Sistema Digital
17/02/2011
La realidad es que prácticamente lo mismo ocurrió hace bien poco con los “levantamientos” juveniles de los barrios de la periferia de París, o con las airadas protestas de los jóvenes griegos que precedieron a las huelgas generales y movilizaciones posteriores, o con el estallido de violencia que protagonizaron decenas de miles de jóvenes ingleses, que zarandearon el coche del heredero y asaltaron la sede del Partido Liberal en Londres.
En los países norteafricanos también se han asaltado y quemado sedes de los partidos oficialistas, en medio de un tipo de conflictos y revueltas que son más masivas, potencialmente más persistentes en el tiempo, que implican a más sectores de población (no sólo jóvenes), y que tienen motivaciones más diversas y, posiblemente, más emocionalmente arraigadas.
Pero en todos estos casos subyace la presencia de un tipo de ira social juvenil que, en contra de lo que algunos arguyen ahora, sí era predecible, y de hecho ha venido siendo anunciada por algunos analistas y sociólogos, entre los que me encuentro, como pueden dar cuenta varios libros, informes y artículos.
Uno de los problemas de fondo de nuestras sociedades actuales –no sólo las occidentales– es que las desigualdades y brechas sociales se están ensanchando y que buena parte de los jóvenes están padeciendo procesos de exclusión social. Una exclusión social que presenta diferentes facetas (laboral, económica, residencial, política, cultural…). En algunos países a todo esto se añaden dimensiones abiertamente políticas (falta de democracia y de libertades) y situaciones insufribles de corrupción y de monarquización familista y apropiadora del poder y los privilegios.
Todo lo cual, en sociedades con una alta proporción de jóvenes preparados, que no encuentran posibilidades vitales concordantes con sus expectativas y sus niveles educativos, ha ido conformando situaciones inflamables. En muchos de estos casos, tanto en países occidentales como norteafricanos, sólo ha sido necesario que saltara una chispa para que los ambientes inflamables acabaran por explotar. Además, con las ventajas comunicativas que ofrecen los móviles e Internet para la movilización de unas generaciones especialmente duchas en el arte de sacar provecho a estas tecnologías.
Es difícil saber, hoy por hoy, a dónde pueden conducir finalmente las revueltas de los países norteafricanos, ya que una de las características de estos conflictos –en contraste con los que se produjeron en las sociedades industriales en sus primeras etapas– es que no han tenido una adecuada traducción política organizativa. En los contextos en los que tuvieron lugar los conflictos suscitados por la “cuestión social” en las sociedades industriales, existían unas organizaciones sindicales y políticas que estructuraban las movilizaciones, las daban en sentido ideológico y político preciso y posibilitaban vías racionales para alcanzar objetivos y para transitar caminos de reformas predecibles. En cambio, ahora todo está mucho más abierto. La nueva “cuestión social” emergente (conectada a la exclusión social) apenas ha sido teorizada políticamente y prácticamente no hay partidos, ni organizaciones sociales que la hayan “hecho suya”, que hayan promovido un tejido asociativo que permita fijar objetivos y estratégicas predecibles y negociables, como hicieron en su tiempo los sindicatos y los partidos obreros.
Por eso, los estallidos de violencia y las manifestaciones juveniles de ira social en occidente son –al menos de momento– un tanto espasmódicas. Aparecen y desaparecen y ninguna organización de entidad las da continuidad y proyección duradera en la esfera política.
Sin embargo, en los países norteafricanos, en la medida que la ira juvenil aparece mezclada con otras motivaciones y realidades políticas y culturales, es harto probable que, al final, sean las organizaciones más organizadas y asentadas las que acaben vehiculizando el malestar social existente y quizás logren reorientar las revueltas hacia otro tipo de objetivos políticos alejados del sentir y de los deseos de muchos jóvenes excluidos. Habrá que ver, pues, si en estos casos los vacíos políticos y organizativos existentes acaban siendo llenados por lo que realmente “existe”, como tantas veces ha ocurrido en el devenir histórico.
Pero, más allá de la probabilidad de algunos desenlaces políticos plausibles, hay que entender que estamos ante problemas sociológicos de fondo que están creando un caldo de cultivo que, si no hay cambios en nuestras sociedades, acabará dando la cara. El 43% de paro juvenil que existe en España, y la misma circunstancia de que el 50% de los 4.700.000 parados tengan menos de 34 años, es un hecho realmente alarmante, al que se unen otras circunstancias de exclusión residencial, retrasos en los calendarios vitales, precarización laboral, becarización, desafección política, etc. ¿Creen sinceramente los pontífices del oficialismo económico imperante que todos estos jóvenes excluidos e infraposicionados se van a quedar indefinidamente de brazos cruzados, resignándose a tan pobre futuro, en sociedades en las que incluso en períodos de crisis hay unos pocos que continúan enriqueciéndose a todo trapo? Harían bien los ingenuos y simplistas en leerse alguno de los cuatro libros en los que varios investigadores del GETS* hemos dado cuenta de los resultados de nuestra investigación sobre “Juventud y exclusión social”. Y luego no digan que nadie lo advirtió.
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