Lorenzo Silva*
El Mundo
29/07/2012
Sí, yo también tengo una mamandurria. Exactamente 426 euros al mes. Gracias a
ella, y al comedor de Cáritas y a la Cruz Roja, mi familia y yo tenemos
ropa y comida
, pagamos los recibos, recargamos
los dos móviles prepago
con los que nos apañamos los cuatro y nada más.
Los ahorros que fui haciendo para cubrir mi vejez pagan por ahora la hipoteca y
así al menos no nos tenemos que ver en la calle. Pero echo cuentas y unos días
me sale que bastarán para amortizar todo el préstamo y otros días me sale que
no. Dependerá de cómo vaya el Euribor.
Tengo cincuenta y tres años y soy o fui ingeniero, pero
desde hace tres años, cuando la crisis fulminó a mi empresa y mi empresa me
fulminó a mí, no encuentro trabajo. No es que no haya visto ninguna oferta, pero
en todas prefieren a titulados recién salidos, que son los más adaptables a las
condiciones, desde el salario basura hasta la jornada infinita, que el nuevo
modelo de relaciones laborales lleva aparejado. En vano he intentado hacerles
ver a mis potenciales empleadores que estoy dispuesto a pasar también por ese
aro. Me ven las canas, me ven la tripa y acaso calculan que mi salud
cardiovascular no es óptima para asumir semejante desafío. Que pase el
siguiente.
También he visto que hay ofertas de empleo en el extranjero,
pero ahí la juventud pesa todavía más. He pasado dos procesos en los que fui
siempre batido por chavales más jóvenes. Entre otras cosas, como la ausencia de
cargas familiares que los distraigan o los vayan a deprimir con la añoranza del
terruño, aquí resulta definitiva la baza de los idiomas. Todos estos han pasado
un año de Erasmus en Londres o en Edimburgo o en Manchester. A mí me dieron
francés en el colegio y el bachillerato, y el inglés que chapurreo lo he ido
aprendiendo a bocados por el camino. Con eso, no puedo medirme con ellos.
De modo que aquí sigo, y cada día las perspectivas son un poco
peores
. Con cinco millones ya muy largos de desempleados, toda la obra
pública parada y la privada bajo mínimos, mi empleabilidad resulta igual a cero,
pero he aquí que esta semana he aprendido que yo soy el problema. Yo, y mi
mamandurria.

Que me perdone quien tenga que perdonarme, desde el Dios Todopoderoso que
está en lo alto hasta el último de mis conciudadanos para los que represento una
carga insufrible, pero no puedo evitar acordarme de lo que sé y he visto, cuando
aún estaba en el mundo con un traje y una corbata y un maletín lleno de
papeles.
Las comilonas pantagruélicas repletas de concejales y politicastros
de diputación provincial
que inexorablemente se contabilizaban como
gasto deducible, disminuyendo la cuota a ingresar de la empresa. O los BMW o los
Mercedes en renting o leasing, que disfrutaban los que dirigían el cotarro y
cuyas cuotas también iban a mermar lo que al final del ejercicio se le abonaba
al erario público (durante cuatro años, incluso tuve yo uno, aunque el mío era
sólo un Citroën grande).
Una vez me contaron que en cierta empresa, un banco para más señas, se hacía
lo mismo pero con el avión a disposición de la cúpula y con cosas aún más
escandalosas. La gente se sorprendería, si supiera los impuestos que pagan
quienes más dinero mueven. Cómo, año tras año, les llega a salir negativa la
declaración.
Nada de eso son mamandurrias, claro. Eso se llama optimización
fiscal
. Como tampoco lo es que una diputada y ministra con nueve
propiedades inmobiliarias, una de ellas en Madrid, reciba una indemnización por
vivienda para que pueda alojarse dignamente en la capital. Mil ochocientos
euros, o lo que es lo mismo, la limosna que yo recibo multiplicada por cuatro.
Eso, insisto, no es una mamandurria. Eso es una indemnización.
Sí, vengan a por mí. Me lo tengo merecido
* Lorenzo Silva es escritor, especializado en novela policíaca.

** El presente relato tiene su origen en las polémicas declaraciones de Esperanza Aguirre, la neoliberal presidenta de la Comunidad de Madrid, en las que recomendó el fin de las mamandurrias para evitar la caída de España en el “corralito”. 

*** Viñeta de Malagón, publicada en El Jueves.
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