Manuel Vicent
El País
29/01/2012
Tienen menos de 30 años. Nacieron cuando Franco ya había muerto. Para unos
era solo el nombre de un fantasma que se pronunciaba con un rencor envasado en
la sobremesa familiar; para otros ni siquiera eso, un par de líneas en la
asignatura de Historia. Son los nietos del desastre de la guerra civil. Durante
la primera etapa de la Transición todavía jugaban con muñecas, iban al parque
con patines y adornaban con pegatinas de Snoopy las tapas de sus cuadernos.
Después comenzaron a oír por todas partes que en España la salida de la
dictadura había sido una obra maestra de la democracia y que el resto del mundo
admiraba ese milagro. Sus padres, si eran de izquierdas, callaban, lo daban por
bueno; si eran de derechas, lo celebraban como una conquista propia; pero
algunos maestros explicaron a estos jóvenes que la Transición tan modélica solo
había sido un pacto tácito entre dos miedos. Muerto el dictador, la derecha
creía que los comunistas tenían minadas todas las alcantarillas de la sociedad;
en cambio, la izquierda temía que los militares podían levantarse cualquier día
para plancharla de nuevo. Se produjo un difícil equilibrio entre las dos fuerzas
contrarias, cada una con las heridas del pasado abiertas todavía. Ambos bandos
se neutralizaron mutuamente con un deseo inapelable: todo menos matarse otra
vez, cualquier engendro político es preferible a otra tragedia. La izquierda
sumida en un complejo de Estocolmo cedió mucho más en este equilibrio inestable.
Las cunetas y barrancos estaban llenos de ejecutados que lucharon en el bando
republicano. Desde la postguerra sus hijos no habían osado romper el silencio al
que fueron obligados ni habían logrado sacudirse el terror de encima, pero
habían conquistado derechos y amnistías, escaños en el Parlamento e incluso el
poder en el Gobierno. Hay que dejarlo correr, dijeron. Pero los nietos de la
izquierda, que no conocieron la dictadura, no se sienten obligados por el
subconsciente a agradecer nada. Quieren que sus antepasados enterrados en
barrancos y cunetas sean exhumados con honor para que sus almas reposen en paz y
no vaguen como una sombra negra sobre la memoria colectiva. No se trata de
política. Es solo una moral: están representando sin complejos la tragedia de
Antígona.
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