23/10/2012

“La revolución es la guerra de la libertad contra sus
enemigos: la Constitución es el régimen de la libertad victoriosa y apacible”

Robespierre, 25 de diciembre de 1793, discurso en la Convención
Parece que el modelo político y económico español se resquebraja.
La alianza entre las fuerzas renovadoras del franquismo y los partidos y
formaciones de la oposición, que dio paso a la Constitución de 1978, está
llegando a su fin. Algunos de los problemas resueltos con prisa de huracán o
peor aún, silenciados, reaparecen: auge del nacionalismo periférico y reacción
del centralismo (castizo) español; supeditación de la organización política y
social a la economía de mercado y sus intereses financieros; pérdida real del
valor de la soberanía popular en beneficio de grupos de presión, revisionismo
histórico, supresión de derechos adquiridos y merma sustancial de la protección
que conlleva el estado del bienestar, entre otros. En este contexto, miles de
ciudadanos están reclamando, en foros y asambleas, un nuevo pacto
constitucional, es decir, el inicio de un proceso constituyente que finalice con
la elección de Cortes Constituyentes y la redacción de una nueva Carta Magna que
recoja las aspiraciones y anhelos de una ciudadanía moderna, hija de las
identidades múltiples del siglo XXI: una república democrática. Ejecutado en la
guillotina el 28 de julio (10 Termidor) de 1794, cerca de Errancis, junto con
Saint-Just y veinte revolucionarios más, resulta sorprendente comprobar cómo
hoy, más de dos siglos después, la cabeza política de Robespierre -el hombre,
junto con el Comité de Salud Pública, que consolidó la Revolución francesa de
1789, salvando los progresos y logros de la República y su esencia democrática-
sigue vagando, malherida, vilipendiada, cubierta de cal, por las cloacas de la
Historia (neoliberal) cuando debería ser un referente, europeo y solidario, en
tiempos de pánico institucional y zozobra ética.
La crisis financiera que arrancó el verano de 2007 está produciendo
un bloqueo democrático tanto en los órganos de gobierno, centros locales de toma
de decisiones, como en la vida de la comunidad. La libertad y la igualdad,
pilares del sistema, están siendo amenazadas por la prevalencia de un supuesto
estado de necesidad universal, estado de excepción permanente, por usar la
fórmula de G. Agamben, al cual se supeditan todas las aspiraciones de
transformación y progreso: “ahora no es el momento”, repiten, mantra de hielo,
las instancias superiores. Hasta Juan Carlos I, Rey de España, bisagra entre la
católica dictadura militar y la democracia (no es necesario recordar que juró
cuantas legislaciones le pusieron delante), entra en escena pidiendo, exigiendo,
unidad de acción (unidad de destino) y una devota adhesión inquebrantable al
Gobierno, en este caso del PP -hubiera sido igual con el PSOE- frente a la
trascendencia del desplome financiero global. Al mismo tiempo, una parte
significativa de la población, los más desfavorecidos (parados, trabajadores con
salarios bajos, precarizados, pensionistas, mujeres, jóvenes sin futuro),
expresa su malestar siendo reprimida por el ejecutivo nacional y por los
pintorescos gobiernos autónomos. Manifestaciones, ocupaciones del espacio
público y demás actos cívicos de protesta -excesos y provocaciones al margen,
que han existido siempre en la confrontación política- son percibidos como un
ataque frontal a las instituciones democráticas que se defienden -mandan las
superestructuras económicas- con la policía. Parece que la política de los
políticos (y sus zafiedades), haya suplantado a la política de los ciudadanos (y
sus deseos). “Cuando el gobierno viola derechos, la insurrección es para el
pueblo, y para cada sector del pueblo, el más sagrado e indispensable de los
deberes”, se recoge en el proyecto de Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano de 1793, superador del canónico texto de 1789 (que ya reconocía,
por cierto, “el derecho a resistir a la opresión”).
Sometido a instancias supranacionales -una falaz cesión de
soberanía que no ha sido refrendada por la mayoría de los estados miembros de la
Unión Europea- el gobierno electo acata dictados contrarios al bienestar y
desarrollo integral de la mayoría social, es decir, gobierna contra su pueblo,
escuchando más a las instituciones financieras mundiales (FMI, BM) que a su
propio cuerpo electoral. Cuando el sistema de garantías creado por la
Constitución de 1978 es incapaz de impedir o, cuando menos, frenar el deterioro
del consenso y la armonía social, urge un cambio de modelo, acorde con las
legítimas demandas de una ciudadanía plural, la multitudo spinozista, que
“siente e interpreta” las reivindicaciones de una forma distinta a la conocida
hasta la fecha (heredera del siglo XIX), y que expresa su disconformidad -desde
el fenómeno del 15M hasta los movimientos que propugnan una entrada pacífica en
el Congreso de los Diputados- con procedimientos novedosos. La senda
constitucional abierta en 1978, que ha permitido recorrer, no sin cierto éxito,
una parte del camino de la dictadura -pese a las infinitas secuelas psicológicas
y sociales- a la democracia de mercado, parece que llega a una vía muerta. Los
partidos mayoritarios -maquinarias de perpetuación de castas o “clase
extractiva”, según terminología (liberal) de moda- se están mostrando incapaces
para resolver la crisis e impedir el deterioro de la calidad democrática, y
viven este “desbordamiento” democrático, “que no, que no nos representan”, bien
con el temor a una pérdida de apoyo electoral (PP), bien como drama psicológico
de espera beckettiana (PSOE), cuando sólo debería ser entendido, si
interpretaran la realidad con lupa demoscópica, como una llamada de atención
emocional, una petición de principio o natural evolución, acorde con la
sorprendente naturaleza individual de la vida tecnológica y consumista (la
metástasis del sistema-mundo capitalista creado a raíz de los acuerdos de
Bretton Woods, 1944), donde la política, la sociedad y las relaciones laborales
están mutando, sin saber bien hacia dónde, ni con qué fin, a velocidad de
vértigo. Robespierre, el 10 de mayo de 1793, ante la Convención, teoriza la
radicalidad democrática, eso que ahora se denomina “desbordamiento”, fijando los
principios de acción y el tempo revolucionario: “Un pueblo cuyos mandatarios no
deben dar cuenta de su gestión a nadie no tiene Constitución. Un pueblo cuyos
mandatarios sólo rinden cuentas a otros mandatarios inviolables, no tiene
Constitución, ya que depende de éstos traicionarlo impunemente y dejar que lo
traicionen los otros. Si éste es el sentido que se le confiere al gobierno
representativo, confieso que adopto todos los anatemas pronunciados contra él
por Jean-Jacques Rousseau.” La argumentación de Robespierre, tomada de sus
Discursos, editados con el título Por la felicidad y por la libertad (2005),
elegante hasta en su formalidad literaria, parece escrita para momentos de
déficit de soberanía y vacío de poder. Su reflexión es una mirada limpia al
poder constituyente: hacia una estructura firme pero flexible, reticular, que
impida, por inoperancia o miedo, la parálisis del sistema nervioso central del
Estado. ¿Qué es legítimo hacer cuando los gobernantes dan la espalda a una
parte, numerosa, del cuerpo electoral, y reaccionan solo ante las exigencias de
las oligarquías financieras? Como sostiene Georges Labica, por debajo del
pensamiento de Robespierre discurre una “política de la filosofía”.
La democracia o es virtuosa, justa y excelsa hasta el extremo,
diría el abogado de Arrás, o no es democracia. Es más, o favorece el interés de
la mayoría, o no merece tal nombre. Robespierre vivía obsesionado con la suerte
de los desfavorecidos y el respeto a las decisiones de las mayorías. Pese a la
brutalidad e ignorancia de la Historia liberal -parecido al caso de V.I. Lenin-
Robespierre procuró contener los excesos jurídicos y políticos de dirigentes
como Barère o Danton comportándose, en muchos instantes del proceso
revolucionario, con paciencia y moderación: un “centrista” dentro del partido de
la Montaña. Georges Lefebvre, uno de los primeros historiadores que desveló el
velo de terror sangriento que envolvía su figura afirmó que “fue un hombre
magnífico, defendió la democracia y el sufragio universal de 1789 (…) y en
circunstancias normales nunca hubiera apoyado la pena de muerte ni la censura de
prensa”.
El Proyecto de Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, antes citado, fue presentado ante la Convención el 24 de abril de
1793. Su articulado serviría de base a la Constitución de 1793, texto que,
recuerda Albert Soboul en La revolución francesa (1966), “sería para los
republicanos de la primera mitad del siglo XIX el símbolo de la democracia
política”. Cuando los incesantes recortes del neoliberalismo -Alemania está
ganando la guerra mundial que perdió en Stalingrado- afectan de manera
indiscriminada a las prestaciones sociales se puede leer el artículo 21, repito
la fecha, abril de 1793: “El socorro público es una deuda sagrada. La sociedad
debe asistencia a los ciudadanos desgraciados, bien procurándoles trabajo, bien
asegurando los medios de existencia para aquellos que no están en situación de
trabajar.” 
 
Frente a la pérdida de aliento del sistema de 1978, el nuevo
proceso constituyente, un renovado contrato social, con un fuerte carácter
anti-individualista, debería exigir, de entrada, la recuperación de la soberanía
perdida (su ser es ser en acción) y la permanente exigencia a los gobernantes de
sus responsabilidades públicas. Ante el descrédito del Estado y de las
instituciones, y la desconfianza que generan los políticos, minados por abusos y
corrupciones, Robespierre sostenía (1793) que “el principio de responsabilidad
moral -imperativo mayor de la democracia, podríamos añadir- exige además que los
agentes del gobierno rindan, en épocas determinadas y con bastante continuidad,
cuentas exactas y circunstancias de su gestión. Que las cuentas sean hechas
públicas por la vía de la impresión y sometidas a la censura de todos los
ciudadanos. Que sean enviadas, en consecuencia, a todos los departamentos, a
todas las administraciones y a todas las comunas.” Cambio 16, una de las
publicaciones más influyentes en la Transición, recogía unas declaraciones de
Felipe González, Secretario General del PSOE, a la salida del colegio electoral,
6 de diciembre de 1978, la jornada que refrendó la Constitución. Preguntado por
la vigencia del texto que se sometía a votación respondió: “Espero que decenios
y decenios, y si es posible, de un siglo a dos”. Nada como el desparpajo y el
tronío.
En una reciente biografía, Robespierre. Una vida revolucionaria (2012), Peter McPhee narra, a modo de conclusión, las vicisitudes del
reconocimiento del revolucionario. El 30 de septiembre de 2009, el pleno
municipal de la ciudad de París rechazó la moción de un concejal (socialista)
que solicitaba poner el nombre de Robespierre a una calle o a una plaza en la
“Ciudad de la Luz”. El concejal, perplejo, argumentó que el dirigente jacobino
era “primera y principalmente un revolucionario formado por los ideales de la
filosofía de la Ilustración” y no “una caricatura de un verdugo sediento de
sangre”. Y un formidable antecedente, se podría añadir, para un dinámico,
necesario y urgente proceso constituyente que impulse otra forma democrática de
vida en común.
* El autor es el director-editor de Ediciones Península
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