José Manuel Rambla*

23/10/2013
Miles de españoles y españolas desearían poder indignarse porque la sentencia
de la Corte Europea de Derechos Humanos deja libres a los asesinos de sus seres
queridos después de haber cumplido una condena legal. Pero no pueden. De hecho,
miles de españoles y españolas se conformarían con haber visto juzgados alguna
vez a los verdugos de sus padres, tíos o abuelos, pero nunca los vieron. Incluso
algunos se conformarían con que los criminales admitieran su drama y pidieran
perdón. O, más aún, miles de españoles y españolas se conformarían con saber
dónde están enterradas sus madres, tías o abuelas. Pero no lo saben o no pueden
buscarlas.
No pueden porque aquellos asesinos, que empezaron a matar en 1936 y no
dejaron de hacerlo de forma oficial hasta 1975 (y extraoficialmente algunos años
más tarde), nunca fueron condenados, ni juzgados, ni pidieron perdón, ni
identificaron los lugares donde yacen sus millares de víctimas con el rostro
desencajado por el tiro de gracia. Tragarse todo ese dolor, después de haber
soportado todo aquel terror, fue el sacrificio máximo que se exigió a esos
millares de españoles y españolas en nombre de una concordia cívica sobre la que
levantar una escuálida y amnésica democracia.
Paradójicamente, los mismos que calificaron de modélica transición aquella
abnegación de los perdedores de la guerra civil y de todas las víctimas del
franquismo, los mismos que se niegan a condenar la dictadura, con una altanería
que en Italia o Alemania podría acabar en los tribunales, se encargan hoy de
azuzar el resentimiento a propósito de la sentencia que anula la doctrina Parot.
Poco importa para ellos que los asesinos hayan sido juzgados y hayan cumplido
con creces su condena legal, ni que ETA haya entrado en la irreversible senda de
la desaparición, ni que la izquierda abertzale reafirme día a día su apuesta por
la vía política, ni que Arnaldo Otegi –encarcelado sin haber cometido un solo
delito de sangre y dirigente clave en el cambio de rumbo del entorno abertzale-
haya pedido perdón a la víctimas.
En realidad poco importan para algunos, ni tan siquiera, las víctimas. Ellas,
como las víctimas del franquismo, o las de los GAL, el 11M o las del crimen de Alcácer, tienen todo el derecho individual a sentir rabia, indignación,
resentimiento e, incluso, odio en sus entrañas. Pero cuando esos sentimientos,
humanamente comprensibles, se convierten en material prefabricado para carnaza
en el río revuelto de los pescadores oportunistas, el resultado es nauseabundo.
Y es que lamentablemente para la derecha española, política y mediática, las
víctimas de ETA se han convertido en el salvavidas democrático al que aferrarse
y ocultar su, en el mejor de los casos, ambigua relación con cuarenta años de
dictadura. Peor aún, la violencia de ETA les ha permitido durante estos años
legitimar las contradicciones mezquinas de la propia transición al proyectar y
equiparar éticamente como “victimas del terrorismo” a Melitón Manzanas, Carrero Blanco o Ricardo Saénz de Ynestrillas con Miguel Ángel Blanco, Manuel Broseta o
Ernest Lluch. Así, unas veces como reclamo ideológico y otras como reclamo
electoral, las víctimas pueden acabar, cegadas por su dolor, siendo víctimas de
su victimismo.
Hace ya casi cuarenta años miles de españoles y españolas tuvieron que
aceptar una condena de olvido a cambio de un proyecto de convivencia en paz. Hoy
no esperan ver juzgados a los asesinos de sus seres queridos, ni confían en que
el Gobierno extradite a los torturadores que reclama la justicia argentina. Solo
aspiran a poder reivindicar con orgullo la memoria de sus muertos –asesinados
por defender o aspirar a construir un régimen democrático- y, si es posible,
enterrar sus huesos en una tumba digna. Las llamadas víctimas del terrorismo
nunca han sido olvidadas por el estado ni la mayoría de la sociedad democrática,
han visto juzgados y sentenciados a los responsables de su duelo y nadie
cuestiona su derecho a la memoria. De ellos depende si quieren aportar su dolor
para, como ocurrió entonces, construir esa nueva sociedad democrática que este
país necesita con urgencia.

Cuatro años sin más muertos y el adiós a las armas definitivo de ETA supone
una oportunidad irrenunciable para asentar las bases democráticas de un nuevo
país integrador que todos los habitantes de estas tierras, viejas y castigadas,
tanto necesitamos en estos tiempos de zozobra. En cualquier caso, ellos tienen
derecho a no participar de este viaje que podemos iniciar colectivamente. Eso
sí, a quienes no podremos perdonar nunca es a todos aquellos que pretenden
utilizar su luto para frustrar nuestras esperanzas. 
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=175858

José Manuel Rambla Moya, periodista y gestor cultural, es columnista de Nueva Tribuna y Yucatán Hoy y colaborador de El Viejo TopoRebelión y Otramérica, entre otros medios de comunicación.

** Chiste de Manel Fontdevila.

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