Luis García Montero

Público

09/05/2010

La actualidad, como un rocío sucio en el verde de los prados, está revuelta y llena de asuntos urgentes sobre los que escribir. Merece la pena meditar sobre una derecha que entiende la corrupción como algo consustancial a las instituciones y está dispuesta a defender lo suyo, diga lo que diga la Justicia. Merece la pena observar la situación del Poder Judicial, que pide respeto cuando ha asumido su propia degradación en forma, contenido, planteamiento, nudo y desenlace. Merece la pena advertir los movimientos agresivos de los poderes económicos, que intentan agudizar en España un sistema productivo enfermo y desequilibrado, para que nada cambie de verdad, aunque los trabajadores sigan viendo, impasibles con sus votos muertos, la degradación de sus vidas laborales.

Merece la pena reírnos un poquito de la beatería que sienten algunos amigos, arrodillados ante la Santa Transición española, como si 35 años no fuesen nada, y hubiera que seguir conservando inmaculado el prestigio de un proceso que está en el origen de las enfermedades de nuestra Justicia, nuestras corrupciones políticas y nuestras debilidades económicas. Merece la pena asombrarse de que un Gobierno socialista no asuma ni siquiera una política fiscal socialdemócrata, y se olvide de los patrimonios, y no persiga con dureza el fraude, y no suba los impuestos a los que más tienen, y decida combatir el déficit con medidas inútiles, y simbólicamente dolorosas, como su desprecio último al significado de la Biblioteca Nacional. ¡Gobierno de España!

Pero también merece la pena tomar conciencia de que a veces ocurre algo verdaderamente deseable, definitivo y sólido, algo que nos invita a dejar para mañana los asuntos de hoy, algo llamado a permanecer cuando el sol, avaricioso e implacable como el tiempo, deshaga el rocío sucio de los prados. Atención, se acaba de publicar el libro inédito de Blas de Otero, Hojas de Madrid con La galerna (Galaxia Gutenberg), después de 31 años de espera. No tarden en buscarlo.

Blas de Otero volvió de Cuba en 1968. Necesitaba entrar en el quirófano por culpa de una mala boda y curarse de un amor cancerígeno. Le pidió a la muerte que se olvidara de él, habló con Jorge Manrique para aprovechar el último rocío limpio de la hierba, viajó, llenó de versos la España en transición de los años setenta, encontró su gran amor y escribió poemas nerviosos y serenos. Poemas serenos, por su diálogo profundo y sosegado con los valores más nobles de la condición humana, con la paz, la palabra, el amor y la muerte; poemas nerviosos, porque escribió más libre que nunca, con una madurez llena de humor, y de brío, y de música íntima, y de conversaciones, pasando de Manrique a Bécquer, de Cernuda a Alberti, de Whitman a Aldana, y de la tradición culta al lenguaje popular, y de sus propios recuerdos a sus propias palabras, con ciudades al fondo, con guerras, dudas, ilusiones y sonetos asombrosos en la palma de la mano.

Mientras amaba y moría, durante 10 años escribió, casi a modo de diario, Hojas de Madrid, y por medio surgieron los poemas de La galerna, esa súbita tempestad marina del mar Cantábrico, que sirvió para simbolizar sus depresiones cíclicas. Después formó con ellos un solo libro, Hojas de Madrid con La galerna, porque las hojas de papel son el único remedio para consolarnos de las hojas secas de los árboles. Es verdad, no todo se lo lleva el viento.

El 2 de junio de 1976, poco antes de asistir al homenaje a Federico García Lorca celebrado en Fuente Vaqueros, escribió un poema sobre sus recuerdos del poeta granadino: “Mas no hay paz todavía, / ni podrá haberla en tanto tus huesos no resuciten / en la tumba de la luna…”. En Fuente Vaqueros conocí yo a Blas de Otero, rodeado de los jeeps de la policía armada que nos reclamaban una disolución inmediata. Me acerqué al poeta, le pedí que me dedicara un libro y confesé que por gente como él estaba yo en aquella plaza, con mis primeros versos y mis banderas políticas. “Espero que algún día puedas perdonarme…”, fue su contestación.

Larra hablaba de la melancolía propia de los liberales españoles. Hoy comprendo sus melancolías, don Blas. Y aquí sigo, en transición, preocupado por la plaza y por las tumbas de la luna. Pero, por gente como usted, también sé detenerme ante lo que de verdad importa. No sólo está perdonado, sino que, además, merece la pena.

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