Luis García Montero
Público
22/01/2012
Hay situaciones que simbolizan el malestar de una época y, más allá de su
significado particular, ponen el dedo en la llaga de un momento histórico. Así
ocurrió a finales del sigo XIX con el juicio seguido en Francia contra el
capitán Alfred Dreyfus. La falsa acusación de espionaje y la condena a la isla
del Diablo tuvo el apoyo decidido del nacionalismo violento y los poderes
antisemitas, pero provocó la indignación de una parte de la sociedad, el sector
más democrático y concienciado. El caso Dreyfus resumía las contradicciones y
las mentiras de la Tercera República francesa.
Ocurrió lo mismo con los debates provocados en España a partir de 1921 por el
Desastre de Annual. La tragedia y su polémica pusieron al descubierto no ya las
corrupciones dentro de la monarquía de Alfonso XIII, sino la corrupción misma de
un régimen fundado en la manipulación de la voluntad popular y en la distancia
entre la España oficial y la España real.
Los juicios contra Baltasar Garzón representan un acontecimiento parecido.
Acusado de forma estrambótica e injusta de prevaricación, con argumentos
jurídicos muy poco sólidos, el debate abierto en la sociedad no tiene más
remedio que volcarse en la situación de la Justicia española. Porque es ahí
donde está el problema. Las consignas mediáticas conservadoras para descalificar
las protestas repiten que, en una sociedad democrática, no conviene interferir
en la independencia de los tribunales y que ni siquiera Baltasar Garzón puede
estar por encima de la ley. Pero es exactamente eso lo que una parte importante
de la sociedad española quiere denunciar: la degradación de la independencia
judicial en España debido a la existencia de intereses partidistas y a la
fermentación de algunas familias de poder que han ido más allá de la propia
existencia de sus asociaciones judiciales.
Aquí no se discute si Baltasar Garzón es simpático o antipático, si resolvió
bien o mal en un caso del pasado o si nos parecen oportunos los jueces estrella.
Se discute si actuó como prevaricador en las instrucciones del caso Gürtel o en
la causa contra los crímenes del franquismo. La opinión de numerosos juristas
nacionales e internacionales defiende las interpretaciones del juez Garzón. Esa
es la prueba evidente de que no existe delito de prevaricación, sino una forma
posible de interpretar la ley.

¿Qué ocurre entonces? El Poder Judicial español descansa en la misma inercia
bipartidista que el juego político. No participar de la disciplina de los unos o
los otros, como caras de un sistema de control, significa quedarse a la
intemperie. El bipartidismo –yo coloco a los míos y tú a los tuyos– ha generado
familias de poder que se autoalimentan y actúan de acuerdo con sus rencores
profesionales. Baltasar Garzón incomodó a algunos jueces llamados progresistas
por sus investigaciones sobre el caso GAL. Hay quien afirma que después de
presentarse a las elecciones con los socialistas y de perder una batalla
interna, no observó un comportamiento muy acertado. Pero en un asunto tan grave
como el terrorismo de Estado contra ETA, conviene recordar que no se trató de
una cuestión de estilo. El problema estuvo en los terroristas que mataban, en
los poderes públicos que asumieron la tortura y el asesinato como vía y en los
que prefirieron cerrar los ojos en sus distintas parcelas de actuación
(políticos, jueces, periodistas, ciudadanos…).
Garzón incomodó también a los
magistrados del bando conservador con sus investigaciones sobre la trama Gürtel,
la corrupción y los crímenes del franquismo. Sin amparo de nadie, a la
intemperie, su caso se convierte ahora en un mensaje social: acabará liquidado
quien se atreva a ser independiente y ponga en duda las mascaradas del sistema.
Es un mensaje más grave hoy que ayer. El PP tiene tanto poder que los órganos
judiciales pueden convertirse en una vivienda unifamiliar.

Aunque la Fiscalía y los mandos policiales avalan sus actuaciones contra una
trama vergonzosa de corruptos, Baltasar Garzón parece condenado. El descrédito
nacional e internacional de la Justicia española es un síntoma. Vivimos en un
reino degradado, con una memoria y unas instituciones degradadas. La
prevaricación es nuestra propia realidad. Somos una mentira. Damos risa.
Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Al hacer clic en el botón Aceptar, aceptas el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Más información
Privacidad