Alfons Cervera
06/01/2012
El rey Juan Carlos es un tipo con suerte.
No le tocaba ser rey pero lo fue por designación de Franco y más tarde por una
Constitución que metió con calzador en su articulado que España pasaba a ser,
porque sí, una monarquía parlamentaria. Así que tuvimos rey y reina. Y más tarde
príncipe heredero. Y más tarde infantas. Y más tarde esposos de las infantas. Y
más tarde hijos de las infantas. Y más tarde esposa del príncipe. Y más tarde
hijos del príncipe y la princesa. Y más tarde divorcio de una de las infantas. Y
más tarde el otro yerno imputado por supuestos delitos que tienen que ver con la
apropiación indebida de dinero público y otros parecidos. 
Esa apropiación se produce, para más recochineo,
aprovechando entidades falsamente solidarias gestadas por Urdangarin. El último
episodio de la serie ha sido el aplauso interminable de las Cortes españolas
cuando los monarcas hicieron su aparición en el hemiciclo después del discurso
de Navidad. Tamaña muestra de reconocimiento me ha hecho pensar que en esos
aplausos había escondido el gato por liebre de un recuerdo que a ustedes les
puede parecer estrambótico en su relación con las presuntas fechorías del
yernísimo pero que a mí no. Me refiero al golpe de Estado del 23 de febrero de
1981.
Aquel acontecimiento lamentable se convirtió en
el salvoconducto del monarca para pasearse, con rango de salvador, por las
calles de la democracia. Según la versión oficial –hay otras que difieren– fue
la aparición del rey en la televisión la que sentenció el golpe. El caso es que
el 23-F puso al rey Juan Carlos en el púlpito más alto de la celebración
democrática en un país que había visto cómo la monarquía tomaba el barco en 1931
para buscar acomodo en el destierro, lejos de la recién estrenada Segunda
República. Ahora me viene a la cabeza lo de Urdangarin y se me ocurre que el
proceso aquel se está repitiendo con pelos y señales. Según la versión oficial,
ratificada por los aplausos de las Cortes, ha sido el rey quien ha destapado los
chanchullos contables de su yerno. De nuevo la Monarquía se ha erigido en
salvadora de unos valores que ningún desaprensivo –sea de la estirpe que sea–
debería vulnerar. Según la versión oficial, el rey fue quien amonestó
secretamente a Urdangarin porque sus negocios se ajustaban poco a lo que
proponían sus objetivos solidarios. Y aquí es donde empiezan mis desacuerdos con
las versiones oficiales. Lo que tenía que haber hecho el rey es poner a su yerno
en manos de la justicia en vez de mandarlo con su mujer y sus hijos a Estados
Unidos. Los alejaba, a Urdangarin y a la infanta Cristina, del foco de la
corrupción en vez de situarlos en el centro mismo de aquella focalización. Sin
embargo el rey se ha convertido en el garante de la decencia pública, como el
23-F se convirtió en el garante definitivo de la democracia. Lo dijo el otro día
el jefe de los empresarios madrileños: el rey saldrá revalorizado del caso
Urdangarin. Otra cosa que me llama poderosamente la atención en este asunto: por
qué se oculta en todas partes –o lo que es peor: se exculpa de antemano– la
participación de la infanta Cristina en las actuaciones del marido. Eran socios
en algunas empresas que recibían transferencias de dinero del instituto Nóos. Y
más aún: ¿desconocía la infanta de dónde venían los millones de euros que costó
el palacete de Pedralbes y todos sus apaños? Y los reyes: ¿se quedaban tan
panchos viendo esa provocadora muestra de poderío económico? Pues sí, tan
panchos se quedaban hasta que el caso Arena y el procesamiento de Jaume Matas
dejaron con el culo al aire sus secretos de familia.
O sea, que lo miremos por donde lo miremos, no
está nada clara la actuación de la Monarquía en el caso Urdangarin. O está
demasiado clara y por eso las Cortes (salvo algunas excepciones) se rompieron
las manos aplaudiendo su entrada en el hemiciclo. Tal vez alguna cadena de
televisión ya esté preparando una miniserie como la del 23-F con la historia de
Urdangarin y de cómo el rey nos salvó de la codicia de su yerno de la misma
manera que aquel día de febrero borró de un plumazo –como con un anticipado
photosop– los tanques de las calles y las metralletas del Congreso de los
Diputados.
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