Isaac Rosa

04/10/2012
De un tiempo a esta parte nadie quiere acabar como España. No
quiere Romney, que nos puso como ejemplo de mal camino; no quería Sarkozy, que
usó repetidas veces el desastre económico español en su pulso con Hollande;
tampoco el presidente ecuatoriano Correa, que justificó su reforma hipotecaria
en el objetivo de no terminar hundidos por una burbuja como la española; ni la
presidenta argentina Cristina Fernández, que en varias ocasiones ha ironizado
sobre un destino, el español, que tanto recuerda al que sufrió su país hace una
década.
Tampoco quieren seguir el camino de España muchos de nuestros
vecinos al norte de los Pirineos, donde el horizonte griego que hasta hace meses
se usaba para meter miedo y justificar recortes y reformas, ha sido sustituido
por la imagen de una España tambaleante a la que nadie quiere parecerse ni de
lejos.
Por no hablar de la prensa internacional, que repite hasta aburrir
el juego de palabras “Pain in Spain”, y ha agotado ya todas las posibilidades
del toro de Osborne como icono de la desgracia: el toro convertido en un saco de
huesos, chamuscado, estoqueado sobre el ruedo, doblado sobre las patas
delanteras, toreado por los mercados…
Lo de menos es el sonado reportaje del New York
Times
, actualizando la iconografía de una España solanesca que durante
décadas había sido desplazada por la imagen de esa otra España moderna y
orgullosa. Más allá de esas fotos (que retratan una realidad que por supuesto
existe), es más grave ver cómo las mismas imágenes que hace años ilustraban
informaciones admirativas, hoy acompañan las crónicas de la caída.
No hace tanto ocupábamos portadas y merecíamos reportajes por
nuestras infraestructuras, nuestros edificios de arquitectos de relumbrón,
nuestro boom inmobiliario que era la fórmula mágica del crecimiento sin fin,
nuestras empresas a la conquista del mundo, nuestro escaparate brillante,
nuestros artistas que triunfaban por todo el orbe, y nuestra oferta patrimonial,
cultural, festiva y paisajística, que nos convertían en destino deseado para
inversores y turistas por igual.
Hoy algunos medios sólo han tenido que reescribir el pie de foto,
pero la imagen es exactamente la misma. Ha cambiado su significado: las
infraestructuras que no podemos mantener, los edificios inconclusos o sin
contenido, los miles de pisos devenidos activos tóxicos, los bancos quebrados,
las empresas devaluadas y a merced de cualquier comprador, el escaparate
apagado, la cultura arruinada, el patrimonio sin recursos, los museos sin
presupuesto, el paisaje lleno de grúas paradas. Las imágenes del sueño español
son hoy retratos de la pesadilla en la prensa internacional.
Y no sólo imágenes. Todo lo que hasta hace años era admirable hoy
se convierte en una lección de lo que no debe hacerse. Lo que ayer era
prestigioso hoy es reprobado. Incluso el rey, que hasta no hace nada merecía la
atención de la prensa internacional como el bondadoso padre de una democracia
joven y ambiciosa, hoy ve cómo esa misma prensa airea sus deslices, su fortuna y
su decadencia. O la Transición, que se quiso exportar como modelo para cualquier
país que salía de un conflicto, y que hoy empieza a ser vista como el pecado
original de un sistema que hace agua.
Eso sucede en el extranjero, pero no nos vayamos tan lejos. En
España también hay cada vez más gente que no quiere acabar como España. Ahí
están los catalanes independentistas, cuya prisa por romper lazos sospecho que
tiene mucho que ver con las señales de hundimiento que muestra España. No niego
que haya un sentimiento independentista sincero, pero también supongo que en
Cataluña (y en Euskadi) se extiende la convicción de que es más fácil
reconstruirse ellos solos, levantarse de su propia ruina, que confiar en la
reconstrucción de una España donde casi no queda un pilar que no esté
dañado.
Y luego estamos los españoles que no tenemos de quién
independizarnos, y que tachamos del calendario los días que faltan para un
rescate que puede ser el tiro de gracia. Españoles que ya no tememos acabar como
Grecia, sino como esa España que usa Romney de espantajo; españoles que no
queremos que España siga el camino… de España. De esa España de la que huyen
todos.
Más que nada porque ese camino no sólo pasa por la crisis, el paro,
la deuda y la falta de horizonte, sino también por ciertos tics antidemocráticos
que van asomando en los últimos meses; desde la criminalización de la disidencia
a las apelaciones a la mayoría silenciosa; de los excesos policiales a la
presencia cada vez mayor que tiene el Ejército en las portadas de periódico de
un tiempo a esta parte (una salida de tono de una asociación de militares a
cuenta de Cataluña; un homenaje a los caídos en África hace un siglo; el rey con
uniforme, cualquier excusa es buena para colorear de caqui la portada
últimamente).
Podemos sacar pecho, envolvernos en la bandera y denunciar una
perversa campaña internacional contra una España que, en palabras de Cospedal,
en realidad es “un modelo de recuperación económica”, aunque Romney no se haya
enterado. Pero otros preferimos denunciar que, como sigamos por este camino,
España corre el riesgo de acabar… como España. Ya me entienden.
* Panorámica de la ciudad de Benidorm (Alicante), incluida en el comentado reportaje fotográfico de The New York Times.

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