Antonio Pérez Villena (*)
El año 2020 está siendo muy complicado para nuestro país. Además de la grave crisis sanitaria provocada por el coronavirus, se han conocido nuevos testimonios y evidencias del más que dudoso proceder patrimonial y fiscal del rey emérito Juan Carlos I, que han supuesto una nueva vuelta de tuerca en un devenir que viene de años. Si en mi anterior publicación en este medio ya abordé la cuestión de la Jefatura de Estado, me gustaría que estas nuevas líneas trascendiesen de los ‘convencidos’ e invitasen a reflexionar a todos los lectores.
La abdicación en 2014 de Juan Carlos I (y el consiguiente relevo de la Jefatura del Estado en Felipe VI) fue una maniobra para salvar la monarquía, tras el revuelo producido por ser ‘cazado in fraganti en cacería’, y otras revelaciones que se venían acumulando desde 2012. 
Inmersos en el estado de alarma, Felipe VI lanzó un comunicado en el que anunció su renuncia a la herencia de Juan Carlos I y la retirada de la asignación económica que disfrutaba, en una clara estrategia de intentar desligarse públicamente del proceder de su progenitor.
A raíz de las investigaciones de Yves Bertossa, fiscal jefe del cantón de Ginebra (Suiza), por posibles delitos fiscal y de blanqueo de capitales (derivados del supuesto cobro de comisiones), se produjo un nuevo movimiento de la Casa Real, que el 3 de agosto publicó una nota del propio Juan Carlos, en la que este comunicó su salida de España. Desde esa fecha hasta el 17 de agosto, la citada institución y el Gobierno mantuvieron un secretismo absoluto sobre el destino del exmonarca, circulando numerosos rumores acerca de su paradero, que ha terminado siendo los Emiratos Árabes Unidos (ahí es nada…, un régimen modélico). Si con esta partida y tan desafortunado destino se pretendía aplacar a la opinión pública, el efecto ha sido justo el contrario: se ha reavivado el debate sobre la forma del Estado.
El férreo apoyo de la derecha española a la monarquía es un claro resultado de los vicios de la transición. Se aceptó como mal menor una Constitución cerrada, con una Jefatura de Estado hereditaria, directamente implantada por la dictadura de Franco. Y digo cerrada citando al ex fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce: “Lo que está en la Constitución, está en la Constitución, y lo que no está, no existe en la vida política y social de España”. Esa es la misma derecha que se proclama constitucionalista a todas horas, pero sólo para las partes de la Carta Magna que les interesan (el título VIII en general les sobra). 
Entre las fuerzas políticas de izquierda no se da la unanimidad precisa para abordar un proceso de reforma del modelo de estado. En 1975 el líder del PCE, Santiago Carrillo, erró de pleno apodando a Juan Carlos como ‘Juanito el Breve’ y el peso político de su partido no hizo sino decaer en cada convocatoria electoral, tras haberse tragado el sapo monárquico en el proceso constituyente (el momento era distinto, no lo olvidemos), mientras que el principal partido de la izquierda (¿?) lleva décadas haciendo malabarismos en relación a esta cuestión, estando bastante dividido al respecto. Así pues, el actual presidente del Gobierno y vigente secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, envió una carta a la militancia socialista en la que ligó la defensa de la monarquía con la supervivencia de la propia Constitución de 1978. “La monarquía parlamentaria es un elemento de ese pacto, no todo el pacto. Todo el pacto es la Constitución y no se puede trocear y seleccionar a capricho. Somos leales a la Constitución; a toda, de principio a fin. Y la defenderemos a las duras y a las maduras”, escribió. Como dije antes, más cerrada que un candado y la llave en el Mar Caspio.
Para más redundancia, a mediados de agosto se presentó un potente manifiesto en apoyo del papel histórico del emérito, suscrito por más de setenta exministros, ex presidentes autonómicos, embajadores y otros antiguos altos cargos, ligados principalmente al PP y al PSOE, pero también a la desaparecida UCD: “Nunca se podrá borrar la labor del rey Juan Carlos en beneficio de la democracia y de la Nación, so pena de una ingratitud social que nada bueno presagiaría del conjunto de la sociedad española”. Contrasta notablemente el mismo con la columna publicada en el New York Times pocos días después.
El artículo 56, que regula la inviolabilidad del monarca, además de ser uno de los más problemáticos de la Carta Magna, ha contribuido a cimentar la ‘impunidad’ del titular de la Corona durante las últimas cuatro décadas (su reforma, que no parece fácil ni cercana, sería razonable incluso para el sector monárquico). Por otra parte, llevamos casi medio siglo escuchando que ‘España no es monárquica, sino juancarlista’, de boca de unos medios de comunicación cortesanos, protagonistas activos del blindaje informativo de la familia Borbón. Si te tratan como intocable, si lo eres jurídica y mediáticamente, al final lo normal es pensar que el país es tu cortijo y puedes hacer con él lo que te dé la real gana, actuando sin transparencia y con ‘nocturnidad’.
Nuestra Jefatura de Estado adolece de tres graves problemas de origen: el carácter vitalicio del cargo, el carácter hereditario y el ya citado ‘impune’. Características totalmente incompatibles con una democracia que aspire a ser lo más plena posible.
La realidad española es tozuda: desde la crisis económica de 2008 apenas levantamos cabeza y el mazazo ahora será mayor; la corrupción ha empañado a la mayoría de las instituciones y los partidos políticos del país; y la sociedad está social y económicamente fragmentada. No será nada fácil afrontar un debate estatal que cristalice en una consulta en las urnas. Pero se trata de un debate ineludible e imprescindible, clave para poder superar las vergüenzas del pasado y estar en condiciones de construir la República que necesitamos, un país decente en el que merezca la pena vivir.
¿La crisis monárquica puede convertirse en una oportunidad republicana? La respuesta está en nuestras manos. La ciudadanía tiene la última palabra. Por lo tanto, el movimiento republicano está obligado a introducir la cuestión en la agenda pública, superando el bloqueo mediático y alcanzando por fin la mayoría de edad. 
No hay tiempo que perder. Tenemos un futuro por conquistar.
(*) Antonio Pérez Villena es funcionario del Ayuntamiento de Granada y forma parte del colectivo ciudadano Granada Republicana UCAR.
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