Vicenç Navarro*
Público
19/01/2012
Una de las concepciones más extendidas en los círculos políticos y mediáticos
de mayor influencia y difusión en España es que la Transición de la dictadura a
la democracia fue modélica. Liderada por el monarca, tal Transición dio como
resultado –según esta versión– una democracia homologable a cualquier otra
democracia existente en Europa, lo cual se consiguió sin mayores convulsiones en
las instituciones políticas, económicas, financieras y mediáticas del país. El
supuesto éxito de tal proceso explica que se haya querido incluso exportar este
modelo de Transición a otras dictaduras que estaban bajo presión para que se
transformaran en sistemas democráticos. Varias veces, el ministro de Asuntos
Exteriores ha sugerido a dictaduras en declive, y a sus opositores democráticos,
que tomaran la Transición española como punto de referencia.
La misma concepción que valora la Transición española como modélica (elemento
fundamental de la sabiduría convencional existente en el país sobre aquel
proceso), también considera ejemplar el compromiso adquirido por las fuerzas
políticas mayoritarias de no hurgar en el pasado. Es decir, olvidarse de las
enormes violaciones de los derechos humanos, predominantemente realizadas por
las fuerzas golpistas en contra de un sistema democrático, olvido que se
defendía y continúa defendiéndose como necesario para construir el futuro. Parte
de este objetivo asumía que los definidos como los dos bandos del conflicto
civil eran igualmente responsables de lo acaecido y que, por lo tanto, era mejor
cerrar cuentas y olvidarse de lo ocurrido. De esta concepción deriva la Ley de
Amnistía, en que todas las violaciones quedaron amnistiadas, ley que se
considera determinante para que ocurriera la Transición, supuestamente modélica.
Hay que señalar que, aun cuando las derechas fueron las que promovieron esta
versión de la Transición, muchos elementos importantes fueron también asumidos
por grandes sectores de las izquierdas, lo cual contribuyó a que tal percepción
se reprodujera casi como un dogma.
Tal dogma, sin embargo se basó en una falsedad. La Transición no fue modélica
como tampoco lo fue la democracia que estableció. Fue un proceso realizado bajo
el dominio de las fuerzas conservadoras y por los aparatos heredados del régimen
anterior, liderados por la monarquía, y claramente enquistados en el Estado
español. No fue una Transición pactada entre iguales: antes al contrario. Las
izquierdas acababan de salir de la cárcel o de la clandestinidad y del
exilio.
Su peso procedía de las enormes movilizaciones de la clase trabajadora y
otros elementos de las clases populares que presionaron para que terminara aquel
régimen. De ahí que, aun cuando el dictador murió en la cama, la dictadura
muriera en la calle. No obstante, las izquierdas no tenían el poder ni para
romper con aquel Estado ni para negociar en bases de igualdad, dando lugar al
enorme sesgo conservador que existe, no sólo en las estructuras del Estado, sino
también en las instituciones financieras, económicas, culturales y mediáticas
del país. Es este poder el que explica las enormes insuficiencias del Estado del
bienestar español, que 33 años después de terminar la dictadura todavía tiene el
gasto público social más bajo de la UE-15. La democracia incompleta ha conducido
a un bienestar claramente insuficiente.
No hay un indicador mejor de lo inmodélica que fue la Transición y de las
enormes limitaciones que tiene la democracia española que lo que ocurrirá esta
próxima semana. El Tribunal Supremo juzgará al único juez que se ha atrevido a
exigir al Estado que encuentre a los desaparecidos durante la brutal represión
de los golpistas sublevados contra las fuerzas democráticas, honrándolos, a la
vez que denunciando a los responsables. Esta situación cubre de vergüenza a toda
España.
¿Cómo puede España presentarse como una sociedad democrática cuando ocurre
este hecho que culmina un proceso que reproduce una de las mayores injusticias
que ha ocurrido en el siglo XX en Europa? España es el país donde ha habido un
número mayor de desaparecidos por causas políticas en Europa sin que se haya
hecho nada sobre ello. Y cuando se quiere hacer algo, el Estado (nada menos que
el Tribunal Supremo) quiere cerrar el caso y castigar al juez que osó mirar bajo
la alfombra e intentar hacer algo de limpieza, reconociendo además a aquellos
que fueron asesinados por su compromiso con la democracia. La comparación de lo
que está ocurriendo en España con lo sucedido en otros países que sufrieron
dictaduras fascistas o fascistoides semejantes es un indicador más del enorme
subdesarrollo democrático de este país. En ningún otro país ha habido la
ocultación de esta enorme represión, dejando indefensos a las víctimas y a sus
familias, que no pueden ni siquiera honrar a sus muertos (que son los muertos de
todos los demócratas) por no saber dónde se encuentran. El contraste entre el
comportamiento del Estado español hacia las víctimas del terrorismo de ETA y el
de las víctimas de las fuerzas golpistas y del Estado terrorista es bochornoso
(no hay otra manera de definirlo).
Esta situación es indignante y vergonzosa. El Tribunal Supremo no es
consciente del enorme desprestigio que el enjuiciamiento de Garzón por el caso
de los desaparecidos significa para la Justicia española y para el Estado
español. En el programa de humor de mayor audiencia en Estados Unidos se
señalaba que, en la misma manera que Bolivia, sin mar, tiene Ministerio de
Marina, España tenía Ministerio de Justicia. ¿No se dan cuenta de la vergüenza
que están originando los miembros del Tribunal Supremo con su comportamiento, en
el ámbito internacional? Por mera coherencia democrática debería haber
manifestaciones a lo largo del territorio español en protesta por el insulto que
el enjuiciamiento de Garzón supone a todas las fuerzas democráticas de España y
del mundo.
* El autor es catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas en la Universitad Pompeu Fabra de Barcelona.
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