Javier García Sánchez*
El País
06/10/1989
Somos unos cachondos. En el fondo lo somos y lo asumimos con una cierta displicencia. De un tiempo a esta parte se oyen chistes acerca de las gentes de Lepe. Ese pueblo de la provincia de Huelva, tomado a saber por qué extrañas razones como centro de una evidente proclividad colectiva y ovejil al humor, empieza a configurarse, pues, como algo más que una pequeña villa. Día a día adquiere la proporción de un país sorprendente, de Reino del Absurdo, de lo Inverosímil. En la vida social de España, y probablemente esto sucede desde Indíbil y Mandonio, siempre ha habido un Lepe. Un Lepe para descargar adrenalina, para exorcizar miserias, para tener esperanza. Por cierto, aún no se sabe de nadie que haya preguntado a los leperos qué opinan de tanta coña a su costa. Da lo mismo. Han sido elegidos.La reflexión que sigue tiene que ver, en efecto, con lo inverosímil, con lo absurdo, pero también con el deseo. ¿Qué hubiera ocurrido si Robespierre, uno de los impulsores de la Revolución Francesa, hubiese nacido en Lepe? Posiblemente, hoy todo sería distinto. En el año del segundo centenario de la Revolución Francesa puede constatarse que las cosas siguen más o menos como siempre. La diferencia es que ahora, además, la gente de la jet-set y los banqueros están en todas partes y se han convertido en objeto de interés y culto popular. Aprovechando ese centenario se hablará de todo lo referente a esa fase de la historia de Francia y Europa, de todo excepto de Robespierre. La causa es que tal vez Robespierre sea lo menos parecido a un chiste de Lepe que pueda imaginarse. Vamos, lo antilight por excelencia. Y uno, por aquello de especular, no deja de pensar que si el ciudadano Maximilien François lsidore Robespierre hubiera nacido en Lepe, o al menos hubiese pasado unas cortas vacaciones allí, sin duda hubiera afrontado la Revolución con más sentido del humor. No obstante, reconozcamos que la figura de Robespierre, con su obstinado aferrarse a los principios radicales y democráticos que bebió directamente de Rousseau, está empezando a ser sometido a una lenta y justa revisión por la historiografía moderna. Y es que prácticamente todos los revolucionarios franceses tienen su calle o su placita en alguna ciudad del vecino país. Robespierre no. Y eso pasa porque no es nada Lepe. Hasta el energúmeno de Marat, que pedía cabezas y más cabezas burguesas mientras desayunaba, tiene su calle. Un poco cerril y fanático el chico, que desde luego andaba equivocado. Y Danton. Éste incluso ha sido homenajeado por gentes que van desde el dramaturgo alemán Georg Büchner al cineasta polaco Andrzej Wadja, pasando por el severo Romain Rolland. Todo aquel pufiado de hombres que intentó cambiar el mundo, volviéndolo más justo e igualitario, ha tenido su homenaje, su reconocimiento: Camille Desmoulins, Barnave, Lameth, Hébert, Couthon, Carrier, Collot d’Herbois, Heron, Billaud-Varennes, Duport, incluso Saint-Just, mano derecha de Robespierre, quien no hizo sino inocular pureza ideológica a su maestro. Pero Robespierre no. Él sigue siendo maldito entre los malditos, pues reúne en sí mismo cuantos elementos puede -y debe- odiar una sociedad como la nuestra.
Su caso está ahí, para quien se atreva a investigar y ahondar en su trayectoria, en su significado profundo, como muestra descarnada de hasta qué punto la historia miente y nos gesta en los parámetros de esa mentira. Hasta qué punto un personaje relativamente reciente ha sido silenciado, sus palabras tergiversadas, sus ideas cambiadas. La imagen que yo mismo tenía de Robespierre, y recuerdo haberla visto por vez primera siendo aún muy niño, era en un grabado, bebiendo sangre de aristócratas y burgueses en una especie de cáliz. Él, mucho más que Marat o Danton, significaba el Terror, lo que los franceses denominan la Grande Terreur. Sobre este punto habría bastante que discutir y, desde luego, mucho que rebatir. Se nos describe a Robespierre tal que un tipo así como ciertamente vulgar, sin excesiva personalidad ni talento llamémosle político. Miope y bajito. Sin amoríos escandalosos, como Danton. Y, sobre todo, sin ningún sentido del humor. En eso coinciden todos sus biógrafos, los pro y los contra. Sin embargo, su nulo sentido del humor le llevó a ser de una tenacidad lacerante, a ser consecuente con su ideario. En este segundo milenio de historia de Occidente, caracterizado entre otras cosas por el cambio de chaqueta sobre la marcha de muchos y muy carismáticos líderes de opinión, la figura de Robespierre representa todo lo contrario. En parte modificó sus opiniones, varió sus actitudes como puro instinto de supervivencia, pero no cambió ni un ápice sus postulados revolucionarios. Por algo se le conoce por El Incorruptible. Por algo los huesos de más de un reaccionario aún deben temblar en la tumba con sólo oír su nombre. Pero se ha olvidado que antes de votar a favor de la ejecución de Luis XVI, por ejemplo, Robespierre defendió en la Asamblea Constituyente la abolición de la pena capital: “Cada vez que matáis a un hombre, destruís una parte del carácter sagrado del hombre”. Luego, las circunstancias mandaron. Si llega a votar contra aquella regia ejecución, sus días estarían contados. También se olvida que, si bien en una medida indeterminada, estuvo detrás de las ejecuciones de Desmoulins y Danton, tendió cables a ambos para intentar salvarles. No los cogieron, confiados en que la propia dinámica de los hechos les salvaría. Parece ser que tanto Desmoulíns como Danton mantuvieron un cierto sentido del humor hasta los momentos finales. Uno se los imagina contando chistes al estilo de los de Lepe para aliviar la tensión ante la inminencia del cadalso. Robespierre no hacía chistes. Fue consciente de que entre todos habían puesto en funcionamiento la formidable máquina del Terror, y que esa maquinaria se giraba lentamente contra ellos. Dudar un instante era caer de inmediato. Es cuando estalla la pugna entre los Indulgentes y los Extremistas. Él no está ni con unos ni con otros, sino con la Revolución, para lo cual se ve obligado a arremeter contra unos y contra otros. Más allá de leyendas negras, lo único cierto es que Robespierre cayó víctima de la irracionalidad termidoriana porque con todas sus fuerzas intentó poner freno al Terror. Su contradicción fue que desde varios meses antes se había propuesto poner fin al Terror, sí, pero acentuándolo en algunos casos, organizándolo, racionalizándolo. Desde ese mismo momento el Terror empezó a rondarle. Un dato: él fue responsable de la ejecución de Fotiquier-Tinville porque, al parecer, éste “había ejecutado demasiado alegremente”. Un verdugo á la Lepe.

Acosado desde diversos frentes por la Convención, la Comuna de París, sectores de la Asamblea, el propio Club de los Jacobinos y, sobre todo, por el Tribunal revolucionario y el tan temido Comité de Salud Pública, no hizo sino lo que pudo, es decir, ir poniendo parches aquí y allá, intentando salvar lo salvable del espíritu de la Revolución. Al final, en la conjura orquestada en su contra, le acusaron de tirano. “¿Qué clase de tirano puede haber en mí, a quien temen todos los tiranos del mundo?”. La pregunta sigue vigente. Fue, sí, un burócrata de la Revolución. Creyó a pie juntillas -pecado mortal que nunca perdona la historia a quienes, paradójicamente, la hacen más grande- que el fin justifica los medios. Aunque ese fin sea hermoso y los medios desagradables. Arrastrará esas cadenas por siempre.
De cualquier forma, algo molestaba de Robespierre, ya a sus contemporáneos e incluso a sus acólitos. Quizá la noción de que no era un iluminado como Saint-Just, sino más bien un teórico de la iluminación. 0 quizá fuese su aspecto pulido y cursi, de abogado de provincias, lo que tendría que ver, en un sentido metafórico, con lo del cambio de chaqueta sobre la marcha. Él nunca abandonó sus casacas azules o, a lo sumo, verde oliva. Ni sus hebillas estilo Antiguo Régimen en los zapatos. Ni la pañoleta blanca al cuello. Ni sus puños escarolados. 0 quizá molestase su actitud terca ante todo aquello en lo que creía de corazón, defendido siempre entre citas puntuales y viperinas a Tácito, a Cicerón, a Rousseau, a Virgilio, con una perenne semisonrisa en los labios, pequeños y contraídos. Era la suya una mueca helada y a la vez ingenua, tímida, que ponía nerviosos a sus enemigos. 0 tal vez fuera ese modo de ponerse y quitarse los anteojos al debatir o dar lectura a uno de sus interminables discursos, como si sufriera jaqueca de tanto planificar ejecuciones y listas de futuros condenados. Así nos lo inmortalizó Abel Gance, un tanto tendenciosamente, en su monumental Napoleón.

No tuvo sentido del humor ni al final. Los historiadores siempre han mantenido que un soldado le hirió el rostro de un disparo en el momento de su detención. Falso. Se intentó suicidar, pero hasta eso le han negado. También se dijo que en el fondo lo que deseaba era autoproclamarse rey, casándose con la hija de Luís XVI. Apenas se ha escrito, en cambio, sobre que Robespierre pudo haber escapado de la guillotina aquel crucial 9 de termidor, pero no quiso hacerlo, para desconcierto y desesperación de quienes prepararon su huida. Fue consecuente con su papel hasta en ese supremo instante. La fría lógica de la Revolución exigía su final, y él lo aceptó silencioso con gallardía. También avisó a los chacales que le acusaban: “Después de mí vendrá un despotismo militar que acabará con la Revolución. Faltaba poco para el golpe de Estado de Bonaparte el 18 de brumario. No se equivocó en sus previsiones. En su último, y por vez primera exaltado discurso en la Convención, tampoco perdió en exceso la compostura al afirmar: “Creedme. No es un sueño eterno. Yo habría escrito en todos los sepulcros: Por aquí se entra en la inmortalidad.
Nació en Arras y no en Lepe. Eso debe marcar lo suyo. Lo que la historia ha hecho y sigue haciendo con Robespierre es el peor chiste lepero que pueda concebirse. Él es sólo un síntoma, uno entre tantos. En cualquier caso su ejemplo debiera servirnos para ser conscientes de que nuestro presente también será leído por las generaciones futuras. Y lo será tal y como quieran quienes manden entonces. Porque hoy, como antaño, en cierto sentido la historia siguen escribiéndola los servidores del poder. Prueba fehaciente de ello es que uno puede ser guillotinado -simbólicamente, pero en el acto- si osa atacar exactamente aquello que ataco Robespierre. Que el lector deduzca a qué nos referimos.
Ahora sólo cabe optar por el silencio, resentido y cobarde, porque en el fondo carecemos de verdadera fe y preferimos conservar el pellejo. También, a qué negarlo, porque siempre queda la alternativa, la posibilidad aislada y en cuentagotas, de esbozar una sonrisa con el último chiste de Lepe para, de esa forma, intrigando en las sombras, no perder del todo la esperanza de que algo cambie algún día. De que lo haga realmente y para siempre.
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