José Vidal-Beneyto*
El País
06/11/1995
Apenas veinte años después de la muerte del dictador comienza a prosperar en
la historiografía española la tesis de que el franquismo fue un antecedente
necesario de la democracia y la transición una operación intramuros del régimen,
endógenamente franquista, sin mancha exterior. ¿Cómo es posible que el
franquismo como predemocracia y la transición inmaculada, esos dos disparates
doctrinales, y sobre todo esas provocadoras falsificaciones de la realidad,
tengan circulación histórica y mediática en una España que todavía es
democrática y cuando aún viven muchos de los protagonistas de ambos procesos? Las 34 instauraciones/transiciones a la democracia que se producen en
la segunda mitad del siglo XX, y que deberían acabar con la pretensión de que la
nuestra fue única y ejemplar, han dado lugar a numerosos estudios empíricos y a
un vasto corpus teórico. Sus compiladores más notorios, desde Sclimitter y
O’Donnell en América a Hermet y Morlino en Europa, consideran que sus rasgos
principales son: que se hacen siempre desde arriba y al hilo de la evolución
social y económica de los países concernidos; que sus actores principales son
las estructuras políticas formalizadas -partidos e instituciones-, teniendo las,
fuerzas populares sólo una participación coyuntural y adjetiva; que su
instrumento privilegiado es el pacto entre los líderes; que su condición
esencial es la condonación y el olvido del pasado autocrático por obra de los
partidos históricamente democráticos.
Agrego, y pienso que los autores citados lo suscribirían, que, en el bloque
occidental, todas esas transformaciones ocurren con el beneplácito y bajo el
control de Estados Unidos. Y, finalmente, añado que las transiciones, según que
los ocupantes de la cúpula política cambien o sigan siendo los mismos, se
dividen en transitivas e intransitivas. Checoslovaquia y Vaclav Havel son el
paradigma de las primeras. España, con un jefe de Estado y un jefe de Gobierno
que van, directa y gloriosamente, de la dictadura a la democracia, son expresiva
ilustración de las segundas. Esta afirmación atenida a los hechos no apunta a
descalificación personal alguna. Es más, cuando a mediados de los ochenta conocí
a Adolfo Suárez me pareció un demócrata sincero, y mi colaboración actual con
dos españoles eminentes que estuvieron muy próximos a él me confirma en esa
opinión.
La transición española, por lo demás, ha sido también objeto de una sostenida
atención bibliográfica. En su abrumadora mayoría, alineada con la tesis
académica dominante a que acabo de referirme. Quienes disienten de esa lectura
han sido condenados a la inexistencia. La versión canónica del PSOE sobre la
transición, publicada por su casa editorial y coherente con esa condena,
ignora, entre las más de ochocientas referencias recogidas, todos los textos de
la izquierda revolucionaria, excluida ETA, y obviamente, a los independientes:
García-Trevijano, Calvo Serer, Tristán La Rosa, etcétera. Todos tachados,
inexistentes. En mi caso, ni siquiera se recoge el número monográfico de la
revista francesa Pouvoirs de 1979 que coordiné conjuntamente con
Caracasonne y Hermet y que, en este tema, es cita obligada en el vecino
país.
En cualquier caso, lo que importa es señalar que, en esa casi unánime
interpretación, la lucha popular por la democracia es, apenas, un telón de fondo
para la acción negociadora de los partidos, que dicen ser los únicos capaces de
conferir viabilidad al proceso y legitimidad a sus resultados. La movilización
ciudadana en la España de los años 1972-1977, tan notable si la comparamos con
la apatía política que regía en ese tiempo en las democracias occidentales, y
tan patente para quienes la vivimos de cerca, ha sido y sigue siendo,
obstinadamente, negada por casi todo el mundo.
Un analista tan brillante y poco sospechoso de conformismo partidista como
Ignacio Sotelo, que ya me reprochó la supervaloración de ese fenómeno cuando se
presentó en 1981 mi Diario de una ocasión perdida, ha reiterado el
argumento, en un reciente artículo en este periódico, al atribuir la
supuestamente escasa presión popular durante la transición a falta de
responsabilidad social cuando, al contrario, el fin de la vigorosa acción
ciudadana fue de la exclusiva responsabilidad de los líderes políticos. Porque
fueron ellos quienes, en el acto de creación de Coordinación Democrática,
decretaron la desmovilización de las bases al exigir que para cualquier acción de
masas, fuese necesario el acuerdo previo de todos sus componentes. Lo que era
impracticable y dio la calle a Manuel Fraga, que la quería para él solo.
Movilización proteica y múltiple de numerosos ámbitos sociales y profesionales,
movilización que no era comunista, sino antifranquista, que no seguía al PCE,
sino sobre la que el PCE cabalgaba y que por ello -y ése fue el error de
Santiago Carrillo- no podía traducirse automáticamente en votos.
Quedaron, pues, con ello los partidos como legitimadores únicos de la
transición española. Pero los liberales y democristianos murieron enseguida a
manos de UCD; el capital democrático del PCE lo utilizaron sus dirigentes para
enterrar la memoria de la resistencia y para pagar su cuota de entrada en el
consenso heredofranquista; la corrupción y el GAL han convertido al PSOE en un
referente democrático inutilizable.
Además, en nuestra sociedad desmemoriada, sometida al imperio de lo efímero,
el presente lo invade todo y, así, la pérdida de legitimidad de las fuerzas
democráticas en la España de hoy tiene, retroactivamente efectos compensatorios
para la España de entonces. La ignominia de estos 23 muertos del GAL neutraliza
la infamia de aquellos miles de fusilados de Franco. El fervor denunciante de
los crímenes antidemocráticos a que estamos asistiendo por parte de los
herederos de la victoria tiene en su reverso el propósito implícito de
igualarnos a todos en la abyección. Todos igualmente deslegitimados, todos
igualmente indignos.
Desaparecida la legitimación, queda como criterio exclusivo la legalidad. Con
lo que la transición se convierte en una operación institucional, es decir, en
un manejo técnico legal capaz de autotransformar la dictadura en democracia.
Operación que comienza a principios de los setenta, en el seno del Movimiento,
con el intento de pluriformizar el partido único franquista, en
expresión de Fernández-Miranda, su secretario general, mediante la creación de
unas asociaciones políticas dúctilés y fiables. Intento que se prolonga al hilo
del llamado desarrollo político y cuyo eje central es considerar que las leyes
fundamentales de la dictadura -la legalidad autocrática- son la única vía
practicable, el único instrumento eficaz para la democratización.
Opción en la que coinciden gentes de dentro, situadas en la constelación
aperturista del régimen como Iglesias Selgas, Orti Bordás, Martín Villa, Gabriel
Cisneros, etcétera, y de su periferia como Herrero de Miñón y Jorge de Esteban.
Opción de continuismo reformista que acaba prevaleciendo y encuentra en la Ley
de Reforma Política su expresión más acabada. La perspectiva de autosuficiencia
de lo legal en que esa opción se sitúa ha acabado constituyéndose en el
principio, últimamente determinante, de la democracia española. Reforzado por la
juridización general de los países desarrollados en los años ochenta -cuando voy
al baño, le oí decir al presidente de una multinacional, me llevo a mi abogado
por si acaso- lo legal será, en la España democrática, el referente, por excelencia de todos los comportamientos. Ni ética ni legitimidad, basta con la
legalidad. Puede hacerse todo lo que no puedan condenar los tribunales. ¿Hace
falta poner ejemplos?
Los franquistas democratizadores/democratizados en 1977 reivindican la
legitimidad de su proceso con el mismo argumento que los hitlerianos en 1933: la
victoria en las urnas. Pero con menos razón. Porque nuestros victoriosos
conversos dispusieron, casi en solitario, de los medios de comunicación, sobre
todo de la televisión pública, así como de la organización territorial y
logística que les dejó el general Franco, lo que les confirió una inalcanzable
ventaja frente a sus oponentes demócratas. El estudio de la desigualdad
preelectoral entre unos y otros está todavía por hacer. Por otra parte, el libro
del profesor Braud El sufragio universal contra la democracia, con
independencia de la provocación del título, es un convincente análisis
histórico-político sobre las relaciones entre legitimidad electoral y
legitimidad democrática que completa las reflexiones teóricas de Habermas sobre
el mismo tema y prueba la imposible equiparación entre ambas.
El otro gran argumento en favor de la modalidad autotransformadora es el del
riesgo de desbordamiento por la izquierda, con la reacción militar e
involucionista que hubiera provocado. Argumento inverificable en nuestro caso,
como en todas las reconstrucciones ex post, pero que no resiste la menor
consideración analógica. El rápido e implacable degüello de la revolución de
los claveles
muestra que Estados Unidos no estaba para ensayos
revolucionarios y que, por tanto, la deriva izquierdista no tenía posibilidad
alguna de prosperar. Sobre todo, dada la extrema moderación del mundo del
trabajo y del ciudadano de a pie, en la que todos los estudios y sondeos de
aquellos años coinciden de forma unánime. Concluyo con un ruego a los
historiadores del presente y a los periodistas de investigación para que
aprovechen la moda transicionista de estos meses con el fin de esclarecer
algunos puntos importantes de ese proceso. ¿Qué papel efectivo tuvieron la CIA,
el servicio de información del Departamento de Estado de EE UU, la Embajada
norteamericana en Madrid, Giscard d’Estaing, y las Internacionales liberal,
democristiana y, en especial, socialista en la transición española? ¿Estaba el
PSOE dispuesto a entrar en la autotransición sin la legalización del PCE? ¿Qué
complicaciones hubo y quién fue su valedor en los asesinatos de Montejurra? La
desmovilización popular a que me he referido antes ¿fue resultado de una
convergencia implícita o de un pacto explícito? Y si pacto hubo, ¿quién pactó
con quién y cuál fue el precio? ¿Qué presiones hubo y quién las administró para
que no se legalizase al partido carlista ni a la izquierda revolucionaria? ¿Qué
torturadores y qué confidentes de la policía franquista han visto recompensados
sus servicios en la democracia? Y tantas otras.
Ruego que es expresión de una esperanza. Que se le devuelvan a la transición
sus manchas democráticas.
* Pepín Vidal-Beneyto (1927-2010) fue un filósofo, sociólogo y politólogo español, activo conspirador contra el
franquismo y fundador de la Junta Democrática. Fue uno de los críticos más
impenitentes de la Transición y del régimen monárquico derivado de la misma.
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