Francisco José Segovia Ramos (*)

El Ateneo de Granada Republicana UCAR / El Independiente de Granada

28/01/2021

En tiempos convulsos como los que vivimos, el debate sobre el sistema jurídico, político e incluso estatal sale a la palestra con más virulencia que en épocas más calmas para el sistema imperante.

De nuevo, la cuestión de la forma de estado, monarquía o república, es puesta sobre la mesa por asociaciones, partidos políticos o personalidades de diferentes ámbitos, como si el mero cambio de un régimen por otro fuera la panacea de todos los males que afectan a la democracia española.

No es la monarquía actual ―por ende, ninguna en cualquier momento de nuestra historia contemporánea― ni la solución a problemas endémicos del país ni, por supuesto, la imagen donde el común de los mortales pueda verse reflejado sin vergüenza ni sonrojo. La alternativa que se plantea, pues, no es otra que la vuelta a la república.

Que una institución que se ha demostrado inepta, corrupta en muchas ocasiones, derrochadora de medios y recursos, ajena a los problemas cotidianos de los ciudadanos a los que representa e incapaz de tener un discurso que represente cada sensibilidad del país, no garantiza per se que la deseada por muchos de nosotros república vuelva. ¡Ojalá fuera tan sencillo como plantearla como cura y remedio para los males heredados de cuarenta años de dictadura y otros tantos de silencio cómplice en los cuales han medrado los mismos que alabaron dictadores e hicieron genuflexiones a sus sucesores! Es una idea idealista, poética, si cabe, pero irreal.

La república no llegará a España por mucho que los que abogamos por su implantación critiquemos y hagamos públicas las corruptelas, líos de faldas, tarjetas irregulares y demás negocios poco claros de la monarquía. Adláteres del actual rey, y de su padre, medios de comunicación y entes corporativos seguirán sosteniendo el sistema mientras le venga bien a sus intereses y mantenga sus prebendas.

En el mundo de hoy, donde la información de los más importantes medios de comunicación se equipara en muchos momentos a la tergiversación, es difícil, cuando no imposible, convencer a la ciudadanía de la necesidad de un debate república/monarquía con meros componentes utópicos de cambios maravillosos de un día para otro. No bastan enarbolar banderas tricolores o cantar himnos de Riego si quedan en mera nostalgia de lo que fue y, por desgracia, quedó abortado casi nada más nacer.

El debate, como decía al principio, está ahí por mucho que los continuos sucesos y noticias lo soslayen o intenten enviarlo al limbo de lo poco importante. Y eso es lo que queda en el imaginario colectivo: que decidir entre monarquía y república es una cuestión baladí, innecesaria porque no es de interés general y porque, además, la mayoría sigue siendo monárquica (aunque el propio CIS lleva años sin preguntar en sus encuestas sobre la valoración de la figura real y la posibilidad de un cambio constitucional).

Pero dejemos la poética republicana a un lado y miremos al futuro. Llegarán épocas mejores a poco que la pandemia se convierta en un mero pero terrible recuerdo, y quizá vivamos una crisis económica antes de poder remontar en unos años y volver a creer que estamos en el mejor de los mundos, y la monarquía seguirá estando ahí, como una arcaica institución que resiste al paso de los siglos y a las razones de la historia. Y ahí es en donde el republicanismo tiene que fortalecerse, armarse de razones sólidas y contundentes, convencerse de que sí es posible implantar una república en España, y, lo más importante, convencer a la ciudadanía de que ese cambio de modelo estatal será mejor para el país.

¿En qué razones ha de fundamentarse esa aseveración? ¿Qué hace a una república superior a una monarquía? Por supuesto, el mismo hecho de que es una institución democrática en la que cualquiera puede llegar a ser su presidente y en la que los privilegios de la herencia dinástica y el patrimonio del estado no pasen de padres a hijos o hijas. Pero también la hace mejor su tradición histórica basada en la razón y las tres palabras hasta entonces imposibles que nacieron durante la revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad.

Ser republicano significa entender la democracia como la participación de todos en todos los ámbitos de la vida social, judicial y política, sin que puedan primar los privilegios de una casta que lo son simplemente por herencia genética. Hay que hacer comprender a la ciudadanía que de ellos ha de depender cada institución del estado: que con sus votos, sus manifestaciones, sus recogidas de firmas o sus opiniones se pueden cambiar las cosas que no funcionan. La república, que no es sino una “cosa del pueblo”, se convierte así no en un referente inmaterial, inasible, que pertenece a “otros” (llámense congresistas, alcaldes o ministros), sino en un marco donde se desarrolle una auténtica vida democrática, sin falsos clichés, alabanzas a próceres que no lo merecen y sin las reticencias a cambios necesarios para acabar con las desigualdades e injusticias que ahora existen.

Y entonces nos deberá dar igual los símbolos que se usen. Olvidémonos de la poética heredada de 1931 e intentemos que una misma bandera, un mismo himno, un mismo sentido de estado, llene hasta la última esquina de la vieja piel de toro. De lo contrario, el péndulo cambiará de lado, pero no garantizará que no volvamos a sufrir otra restauración.

(*) Francisco José Segovia Ramos, escritor y funcionario del Ayuntamiento granadino, forma parte del colectivo ciudadano Granada Republicana UCAR. Su última novela es “Cuatro días de julio” (Ediciones en Huida, 2020).

http://www.elindependientedegranada.es/politica/poetica-republicana-pragmatismo

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