Juan Andrade Blanco*
Público
16/07/2012
Las alusiones a la Transición se han convertido en moneda corriente en los
últimos meses de agudización de la crisis que atravesamos, una crisis que más
allá de su eminente dimensión económica cabría calificar de civilizatoria. Las
alusiones al proceso que en la segunda década de los setenta condujo de la
dictadura de Franco al sistema constitucional hoy vigente han cobrado la forma
habitual de invocación a lo que se supone fue el talante que allanó el camino de
tan arduo trayecto: el consabido “espíritu del consenso”.
Así, no son pocos quienes desde las atalayas mediáticas apelan “a un gran
pacto de Estado” como panacea para salir de la crisis y para cuya cimentación
habría que resucitar el citado espíritu de aquellos maravillosos años. Lo que
llama la atención es que de entre quienes no se suman a este clamor no haya
apenas quienes digan lo contrario, que quizá haya sido el consenso fáctico de
las últimas décadas entre las élites políticas y mediáticas de este país el que,
más allá de la teatralización histriónica de diferencias vanas o de ciertas
discrepancias puntuales en torno a algunos valores cívicos, nos haya arrastrado
a la catástrofe que vivimos. Semejante unanimidad se ha puesto de manifiesto en
el culto a los dogmas neoliberales que precisamente se consagraron en aquellos
años en los que por aquí andábamos transitando, elevados más tarde por unos y
por otros a la categoría de ciencia o de sentido común; hasta que hoy, vistos
sus efectos, quepa encuadrarlos más fácilmente entre las coordenadas de la
cerrazón ideológica y los intereses espurios.
La imagen más cándida de esta sintonía ha sido ver a los supuestos
antagonistas políticos flotando conjuntamente en el ensueño de la burbuja
inmobiliaria y financiera y jactándose al unísono, o cada uno de ellos en el
momento de su respectivo turno de gobierno, de los datos del crecimiento
económico que descansaba sobre una base tan volátil. La sintonía también ha sido
frecuente a la hora de aprobar las privatizaciones o desregulaciones que hoy en
día hacen difícil embridar a la bestia desbocada de los mercados o en el
respaldo sin fisuras a los acuerdos o tratados que, de Maastrich a Lisboa, han
conducido a esta Unión Europea desvertebrada y postrada a los poderes fácticos
que hoy se pretende enmendar. La escena más elocuente de esta unanimidad se
produjo hace un año cuando los partidos mayoritarios y sus socios habituales
aprobaron una reforma de calado que limitaba constitucionalmente el déficit
público y facilitaba con ello la senda de los actuales recortes. Curioso fue ver
cómo de la noche a la mañana se reformaba sin reparos la Carta Magna de 1978, el
texto canónico e inviolable de aquellos años ejemplares cuya suficiencia no
había dejado de afirmarse con extraordinaria beligerancia cada vez que alguien
sugería sus límites o la caducidad de alguno de sus aspectos.
Quienes ahora reclaman el espíritu de la Transición lo hacen invocando una
imagen idílica: la de unos dirigentes políticos con altura de miras que
estuvieron dispuestos a dejar a un lado las desavenencias del pasado y sus
discrepancias partidarias a fin de favorecer el bien común. Pero la realidad fue
mucho más pedestre y nada tuvo que ver con lo que Habermas, el gran teórico del
consenso, llamaría “una situación ideal de habla”, aquella en la que todos los
sujetos en discusión gozarían de idénticos recursos y primaría la voluntad de
entendimiento del contrario. En primer lugar, conviene recordar que no todas las
fuerzas políticas cedieron por igual, sino que, como es lógico, cada una lo hizo
en función de su posición de poder. Lo que no suele decirse es que esta posición
de poder dependió en buena medida de cómo había salido cada una de ellas de la
dictadura: si de los cómodos despachos de Estado franquista o de sus sórdidos
calabozos. Las alusiones a los resultados electorales de las primeras
legislativas de 1977 como fuente de legitimación de esa posición de poder no
pueden ocultar que todo el proceso estuvo condicionado por su arranque, que éste
no entrañó una ruptura democrática con la dictadura y que ello hizo que la
dictadura estuviera muy presente durante todo su proceso de reemplazo. Lo que
resulta innegable es que el chantaje golpista cotidiano de una parte importante
del ejército y de sus bases civiles forzó la cohesión entre las fuerzas
políticas y que este chantaje fue rentabilizado por algunas de ellas en las
negociaciones para amenazar a las contrarias con las calamidades que se
desatarían si no cedían en sus aspiraciones programáticas. También hubo, todo
hay que decirlo, quien en algún momento cedió gratamente por la satisfacción de
pasar de paria en el exilio a ser reconocido públicamente como hombre de Estado.
En cualquier caso, quienes añoran los acuerdos de aquellos años parecen ignorar
(espero que no añorar) el miedo que los indujo. A quienes hoy trazan un
paralelismo entre la gravedad de las circunstancias de entonces y las de ahora
para justificar un consenso se les podría escapar sin quererlo otro paralelismo
entre el ruido de sables de entonces y los ecos de la Espada de Damocles de la
famosa “Troika” en la actualidad, lo cual nos llevaría a reflexionar sobre
cuánto hemos avanzado en estas décadas en términos de soberanía y
democracia.
La Transición ha operado como el mito fundacional de nuestro actual sistema
político, por eso llama la atención que se la invoque con tanta frecuencia
cuando las bases socioeconómicas de este sistema están en descomposición y
cuando su aparato institucional, desde el poder judicial a la Jefatura del
Estado, permite escándalos de tal envergadura que hasta traspasan el denso
blindaje mediático con que se los ha protegido. Los maestros de la historia nos
han enseñado que los relatos sobre el pasado funcionan con frecuencia como una
celebración encubierta del presente y que desde ese presente celebrado se
presentan como regresivas o quiméricas todas las alternativas que se opusieron a
su desarrollo. Ese ha sido el caso de muchas narraciones sobre la Transición,
orientadas a decirnos lo felices que debíamos sentirnos por vivir en una
monarquía parlamentaria y en una Europa capitalista, y esa ha sido la actitud
hacia las opciones políticas que apostaron por caminos alternativos,
desprestigiadas desde un paternalismo condescendiente o una supuesta
superioridad intelectual que cuesta trabajo reconocer como tal. Por eso a medida
que el presente se vuelve más amargo vienen haciendo aguas esos relatos tan
empalagosos de la Transición. Por eso aquellas opciones alternativas desprenden
cada vez más racionalidad cuando se comparan con el cataclismo al que nos ha
conducido el centrismo y la moderación, eufemismos del fanatismo constitucional
y el radicalismo de mercado.
Pero también frente a esas visiones hagiográficas de la Transición ha
proliferado una contrafigura crítica a veces sesgada que sitúa la fuente de
todos los males actuales en aquel pecado original y presenta el proceso de Transición como un mero cabildeo entre élites políticas presionadas sólo por
arriba. Esta visión absuelve de toda responsabilidad al PSOE y al PP de sus 30
años de gobierno y obvia la dinámica de la globalización neoliberal que ha hecho
de la crisis una crisis mundial y sistémica en la que el poder financiero ha
venido confiscando la soberanía de las pocas instituciones susceptibles de
control democrático existentes a nivel nacional, sin construirse otras europeas
o internacionales donde pudiera ejercerse ese control. Pero lo peor de esta
visión es que desprecia la influencia determinante ejercida contra la dictadura
por los movimientos sociales y sus idearios políticos, que, con su presión desde
abajo, fueron el verdadero motor del cambio democrático. Creo que es ahí, en el
excedente utópico que todavía rezuman, en el que cobra sentido invocar la
ejemplaridad de los años de la Transición para reconstruir hoy las bases de la
democracia y la justicia social desde proyectos de emancipación que habrá que
actualizar, y para hacerlo, sobre todo, sin miedo.
* El autor es doctor en Historia Contemporánea y profesor en la Universidad de Extremadura. Recientemente ha publicado “El PCE y el PSOE en [la] transición. La evolución ideológica de la izquierda durante el proceso de cambio político” (Siglo XXI, 2012).
** “La Democracia”, fotografía tomada por el maestro Alberto Schommer en 1987, en la cual posan, de izquierda a derecha, Ana Tutor, Luis Roldán, Fernando Savater, Mario Conde, Cristina Alberdi, Claudio Aranzadi y Joaquín Almunia, todos ellos personajes públicos de la época, símbolos del entonces flamante régimen de la Transición. Las posteriores trayectorias de varios de ellos, marcadas unas por la corrupción y la cárcel, y otras por la mudanza ideológica y el chaqueterismo político, ilustran a la perfección las miserias del sistema que les dio fama y poder.
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