Carles Geli
El País
14/03/2012
Calles de Olot (Girona), entre enero y febrero de 1939: jóvenes comunistas
enarbolando tristes banderas ya derrotadas llamaban a la población “a resistir,
a resistir, a resistir (…). Ni cínicos, ni desmoralizados… Creíamos que
ganaríamos, era la fe del carbonero”. Así lo escribió tiempo después una de las
que arengaban, Teresa Pàmies, de apenas 20 años, capitana de una generación que
no paró de luchar toda su vida, con éxito muy desigual. Ella no dejó de hacerlo
hasta ayer, cuando la escritora, memoria literaria pura, falleció a los 92 años
en Granada, donde pasaba parte del año con uno de sus cuatro hijos.
¿Luchar desde cuándo? Desde siempre, desde que a los 10 años vendía por las
leridanas calles de su Balaguer natal (8 de octubre de 1919) La
Batalla
, revista del combativo y marxista Bloc Obrer Camperol, del que su
padre era dirigente destacado. Vender La Batalla, sí, pero también
hacer la comunión porque su madre era muy católica. “En mi casa todo lo
consensuábamos, hasta que mi padre no fuera a esa ceremonia”, recordaba. El
consenso, doméstico, sería luego su credo.

Un camino estaba, así, trazado: militante socialista, a los 17 años
participaba en un mitin en una plaza Monumental de Barcelona a rebosar. Solo
meses después era ya dirigente de las Juventudes Socialistas Unificadas de
Cataluña y relevante feminista, y escribía ya para el boletín Juliol.
Un carácter fuerte la había convertido en un referente político en Cataluña en
plena juventud. Pero, en la distancia corta, admitía que nunca se le borraría la
imagen del grupo de heridos que, desharrapados, abandonaban el Hospital Militar
de Vallcarca pidiendo a los que huían de Barcelona que no les dejaran allí. “La
certeza de que los republicanos salimos de Barcelona y dejamos atrás a aquellos
hombres siempre nos avergonzará”, escribió. Y tampoco olvidaría que hubo de
abandonar a su madre en Balaguer: “decía que no quería ser una carga” en el
exilio. No la volvió a ver. Esa joven tan dura mantenía, pues, una silenciosa
dualidad que arrastraría toda su vida.

Trabajar en granjas francesas a cambio de comida y techo fue el primer
episodio de un exilio que la condujo a la República Dominicana, Cuba y México
(donde estudió periodismo) para aterrizar, en 1947, en Praga, donde estuvo 12
años y se casó con Gregorio López Raimundo. Era un antiguo novio de cuando la
guerra, del que se separó porque “tonteaba con otras” y al que reencontró allí,
como clandestino secretario general del PSUC, y con el que tuvo dos de sus
cuatro hijos. A ellos les dio su apellido porque el político no podía ponerles
el suyo. Uno de ellos es el escritor Sergi Pàmies, que nacería en Francia.
Seguía la lucha sin fin. Esa unión, que duraría 36 años, hasta la muerte del
político en 2007, “afectó a la vida política que pude tener; seguramente me ha
quitado libertad de expresión”, reconocía. Años tan grises tras el telón de
acero como duros de alguien que resumió así su vida: “Nunca he sido una
revolucionaria profesional, sino una mujer que ha vivido acorde con sus ideas,
pero que también ha tenido que sacar adelante una familia haciendo a la vez de
padre y madre”.

Todo cambió la noche de Reyes de 1970 en el hotel Ritz de Barcelona, cuando
el jurado del Premio Josep Pla reconocía Testament a Praga, de unos
entonces ya desconocidos a la fuerza Tomás (su padre) y Teresa Pàmies, que a
veces firmaba en revistas como Serra d’Or y Oriflama. Un
pequeño terremoto: el diálogo entre los textos de ortodoxia comunista que el
padre había dejado como memorias y las cartas que la hija intercala
respondiéndole en plena invasión soviética de Praga en 1968, así como las
miradas ya discordantes de la Guerra Civil española de dos generaciones, sacuden
el panorama literario y memorialístico catalán, y serán el inicio de más de un
mal gesto de cintura para la censura franquista ante una obra que no se
detendría ya a la hora de convocar guerra, exilio y clandestinidad.

Fue como saltar de una barricada vital: una especie de lucha final, quizá el
sentido a una vida que buscaba ya como capitana en los días de la guerra. Eso la
decidió a volver a Cataluña. A partir de ese momento, Pàmies se descubrió a sí
misma, a los 51 años, como escritora. De la mano de esa mujer tenaz, no exenta
de cierta dureza, y de memoria tan notable como libre, acabarían saliendo casi
una cuarentena de títulos, entre ellos ocho novelas, algunas tan significativas
como Va ploure tot el dia (1974), Amor clandestí (1977) y
La filla del gudari (1998). Pero ni esas pudieron escapar al trasunto
autobiográfico que impregnaría su obra mayor, la narrativa memorialística, con
una veintena de títulos, entre ellos el mítico Quan érem capitans
(1974, premio Joan Estelrich), Gent del meu exili (1975) y Jardí
enfonsat
(1995, premio de la Institució de les Lletres Catalanes,
hundimiento de la familia Panero como metáfora de la caída del socialismo)…
Todos armados con una prosa espontánea, coloquial y directa, como si fueran
hijos del deber literario de la memoria. Acabaría siendo un símbolo,
personificación de la última gran memoria del exilio y la clandestinidad. “Ha
representado la continuidad de la Cataluña de antes de la guerra, uno de los
hilos que nos hilvana con nuestra tradición”, resumía ayer Artur Mas, presidente
de la Generalitat, institución que le otorgó la Creu de Sant Jordi en 1984. Esta
distinción y el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, en 2001, fueron sus
máximos reconocimientos.
La tierna Teresa, el reverso de la mujer corajosa que tuvo que abortar
“porque no podía mantener ese hijo”, dedicó su último libro, Informe al difunt
(2008), a su marido. También logró adquirir parte de la pequeña tumba de su
madre en el viejo y por ello ya clausurado cementerio de Balaguer. Ahí quería
que se depositaran sus cenizas. Para estar de nuevo juntas. Y ahí
irán.
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