José Vidal-Beneyto*

El País

26/10/1996

Hablo del timo de la memoria democrática. Todo comienza con el decreto de
amnesia general que imponen, sin necesidad de promulgarlo, las cúpulas de los
partidos políticos al inicio de la transición. Unos, los líderes del PCE,
formados en la permanente automanipulación de su historia, esconden sus
credenciales antifranquistas, convencidos de que el esplendor de su presente
depende de la ocultación de su pasado, cuando sólo las cicatrices de ese pasado
de lucha contra el franquismo, pueden fundar el presente de su condición
democrática. Otros, los beneficiarios de Suresnes, con la bandera del PSOE en la
mano, sitúan ese pasado en una lejanía suficientemente remota y
prestigiosa,-Pablo Iglesias y los 100 años de honradez- para que, al mismo
tiempo, vele la irrelevancia de su bisoñez y pueda funcionar como garante del
consenso heredo-franquista. Los terceros, los aperturistas del Movimiento
Nacional, cuando se aprestan a coger el último barco para la democracia piensan,
precautoriamente, que lo mejor que pueden hacer es llegar vacíos de equipaje y
sepultan en el fondo de sus memorias sus pasados franquistas.
Así, todos a una, los aparatos de los partidos imponen a los españoles un
comportamiento colectivo análogo al del síndrome de Korsakov en los individuos.
Comportamiento que, por una parte, produce la implosión del contenido de los
acontecimientos -las ignominias de la larga noche franquista- e impide su
fijación, y por otra, bloquea la rememoración de todo lo acontecido antes de un
determinado hecho -las, elecciones de junio del 77 para los franquistas
conversos, la victoria electoral del PSOE, en octubre del 82 para los
socialistas, de la democracia, etcétera- y les permite volver a nacer
políticamente, prístinos e impolutos.
Esa ablación total de la memoria ha hecho posible la autotransformación del
franquismo y con ella la legitimación democrática de su élite económica y de su
clase política más allá de sus glorias y villanías, de sus logros, su botín y
sus desmanes. La eficacia del tratamiento ha sido tal que ha llevado al ministro
de Defensa a pedir, con toda seriedad y coherencia, que se aplique otra
inmaculada transición a los crímenes y tropelías de nuestra democracia. Ahora
bien, no se puede acreditar a los actores y recusar el escenario o desacreditar
la obra. Por la brecha que abre la conversión de los franquistas entra el
franquismo convertido en predemocracia. Desde luego con unos pequeños ajustes
eufemísticos que forman parte, ya para siempre del libro de estilo de nuestros
medios de comunicación. A la autocracia franquista se la llamará, en adelante,
el régimen anterior, y, a veces, con total impropiedad histórica, el
antiguo régimen, que fue un periodo muy otro de nuestra historia. Por
la misma razón, nuestros diarios se referirán a la actividad política durante el
franquismo de los dignatarios del régimen actual, en términos de su, carrera
en el régimen anterior;
nuestros periodistas celebrarán el europeísmo de
Salvador de Madariaga instituyendo un premio que lleva su nombre y callarán con
ocasión de su entrega el papel protagonista que tuvo en el contubernio de
Múnich;
ni un solo periódico mencionará la ejemplar conducta
antifranquista de Buero Vallejo, cuando, últimamente, el mundo español del
teatro le rindió, en su 80º aniversario, un bien ganado homenaje; la lucha
contra el franquismo de la izquierda española se degradará en el sainete de la
peluca de Carrillo -devuélvame la peluca, don Rodolfo, y quédese con todo lo
demás-; y así un largo etcétera de eufemismos de ocultación y
silenciamiento.
Pero si el régimen anterior fue una predemocracia, los franquistas, perdón,
los anterioristas fueron necesariamente unos demócratas predemocráticos, que la
historiografía dominante, comienza a entronizar como los auténticos precursores
de la democracia. Fueron ellos, nos aseguran sus heraldos atrincherados en la
gloriosa transición, quienes lograron la transformación política de la dictadura
y no unos españoles residuales, medio ilusos, medio resentidos, que, en el exilio o en el aislamiento interior, ni tenían apenas influencia ni capacidad
alguna de acción, como de mostraron los resultados del referéndum para la
reforma política. Fueron ellos y sólo ellos quienes trajeron la democracia, pues
la transición fue suya y por eso su pasado de
franquistas-antecedentes-necesarios-de-la-democracia merece ser
democráticamente reivindicado.
Se ha cerrado el círculo. Se ha ocupado el espacio. Del sepultamiento de la
memoria hemos pasado a su suplantación. Nosotros no existimos puesto que
existieron ellos. No como franquistas sino como predemócratas, como demócratas
futuros, que era, nos dicen, el modo más efectivo de ser demócratas entonces.
Ese es el timo. No estoy haciendo análisis-ficción, estoy relatando hechos. Sólo
un ejemplo. La saga política de Torcuato Fernández-Miranda que, con Lo que
el Rey me ha pedido,
comienza por el final, es, a este respecto,
paradigmática. Hasta en sus vendettas. El próximo volumen nos explicará
que cuando Franco, en octubre de 1969, decide resituar en primera línea al
Movimiento Nacional, con el fin de crear un contrapeso a los tecnócratas del
Opus Dei abrumadoramente mayoritarios en su decimocuarto Gobierno, y ofrece su
Secretaría General y un puesto en el Gabinete a Fernández-Miranda, éste lo
acepta con el único propósito de hacer del Movimiento Único la catapulta del
pluralismo democrático. Como demuestra el lanzamiento de Adolfo Suárez seis años
después, en el Gobierno Arias de diciembre de 1975, a la función de ministro
secretario general del Movimiento, primero, y a jefe nacional (1976) después,
para desde allí, de “la ley a la ley” como gustaba decir el profesor Fernández-Miranda y nos recuerdan sus panegiristas, pasar a presidir el primer Gobierno
democrático.
Aún más enjundiosa será la explicación de su impulso democratizador como
director general de Enseñanza Media, primero, y Superior, después, en los
oscuros años 52 al 59. Pero todo lo andaremos. Y tras don Torcuato vendrán otros
y otros egregios colaboradores del dictador. Hasta que un día, que Dios quiera
tarde mucho, enterremos a don Manuel Fraga, con los máximos honores de la
democracia, en la basílica del Valle de los Caídos entonces ya convertida en
Panteón de los grandes demócratas, que para eso la construyeron
premonitoriamente los reclusos demócratas primitivos.
Atribuir lo que precede a secuelas de una incurable frustración personal o al
síndrome del camisaviejismo es errar el tiro. Al contrario, el razonable grado
de satisfacción que, años aparte, me depara la vida, por nada se ve más
confortado que por las satisfacciones que producen las incorporaciones a la
trinchera democrática de quienes antes se situaban, por sí mismos o su
filiación, en la de enfrente. Pues el mayor triunfo de un ideal es que lo abrace
quien antes lo combatía.
El intelectual francés Claude Roy había militado en Acción Francesa y había
escrito en la prensa antisemita. Cuando en 1941, al entrar en la Resistencia, se
lo dijo al gran escritor Aragón, éste le contestó: “Mire usted, lo importante no
es de dónde se viene, sino adónde se va y por qué”. Ese por qué que tan
admirablemente nos contaron Dionisio Ridruejo en Escrito en España y Casi
unas Memorias y Pedro
Laín en Redoble de conciencia. Ese por
qué
que nos deben todos los conversos demócratas, fuesen líderes sociales,
grandes nombres de la prensa y la cultura o políticos del franquismo, y de modo particular
Adolfo Suárez que para eso lo hemos instituido en valedor principal de nuestra
concordia democrática. Ese por qué que descalifica las descalificaciones
dictadas so pretexto de oportunismo, por los demócratas de toda la vida, más por
necedad que por sectarismo. Criticar desde una opción democrática el
acercamiento de José María Aznar a Azaña, la visita a Alberti de Esperanza
Aguirre o las incursiones en nuestro pasado democrático de Alberto
Ruiz-Gallardón y de su equipo, es un puro contrasentido.
Lo deseable es que esa circulación de los nuevos prosélitos por los diversos
referentes del pluralismo democrático español se alargue e intensifique y que
haga suya la historia de nuestra lucha por las libertades. En la que están,
estamos, todos los que estuvimos: los monárquicos de Unión Española, los
anarquistas, los republicanos históricos, los liberales conservadores, los
comunistas, los demócratas cristianos, los socialdemócratas, los libertarios,
los socialistas, los nacionalistas, los cristianos progresistas, los demócratas
radicales, los sindicalistas de base, todos.
Y ¿por qué la reivindicación de esa lucha no ha de poder hacerse desde
posiciones de centro derecha? ¿Desde qué opción la hizo el general De Gaulle?
Ésa es la última reconciliación, la que tenemos aún pendiente. Quienes venían
del franquismo legalizaron a los que habían luchado contra él, aceptaron sus
principios y valores y juntos formaron la clase política actual. Ahora sin
fintas ni timos tienen que asumir su historia. No se trata de nostalgias seniles
ni de anacrónicos ajustes de cuentas, sino de fundar definitivamente en ella
nuestra identidad democrática. Por eso hay que preservar todo lo que alimente
nuestra memoria democrática y estimular a que la hagan posible quienes fueron
sus protagonistas. Antes de que desaparezcan. Enric Adroher (Gironella), Antonio
Amat, Joaquín Satrústegui, Horacio Fernández Inguanzo, Jesús Prados Arrarte,
Félix Carrasquer, Josep Pallach, Cipriano García, Carmelo Cembrero, Juan Antonio
Zulueta, Ignacio Gallego, Justo Martínez Amutio, Manuel Ramos Armero, José Prat
Pere Ardiaca, Félix Pons y tantos otros que nos han dejado llevándose con ellos
la memoria de su lucha. Es imperativo recuperarla y evitar que suceda lo mismo
con quienes están, estamos ya en capilla. Hemos de acometer la tarea de acopiar
y salvaguardar los materiales existentes y de producir otros nuevos, realizando
entrevistas y vídeos, suscitando memorias y textos, promoviendo investigaciones
y tesis, multiplicando las lecturas de una historia que no puede ser monopolio
de los partidos. Porque disponemos de una versión demócrata-cristiana-ucedista
que nos viene de la mano de Javier Tusell; de una versión socialdemócrata que nos
ha proporcionado Raymond Carr y Juan Pablo Fusi; de la versión ortodoxa psoeísta
que propaga la editorial Sistema y las distintas fundaciones de la misma
obediencia; de las sucesivas y no precisamente idénticas versiones de origen
comunista. Todas ellas, sin duda alguna, legítimas, pero, por propia opción,
parciales y partidarias, formando una constelación abierta y fragmentaria que
exige ser colmada e integra da con muchas otras lecturas de esa misma realidad
pasada.
Pero ¿cómo movilizar la voluntad de los protagonistas de esa realidad y de
los otros historiadores, cómo poner a su disposición los recursos públicos y
privados necesarios para llevarla a cabo? La sociedad y el Estado no pueden
sustraerse a esa responsabilidad. Porque la memoria de la lucha por la
democracia no sólo forma parte del patrimonio individual de las personas, sino
que es también un bien común de todos los demócratas y de la comunidad política
que tal se declara.
La memoria democrática tiene una constitutiva condición pública que conlleva
obligaciones indeclinables, hoy lamentablemente olvidadas. Es, por ejemplo,
inadmisible que, en casi veinte años, ningún Gobierno, y sobre todo los del
PSOE, a quien tanto se ayudó, haya dado públicamente las gracias a uno
solo de los países, organizaciones y personas que sostuvieron durante tanto
tiempo el combate por la democracia española. No hay identidad que no esté
anclada en un pasado. El deber colectivo de memoria, la obligación pública de
constituirla corresponde al derecho individual de reclamarla, a la posibilidad
personal de ejercerla. Sin, timos ni trampas. El derecho a. la memoria es uno de
nuestros derechos esenciales. Del que no puede privársenos.
http://elpais.com/diario/1996/10/26/opinion/846280807_850215.html

* Pepín Vidal-Beneyto (1927-2010) fue un filósofo, sociólogo y politólogo español, activo conspirador contra el franquismo y fundador de la Junta Democrática. Fue uno de los críticos más impenitentes de la Transición y del régimen monárquico derivado de la misma.

** Fotografía de la toma de posesión del primer Gobierno de la Monarquía juancarlista en la escalinata del palacio de La Zarzuela, realizada a mediados de diciembre de 1975, apenas tres semanas después de la muerte de Franco. Flanqueando al monarca posan Carlos Arias Navarro y Manuel Fraga Iribarne, entonces presidente del Gobierno, y vicepresidente segundo y ministro de la Gobernación, respectivamente. Junto a un sonriente Arias, pone cara de circunstancias el teniente general de Santiago y Díaz de Mendívil, vicepresidente primero para Asuntos de la Defensa. En segunda fila aparecen José Solís Ruiz, ministro de Trabajo, y José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores. Un escalón más arriba posan distraídos Adolfo Suárez y Rodolfo Martín Villa, titulares a su vez de la Secretaría General del Movimiento, y de Relaciones Sindicales. En lo más alto de la escalera destaca Leopoldo Calvo-Sotelo, a cargo entonces de la cartera de Comercio.

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