Juan-Ramón Capella
18/11/2012

Política de principios

Se suele decir que la política es una técnica pragmática. Que en política no hay principios que valgan. Pero viendo cómo nos ha ido con la política sin principios, vale la pena señalar algunos elementos para una política con principios.

Viene esto a cuento de la cuestión catalana. Creo que fue Claus Offe quien formuló claramente un principio democrático básico: una comunidad humana, en cuestiones que la afectan a ella misma y solamente a ella misma, tiene pleno derecho a decidir por sí misma. Inobjetable. Parece que este principio es aplicable a la cuestión catalana, pero no. Una decisión de los votantes de Cataluña favorable a la independencia, por ejemplo, no les afectaría solamente a ellos mismos: afectaría también al conjunto de los ciudadanos de España. Por eso, en buena política de principios democrática, la cuestión catalana resulta más compleja.
Pretendo argumentar en pro de las condiciones de principio democráticas cuya satisfacción puede hacer posible el ejercicio del derecho de autodeterminación a la ciudadanía de Cataluña. El derecho de autodeterminación es autodecisión, autonormación. Y adelantaré que el autor de estas líneas es favorable al derecho de autodeterminación para Cataluña, para Galicia y para lo que hoy llamamos Euskadi.
Pero como queda dicho el ejercicio de este derecho puede tener consecuencias para los ciudadanos del conjunto de España. Consecuencias innegables. Algunas positivas, como señalaré más adelante, y otras eventualmente negativas, obvias por tratarse en dos de los casos de algunas de las escasas zonas opulentas de la Península Ibérica. Por consiguiente, para que pueda quedar establecido el derecho de autodeterminación es necesario que así lo decida el conjunto de la ciudadanía española. Es a esta ciudadanía a la que corresponde el establecimiento de este derecho, lo que conlleva el deber de respetarlo.
La primera consecuencia del planteamiento del problema debe ser, pues —y ésta es una consecuencia positiva— la necesidad de que la ciudadanía española se politice a propósito del derecho de autodeterminación. Que pueda reflexionar sobre el tema tanto en línea de principio como contemplando las consecuencias materiales previsibles, y que emprenda prácticas políticas que materialicen el resultado de su reflexión. Eso conduce, obviamente, a lo que se viene llamando una segunda transición, que como cuestión de principio debe ser producto de una auténtica voluntad popular —y no como la primera, la transición pasteleada en unas cortes no elegidas formalmente como constituyentes, aunque lo fueron de hecho, por un grupo de políticos que configuraron un sistema político hermético, partitocrático, desmemoriado y excluyente, y además condicionado a aceptar la herencia envenenada del régimen anterior—. Pues la condición primera del ejercicio del derecho de autodeterminación es que la ciudadanía española lo reconozca y asuma los deberes que le den contenido.
Volver hegemónica la consciencia colectiva de la necesidad de una segunda transición está muy lejos de las precipitadas tomas de posición de las partitocracias española y la específicamente catalana. Lejos de la retórica política vacía y cortoplacista a que nos tienen acostumbrados. Esa hegemonía sólo se logrará desde las plazas, y no es cosa de palacio. La inteligencia política necesaria para construir esa hegemonía sólo puede resultar de las coincidencias entre los movimientos sociales españoles —y en el caso catalanes— para que esa segunda transición sea verdaderamente democrática. Entre sus ideas-fuerza están los principios republicano y federal. Desde estos principios el derecho de autodeterminación cobra plenamente sentido.
Corresponde ahora abordar, también en línea de principios, las condiciones de ejercicio de un derecho de autodeterminación por hipótesis ya reconocido. Y en esta hipótesis lo que se plantea es la existencia de una auténtica voluntad popular mayoritaria para un cambio del estatuto institucional básico, esto, es, para un cambio en la determinación de lo que es una nación de ciudadanos.

(Hablo de nación de ciudadanos, pues no se pueden tomar en consideración democrática “naciones” románticas basadas en elementos del pasado histórico y cultural tomados de aquí y de allá, como es lamentablemente frecuente. Aquí una nación es un conjunto determinado de ciudadanos y no otra cosa, por vociferante que esto último sea.)
Pues el ejercicio del derecho de autodeterminación debe garantizar en cualquier caso que dará de sí una comunidad de ciudadanos iguales. Dicho con otras palabras: se trata de evitar que una parte de la población se sobreponga a otra y la convierta en minoría; o, aún de otro modo: se trata de que una decisión que afecta a la condición misma de la ciudadanía sea materialmente mayoritaria entre la población (y no sólo lo sea formalmente).
Esta condición garantista es el único paraguas jurídico contra el enfrentamiento social, contra el cisma poblacional que en otras fronteras ha conducido a catástrofes sociales que es preciso evitar a toda costa.
Hay condiciones jurídicas para garantizar que eso no ocurra, esto es, para evitar que una decisión de cambio de estatuto ciudadano sea sostenida sólo por una minoría social que se construya formal o retóricamente como mayoría. Estas condiciones son principalmente el quórum censal de participación exigible para que una toma de decisiones pueda ser tenida como válida, y la exigencia de mayoría absoluta dentro de ese quórum. El quórum censal exige una participación elevada en la toma de decisiones para que éstas, sean cuales sean, puedan considerarse válidas; la exigencia de mayoría absoluta para la toma de decisiones que alteren el statu quo ante es una condición que garantiza la madurez de la decisión misma [1].
En política son bastantes las cuestiones que no se pueden resolver mediante la formación de mayorías exiguas sobre minorías consistentes. Esas situaciones revelan comúnmente la falta de maduración de la propuesta sometida a decisión, que sensatamente debe ser aplazada. La posibilidad de aplazamiento de una decisión por maduración insuficiente exige que el ejercicio del derecho de autodeterminación pueda volver a ser planteado y no decidido de una vez para siempre. Ello forma parte del contenido jurídico del derecho tanto como las condiciones de su ejercicio.
Es una cuestión de análisis concreto y previsión política sobre la base del censo establecer qué quórums pueden garantizar que la decisión que se adopte sea poblacional y efectivamente mayoritaria. En cualquier caso, está claro que una decisión como la que se examina aquí no puede ser adoptada con una baja participación en la consulta ciudadana: eso sólo revelaría mala práctica política, justamente como la que se pretende dejar atrás mediante un proceso que sea materialmente democrático y no lo sea sólo en las formas. Ahora ya sabemos que las aparentemente buenas formas pueden llevar a la iniquidad.
Principios de perspectiva

En el caso español, la resolución de la unificación política de la ciudadanía de un país plural remite a la institucionalización de un estado federal. A la federación relativamente asimétrica de estados y comunidades autónomas.
El principio federal es coherente con los principios y los valores republicanos. Permite la articulación de lo que es público pero específico con lo que es común a todos. Las entidades federadas pueden hacerse cargo de la normación y la gestión de lo que tienen de específico o especial sus sociedades, mientras que el estado federal toma a su cargo la igualdad política de los ciudadanos y la gestión de lo que es común. Se trata pues de una articulación institucional que, como solía repetir Pi i Margall, permite avanzar en la construcción de una sociedad más consciente de sus derechos y deberes.
El principio federal no es ninguna novedad. Lo han adoptado algunas de las sociedades que han llegado más tardíamente a su constitución como nación de ciudadanos: los Estados Unidos, o Alemania. En otros países, como Italia, de unificación reciente, el propio impulso unificador redundó en un solo estado unificado que sólo muy posteriormente llevó a cabo una redistribución regional de competencias. En Francia, el país de la revolución ciudadana, fue el concepto mismo de nación de ciudadanos el que legitimó un estado centralizado y centralista, partiendo de la gran unificación moderna que culminó Luis XIV.
El caso español es mucho más complejo. El estado español moderno no llegó a existir como tal sino en la fórmula de la “unión de reinos” en la época en que éstos eran considerados por definición patrimonio personal del monarca. Eso tuvo consecuencias acentuadas: de una parte permitió la pervivencia intocada de las instituciones feudales en los antiguos reinos o regiones, siempre que acataran la superioridad de la monarquía (no fue así en la Castilla de los comuneros); de otra, sin embargo, permitió que los monarcas utilizaran las rentas fiscales españolas en guerras para la defensa de los intereses patrimoniales de la dinastía Habsburgo que, desde una concepción más moderna a la de la “unión de reinos”, habrían resultado indefendibles. Las guerras exteriores de los Austrias, que casi nunca fueron objetivamente de interés para los españoles, pesaban sobre las espaldas del indio americano, del campesino castellano y, más levemente —pues su contribución fiscal era inferior—, sobre el campesinado catalano-aragonés. Si la fórmula imperial de la unión de reinos era aceptable para las instituciones locales, preciso es recordar que esa unión perpetró algunas crueldades genocidas con las poblaciones gobernadas: nació con la expulsión del país de los judíos españoles, prosiguió con la expulsión de los españoles moriscos —siempre de ambos reinos— y además estableció la unidad nacional interior sobre la base de la unificación religiosa y el siniestro tribunal de la Inquisición española.
La “unión de reinos” dejó de existir con Felipe V, nieto de Luis XIV, con una concepción más moderna del estado —que abolió las diferencias entre los súbditos de los antiguos reinos—, al crear para el estado español una arquitectura institucional modernizada y unificada (aunque con privilegios fiscales, que generaron los de hoy, para las regiones que no tuvieron el desacierto político de oponerse plenamente al rey en la Guerra de Sucesión; tampoco no se puede ignorar que Cataluña, que lo hizo, ya había iniciado la modernización de sus instituciones, con una Hacienda propia).
Hay pues dos grietas históricas ya viejas en el Estado español: la grieta comunero-inquisitorial, de falta de libertades básicas para las personas, y la grieta regional. Pero no han sido éstas las peores de la España moderna. Hay una gran grieta que se abre con la invasión napoleónica. Ésta divide internamente, para empezar, a los ilustrados españoles, a quienes desean la modernización que representa la revolución francesa y que sin embargo no pueden aceptar la represión napoleónica del levantamiento popular. Francisco de Goya da el mejor testimonio (El tres de mayo de 1808) de esta escisión interior. Pronto se convertirá en una escisión social que no ha hecho más que agrandarse hasta dar lugar a las dos Españas, y en particular a la España Negra, prolongación de las tinieblas inquisitoriales. Pues la constitución realmente moderna de la nación, de la nación de ciudadanos —y ya no de súbditos—, fue sofocada una y otra vez, sobre todo durante el reinado de Fernando VII y luego por las guerras carlistas, con episodios durísimos de represión poblacional parecidos a los del franquismo. No sólo no pudo imponerse en España la revolución burguesa, o algo semejante a las evoluciones de todo el entorno europeo occidental, sino que la predominante España Negra trató siempre de cerrar el paso a la novedad del mundo contemporáneo representado por las clases trabajadoras.
Esta fractura insalvada de la sociedad española es la que hace posible el ensanchamiento de la grieta regional, en el siglo XIX, al no existir verdaderas instituciones democráticas que permitieran solventar conflictos de intereses siquiera entre las distintas fracciones de la burguesía (p.ej., intereses textiles catalanes e intereses cerealícolas castellanos). La debilidad del Estado reacciona con ferocidad frente a los movimientos obrero y popular, sobre todo ya en el siglo XX. Algunos gobiernos de la II República intentaron dar pasos decisivos para afianzar una verdadera nación de ciudadanos. El levantamiento y el régimen franquistas fueron el penúltimo intento de la España Negra, con costes inmensos para las gentes corrientes, por impedir el florecimiento de instituciones democráticas.
El último intento es de nuestros días: consiste en el vaciamiento del ya escaso contenido de las instituciones postfranquistas, su utilización para la corrupción y el lucro privados, su despilfarro, su indiferencia para con los intereses públicos, sus privatizaciones, su entreguismo educativo al poder de la Iglesia, su deliberada aceptación y promoción de un país neoliberal de ganadores y perdedores en vez de una ciudadanía responsable. Llega al paroxismo con la crisis económica del presente
Por todo eso el federalismo con autodeterminación es un elemento indispensable para una segunda transición, para construir unas instituciones políticas en que la población determine realmente, no ficticiamente, la voluntad de las instituciones. El principio republicano y federal —y sus valores— puede unificar el impulso disperso —y a veces desorientado en forma de secesionismo— de la población de este país por salir de la situación actual. Un soberano federal es probablemente el único capaz de recuperar la soberanía alegremente cedida en algunos tratados de la Unión Europea, como el de Maastricht, y emprender políticas económicas y sociales que nos saquen del pozo —sin olvidar ni minimizar al difuso soberano imperial que está más allá de la Unión Europea, al que hay que despojarle de las las instituciones locales que le son propicias—.

Nota

[1] Por ejemplo, en Cataluña, sobre un hipotético censo de 5.260.000 personas, un quórum del 50% del censo lo satisfarían 2.630.000 votos, y la diferencia entre una mayoría absoluta del 51% y una minoría del 49% sería sólo de 52.600 personas, indicio claro de que tal resultado oficializaría una fractura social. Para evitarla sería necesario bien elevar el quórum del censo al 70 o al 75%, o bien situar un listón decisorio de alteración del statu quo ante por encima del 50% de los votos. Eso es cuestión de decisión política: se tiene que establecer dónde puede situarse razonablemente la paz social (en cualquier caso ha de excluirse que una decisión de gran calado pueda ser aprobada por una exigua minoría de personas, como ocurrió con el actual Estatuto catalán).
http://www.mientrastanto.org/boletin-108/notas/federalismo-republicano

* Juan-Ramón Capella Hernández es catedrático emérito de Filosofía del Derecho en la Universidad de Barcelona.

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