Te echaremos de menos, querido Emilio.
Enviamos un fuerte abrazo a María, a sus hijos y a todos los parientes, amigos, compañeros y camaradas del gran hombre que hemos perdido.
A las puertas de la segunda gran recesión económica del siglo XXI, muchas familias suspiran, mascarilla en boca, por revivir momentos pasados donde reinaba la «vieja normalidad», la «normalidad de toda la vida». Tenemos la sensación de que han pasado varios lustros, pero no hace demasiados meses vivíamos y planeábamos sin la presión añadida de un posible contagio o de un inminente confinamiento. ¡Quién nos iba a decir el 31 de diciembre de 2019, a pocas horas de iniciar el nuevo año, el escenario distópico en el que se iba a convertir 2020!
Más allá del problema sanitario -un problema monumental-, la situación económica de muchos españoles ha empeorado notablemente. Mientras los ahorros de quien los tuviera se han consumido para aguantar el tirón durante el cierre obligatorio de los «servicios no esenciales», otros se rascan el bolsillo y hacen malabares para hacer frente a los pagos que están por venir.
La situación se presenta endiablada, ¿pero acaso antes estaba mucho mejor? Según la encuesta del Instituto Nacional de Estadística (INE) sobre condiciones de vida en 2019, un 40 % de los españoles no podía sufragarse unas vacaciones fuera de su localidad. En el caso de los jóvenes, el porcentaje se situaba por encima del 45 %. Con pandemia o sin ella, disfrutar de unos días de descanso es un lujo imposible para casi la mitad de nuestros compatriotas. Están quienes como José Domingo Ampuero, a la sazón ejecutivo en la multinacional Viscofan y miembro de la asociación representativa del empresariado español CEOE, nos lo recuerda: «Este año las vacaciones debe tomarlas el que pueda y cuando pueda». ¡Vaya novedad! Quizás su antiguo jefe de marras, el Sr. Díaz Ferrán, desempolve su fórmula después de su paso por prisión para ayudarnos a superar la crisis en ciernes, «trabajar más y ganar menos», o algo parecido.
En cualquier caso, si este verano tiene algo de novedad, es la incorporación del gel hidroalcohólico a los objetos que, como las llaves o el teléfono móvil, cogemos cada vez que salimos a la calle. Las familias trabajadoras siguen disfrutando los rigores de la canícula en sus pequeñas viviendas; los jóvenes en desempleo sueñan con veranear en las playas que, machaconamente, aparecen en televisión; los jubilados estiran cada euro de su ridícula pensión para superar el mes, y de paso, ayudar a sus familiares en apuros. Nada nuevo bajo el sol.
Hubo un tiempo pasado en el que, cuando las vacaciones eran poco menos que una utopía en la cabeza de los soñadores y la jornada laboral superaba con creces las doce horas, grupos de valientes hombres y mujeres pelearon con esfuerzo para reclamar un reparto más justo del tiempo de trabajo y de la riqueza. Sus peticiones eran claras y sencillas: ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso y ocho horas para el ocio. Gracias a su persistente lucha, durante algunas décadas una parte importante de nuestro pueblo pudo viajar, disfrutar y desconectar de su rutina laboral durante unas semanas al año. Las conquistas logradas se dieron por consolidadas. Pero, a falta de vigilancia y por un exceso de confianza en los gobernantes políticos y económicos, lo que un día se transformó en un derecho, en la actualidad se considera un privilegio.
Durante el confinamiento, sin embargo, contemplamos con perplejidad quiénes encabezaban las manifestaciones. Eran, precisamente, aquellos que tienen más que garantizado su derecho al descanso vacacional pero no quieren someterse a la disciplina ciudadana que impone el combate al virus. Pareciera que las tornas han cambiado. A la vista de las caceroladas y protestas, cualquiera podría pensar que hay más necesidades en los «barrios bien» de nuestras ciudades que en aquellos lugares donde habitan quienes ni siquiera pueden viajar a la playa una semana al año. Difícilmente veremos a estos patriotas de hojalata, bautizados satíricamente como «cayetanos», sacar sus utensilios de cocina y sus relucientes banderas para exigir al gobierno de turno unas vacaciones dignas para cualquier español.
El verano terminará, los turistas volverán a sus hogares y, con suerte, el número de contagios no habrá crecido demasiado. Entonces, a los de siempre les tocará hacer balance y replantearse sus próximas vacaciones. En nuestras manos está que estas no se conviertan en un sueño de una noche de verano.
(*) Francisco J. Hidalgo Carmona, profesor en el IES Sierra Luna de Los Barrios (Cádiz), es socio de la organización ciudadana Granada Republicana UCAR.
¿Cómo sería nuestra realidad actual si la II República hubiese continuado hasta nuestros días? ¿Si la Guerra Civil y, por ende, los años de dictadura, se hubiesen borrado de nuestra historia? Todas quienes compartimos los valores republicanos, y me aventuraría a decir, todas las personas demócratas, hemos jugado alguna vez a practicar ese ejercicio de ficción utópica: imaginar cómo sería nuestro presente si no hubiésemos atravesado cuarenta años de oscurantismo y otros cuarenta arrastrando secuelas de aquellos anteriores.
Imaginar las posibilidades de los mundos puede llegar a ser realmente estimulante, especialmente cuando la potencialidad de lo que podría haber sido es tan distinto de lo que ha resultado ser. Es, en ese sentido, la educación la que dibuja futuros distintos. La que abre ventanas, ventila los vestigios vetustos de lo que fue y se abre a lo que crece.
Si bien la escuela pública vive su nacimiento en España en 1857 con la Ley de Instrucción Pública, será a partir de 1931 con la proclamación de la II República, cuando la educación experimente toda una transformación radical. En una España de una mentalidad anclada aún en ideas conservadoras y una fuerte tradición católica, con más del 50% de población analfabeta, con docentes e investigadores en una devaluada posición social, sin infraestructuras ni recursos dedicados a la educación, sería diseñado un ambicioso plan de potencia de la cultura y la educación, entendiendo estas como motor de cambio político y social.
Comienza a gestarse un modelo de enseñanza influido por los mimbres del pensamiento ilustrado, que, apoyándose en ideas krausistas y regeneracionistas, respiraba aires de modernidad. De la influencia de la Institución Libre de Enseñanza se desarrollarían iniciativas vanguardistas como la Residencia de Estudiantes, la Residencia de Señoritas, el Museo Pedagógico o las Misiones Pedagógicas, entre otras. Sería fundamental la creación de infraestructuras como bibliotecas, centros culturales, nuevas escuelas de arte y asociaciones artísticas. En una España eminentemente rural, una de las misiones de la República fue llevar la cultura a pueblos y aldeas: obras de teatro, proyecciones cinematográficas, bibliotecas y exposiciones artísticas que deslumbraban a quienes jamás habían tenido acceso a la cultura.
Las aulas de la República
Una de las primeras iniciativas fue la de dignificación social de la profesión del magisterio: se incrementaron sus salarios, indignos hasta entonces, y se mejoró notablemente su formación: los estudios de magisterio pasaron a ser estudios universitarios. Las escuelas se multiplicaron en número por todo el país, y en sus aulas, cayeron por fin, metafórica y literalmente, los muros que separaban en las clases a niños y niñas. En ellas, las maestras republicanas, tomarían un papel fundamental como modelo de mujeres libres, autónomas, que con valentía llevarían a cabo su profesión en ambientes en ocasiones hostiles.
«Tenemos el deber de llevar a las escuelas las ideas esenciales en que se apoya la República: libertad, autonomía, solidaridad, civilidad» (Revista de Pedagogía, 1931) [1]
A nivel pedagógico, en las escuelas se despliegan distintos enfoques de pedagogías activas, situando al niño como protagonista y centrándose en su educación integral. Estarían presentes en estos enfoques: la unión de lo intelectual y lo emocional, la creatividad, el pensamiento crítico, el desarrollo de la intuición, el aprendizaje desde el entusiasmo, la conexión de los contenidos con la realidad o los valores sociales como la paz y la ciudadanía. Se potenciarían las artes y el ejercicio físico y niños y niñas saldrían de las aulas, realizando excursiones. Se llegarían incluso a introducir el Método Montessori o la pedagogía de Freinet, las tesis de Froebel o Pestalozzi (las teorías educativas más innovadoras). Se vive una época de verdadero entusiasmo por una escuela abierta a todos: pública, laica, gratuita, democrática y con la solidaridad como principio.
«Educar antes que instruir; hacer del niño, en vez de un almacén, un campo cultivable»
(M. B. Cossío) [2]
Resulta muy ilustrativo que una de las frases que zanjó aquella ilusionante etapa fuese aquel “Muera la inteligencia” [3], pronunciada mientras se llevaba a cabo la denominada “Depuración del Magisterio”, donde maestras y maestros serían apartados forzosamente de su profesión, muchos de ellos enjuiciados y hasta encarcelados o fusilados. La educación volvió a las manos de la iglesia católica, se suprimió la coeducación y el bilingüismo, las aulas volvieron a separar a niños y niñas, y se cambió el ideario republicano por la iconografía militar franquista, heredera de la visión de la España del Imperio. La utopía de una España que anduviese a la par de las democracias más avanzadas de Europa dejó paso a los grises años de “la letra con sangre entra”.
Imaginar qué hubiese sido de un pueblo donde tres generaciones hubieran sido educadas en el respeto, en la atención y el fortalecimiento de sus potencialidades, en el desarrollo de su creatividad, de la curiosidad por el mundo y en valores como la libertad, democracia y solidaridad puede ser, en días como hoy, un ejercicio agridulce. No obstante, más que nunca, resulta fundamental para no perder el horizonte de una sociedad más justa, que, como desde tiempos inmemoriales, nace en la escuela.
(*) Ana Maeso Broncano, profesora de Educación Artística en la Universidad de Almería, está afiliada a la asociación Granada Republicana UCAR.
[1] En la novela Historia de una maestra (2015), de Josefina Aldecoa, se recoge la publicación de este mensaje en la Revista de Pedagogía (1931).
[2] Manuel Bartolomé Cossío en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) nº 65 (31 de octubre de 1879), citado por Antonio Jiménez Landi en La Institución Libre de Enseñanza y su ambiente: Periodo parauniversitario (1996).
[3] Recientemente el historiador Severiano Delgado ha puesto en duda la veracidad de esta cita atribuida, como es célebre, al general franquista Millán Astray. No obstante, la frase que sustituye a esta, según la reconstrucción de los hechos, sería similar en significado: “Muera la intelectualidad”.
El espacio, conducido por el periodista Ángel Pasero Barrajón, secretario federal de UCR, se emitió el pasado 9 de junio de 2020, contando también con la colaboración del activista republicano Juanjo Picó Pastor, portavoz del colectivo Europa Laica.
En estos días, gracias a su aparición en la serie El Ministerio del Tiempo, está en boca de todo el mundo un granadino ejemplar, demasiado desconocido todavía para la mayoría de sus paisanos: don Emilio Herrera Linares (1879-1967), científico, inventor, pionero de la aeronáutica, general de Aviación y presidente del Gobierno de la II República Española en el exilio (1960-1962).
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