Antonio Jiménez Barca
Rua Lisboa
25/04/2012
En la madrugada del 25 de abril de 1974, un capitán de Caballería portugués de
29 años llamado Fernando José Salgueiro Maia, complicado en el golpe militar que
iba a intentar esa misma jornada derribar una dictadura que duraba desde 1926*, reunió en una sala de su cuartel de Santarém a sus 240 hombres y les propinó un
discurso sencillo y memorable que ha pasado a la historia de las frases claras:
“Señores míos, como todos saben, hay varias formas de Estado: el Estado social,
el Estado corporativo, y el estado al que hemos llegado. Ahora, en esta noche
solemne, vamos a acabar con el estado al que hemos llegado.  Así que el que
quiera venir conmigo, que sepa que nos vamos para Lisboa y terminamos con esto.
Quien quiera venir, que salga fuera y forme. Y el que no, que se quede”.
Era la una y media de la madrugada. Nadie se quedó. 
Todo había comenzado hacía casi una hora, tras la emisión en la cadena Radio
Renascença de la canción-clave acordada por los implicados en el golpe, Grândola Vila Morena, que sirvió de detonante. 
El pelotón comandado por el
capitán Salgueiro Maia, compuesto por diez blindados, doce camiones, una
ambulancia y un jeep, se pone en marcha a las tres y veinte de la mañana
encargado de llevar a cabo la misión más difícil de todos los conjurados:
penetrar sin incidentes hasta el corazón de Lisboa y tomar la Praça do Comércio,
la hermosa (y estratégica) plaza abierta al mar, donde se sitúan el Gobierno
Civil y varios ministerios. 
Nada en el país ni el mundo hacía
presagiar que esa madrugada, aparentemente como las otras, el país  iba a
vérselas con su futuro de la mano de un puñado de capitanes jóvenes, valientes y
hartos de una guerra colonial sin victoria posible que el maltrecho imperio
portugués mantenía a contracorriente por empecinamiento político del dictador
António Salazar y de su sucesor en el poder desde 1971, Marcelo Caetano. Nadie
sospechaba nada. Esa misma noche, por ejemplo, Mário Soares, por entonces líder
en el exilio del Partido Socialista portugués, de visita en Bonn, cenaba con un
alto cargo alemán que le recomendaba tener paciencia porque la dictadura
portuguesa, según sus informes, iba para largo.
La columna de
Maia pasa a las cinco por los peajes de la autopista de entrada a Lisboa sin que
los operarios sospechen otra cosa que unas maniobras militares madrugadoras.
Media hora después, ya en la ciudad, en el cruce entre Campo Grande y la Alameda
da Universidade el cívico conductor del jeep de Maia, al frente de la columna,
se detiene ante un semáforo rojo al lado de un autobús municipal procedente de
las cocheras. Salgueiro Maia, algo estupefacto por la situación, mira el
semáforo, luego al chófer, se convence a sí mismo y dice:
– Arranca, una
revolución no se para por un semáforo rojo.
Casi al amanecer, alcanzan
la Praça do Comércio con el objetivo cumplido: no han creado alarma ni se han
producido combates ni derramamiento de sangre. Los soldados se despliegan. Hay
un problema logístico: la plaza controlada por Maia  es terreno de paso para
millares de lisboetas que ese día van a trabajar. Una empleada de la limpieza
del Ministerio de Salud habla con el capitán y le pide que le deje pasar porque
ya llega tarde. Maia, tocado con su gorra de faena, responde: “Mire señora, hoy
no se trabaja. Mañana, tal vez, pero hoy no”. A la empleada se le suman en la
protesta varios obreros más que necesitan atravesar la plaza para coger el
metro. Maia añade, entre enfadado y profético: “A ver, señores, hoy no van a ir
a trabajar. Ni hoy, ni ningún otro 25 de Abril, porque a partir de hoy este día
va a ser fiesta”.
Un periodista de Reuter le pregunta que por qué
está ahí:
– Para derribar al Gobierno.
– ¿Puedo ir a la
redacción, contarlo, y luego volver?
– Oiga, nosotros estamos
haciendo esto para dar libertad a las personas. ¿Cree que le voy a privar a
usted de la libertad de informar? Ande y vuelva cuando quiera.
No
todas las visitas son así. Tras algunos encuentros con brigadas de la policía o
de batallones fieles al Gobierno a los que Salgueiro Maia convence, sin disparar
un tiro, para que se unan a la revuelta, a media mañana, al capitán le informan
de que se aproxima a la plaza una columna con cinco blindados escoltada por
miembros de la Policía Militar y soldados de infantería al mando del general de
brigada Junquera dos Reis, fiel al Gobierno. Mientras, una fragata anclada en el
estuario del Tajo apunta sus baterías hacia las fuerzas de Maia. Éste, con un
pañuelo blanco bien visible en la mano y una granada oculta en el bolsillo,
avanza hacia las tropas de Junquera dos Reis. Éste ni se digna a salir del carro
de combate en un principio al darse cuenta de que quien tiene enfrente no pasa
de capitán. Salgueiro Maia se planta en medio de la calle a unos 100 metros de
los tanques del general de brigada, con la intención de dialogar, solo,
jugándoselo todo a una carta, encarando una muerte cierta. En su novela
Soldados de Salamina  Javier Cercas define al héroe como aquel “que no
se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse”. Para Salgueiro
Maia –y para la Revolución que se desarrolla en ese momento en todas las grandes
ciudades de Portugal- ha llegado ese momento. El brigadier ordena a uno de los
servidores de la ametralladora que abra fuego. El capitán lo oye pero no
recula. El soldado observa a Maia y se niega a disparar. El brigadier ordena
después a los fusileros que acaben con Maia. Éste, con el pañuelo en una mano y
la granada en el bolsillo del pantalón, aguanta, firme, sin moverse, sin darse
la vuelta, sin rendirse, sin retroceder. Los soldados de infantería también
rechazan la orden del brigadier que, de pronto, se queda solo y de pura rabia
pega varios disparos al aire mientras ve cómo su columna se desintegra y se
suma a las filas de los rebeldes.    
En esto los lisboetas han comenzado a ganar la calle, olisqueando la libertad
que se presiente. Maia, con la Praca do Comércio controlada, recibe al mediodía
la orden proveniente del puesto de mando rebelde de cercar y rendir el cuartel
general de la Guardia Nacional Republicana (GNR), en el centro de Lisboa, donde
se encuentra, protegido por 300 hombres armados y experimentados, el dictador
Marcelo Caetano. Salgueiro Maia emprende la marcha seguido de su columna de
carros de combate. Esta vez cumple escrupulosamente las señales de tráfico.
Lisboa es un hervidero de gente que contempla maravillada el rodar estruendoso
de los tanques en dirección de la madriguera del dictador. En Largo do Carmo,
Maia desplega sus hombres entre el gentío y cerca el cuartel general de la GNR.
Se dan episodios chuscos, muy portugueses, propios de esta revolución cercana,
alérgica a la grandilocuencia, particular e incruenta: los soldados toman
posiciones cuerpo a tierra mientras niños de seis años, a su lado, los observan
con admiración, con la misma cara que pondrían viendo una película. Hay vecinas
que prestan al capitán la terraza de su casa porque desde ahí, según cuentan, se
ve el mejor el interior del cuartel;  hay vecinos que le cuentan que Caetano
puede utilizar una salida por la puerta de atrás que ellos conocen de toda la
vida…
Lisboa entera, en la calle, asiste asombrada, esperanzada y feliz al
episodio histórico que va a cambiar su vida para siempre. Hay gente subida a los
árboles, a los buzones, a los coches, la muchedumbre es tanta que los soldados,
en vez de preocuparse en vigilar el cuartel que han de tomar por las armas se
ocupan de acordonar la zona para no verse aún más desbordados. Comienzan a
circular claveles rojos que unos dicen que provienen de un cargamento de flores
que ha quedado bloqueado en el puerto y otros de una boda que se ha quedado sin
celebrar por falta de notario…
El dictador ha comido salchichas con patatas fritas dentro del cuartel y oye
cómo un capitán con un megáfono que acaba de convertirse para siempre en héroe
le conmina a rendirse en diez minutos: “Diez minutos, señores, tienen diez
minutos para salir con las manos en alto”. 
Entonces, a las cinco de la tarde, con la multitud
enardecida y el dictador Caetano cada vez más escondido y solo y convencido de
que su vida acabará en Brasil, dos altos cargos del régimen agonizante llegan al
Largo do Carmo con intenciones de negociar la rendición y la salida del
dictador. Y preguntan al capitán Maia:
– ¿Quién manda
aquí?
El capitán de 29 años que se ha jugado la vida horas antes
ante cinco carros blindados para salvar la Revolución, que mantiene el cuartel
general de la GNR cercano rodeado de soldados rodeados a su vez de una
muchedumbre pacífica y exultante, el tipo que no se ha equivocado en el momento
en que no tenía que equivocarse, como un verdadero héroe de novela, el militar
que se entrevistará poco después con Caetano personalmente para aclarar
definitivamente la rendición y que morirá muchos años después, en 1992, de un
cáncer, sin aceptar jamás ningún cargo político, ese hombre, Salgueiro Maia, se
encogió de hombros ante estos dos gerifaltes y sin soltar el megáfono les
respondió:
– Aquí mandamos todos.
* En el día de hoy, 25 de abril de 2012, se cumplen 38 años de la portuguesa Revolución de los Claveles, gesta libertadora hermana de la que los miembros de UCAR-Granada nos consideramos deudores.

** Collage fotográfico en homenaje al capitán Salgueiro Maia, protagonista del artículo precedente y héroe del pueblo portugués. 

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