Luis Arias Argüelles-Meres*   
12/03/2013
“Y nuestros partidos de Gobierno no son más que unas cuantas familias que viven acampadas sobre el país, presidiendo esta orgía, trasmitiéndose de generación en generación, de nulidad en nulidad, los grandes puestos, con una impudicia execrable, que toman en boca los nombres de patria, justicia y libertad para sostener la mentira sin que se quemen sus labios”. (Azaña)
Cada vez está más claro que, a pesar del carácter descaradamente cortesano de muchos medios, la Monarquía no sólo está dejando de ser un asunto tabú, sino que además las encuestas vienen atestiguando que su desprestigio va en aumento. No cabe ninguna duda de que la escandalera originada en torno a las actividades empresariales del yerno del actual jefe del Estado contribuye decisivamente a ello, así como la desafortunada cacería de elefantes en un momento en que la crisis golpea duramente a la ciudadanía.
Dicho esto, convendría no dejarse llevar por lo aparatoso y estridente, centrando la cuestión en argumentos racionales y profundos. Para empezar, decantarse por el republicanismo no tiene por qué ser la consecuencia de comportamientos poco edificantes por parte del Monarca o de sus familiares. No existe ninguna garantía -perdón por la obviedad- de que un presidente de la República nunca incurriese en corruptelas. Distinta cosa es que la podredumbre de nuestro sistema tenga mucho que ver con la forma en que se forjó la transición. De ahí, los vasos comunicantes que conducen a la ruina y a la indignación.
Para apelar a la República, hay que tener en cuenta nuestra propia historia. Las palabras que encabezan este artículo las escribió Azaña en 1911. Y podrían ser esgrimidas aquí y ahora. Entonces, como en este momento, la Restauración borbónica estaba totalmente desprestigiada, y, con ella, los principales partidos que la habían sustentado. No es nueva -vive el cielo- la desafección política.
Para apelar a la República es obligado ser conscientes de los peligros que trae consigo el rechazo a la política. A este respecto, hay unas palabras de Azaña, pertenecientes al mismo texto de la cita anterior, tan certeras como actuales: «No odiéis ni os apartéis de la política, porque sin ella no nos salvaremos. Si política es arte de gobernar a un pueblo, hagamos todos política y cuanta más mejor, porque sólo así podremos gobernarnos a nosotros mismos e impedir que nos desgobiernen otros».
Y es que la presente situación, entre los inquietantes riesgos que comporta, puede derivar en un golpe tecnocrático a la italiana, o en un triunfo populista, que harían cierto el tópico de que cualquier situación, por mala que sea, siempre resulta susceptible de empeorar.
Apelar a la República conlleva, como antes dije, memoria, la misma que el franquismo sepultó y que la transición destinó a sótanos y desvanes llenos de mugre y polilla. Memoria del significado del republicanismo español que apostaba, sin titubeos ni tibiezas, por una sociedad más justa y más culta.
Apelar a la República implicaría también regeneración. El problema no está, ni mucho menos, en la política, sino en los políticos actuales profesionalizados, que -¡oh, paradoja!- se encuentran atrincherados en los búnkeres de sus privilegios, y no abandonarán tan provechosos enclaves en tanto la ciudadanía no se plante con dignidad y determinación.
Y es que, hablando de política, aquí hay cosas vergonzantemente atípicas: una derecha, fundada por un ex ministro de Franco, y, frente a ella, una izquierda de siglas, el PSOE, que aceptó el papel de partido sagastino, que renunció a reivindicar no sólo su memoria, sino también sus postulados más irrenunciables, que tienen mucho que ver con la apuesta por la enseñanza pública de calidad y con el rigor y la honestidad de los dirigentes políticos.
Y es que, hablando de política y de vida pública, sólo hay un vivero posible para esa regeneración que tanto se invoca, y ese vivero es la ciudadanía que se sienta implicada en todo lo concerniente a cómo se administra y gobierna su país. Y de ese vivero, en el mejor de los supuestos posibles, saldrían gentes que ventilasen la atmósfera viciada de los partidos existentes, o bien que creasen otras formaciones políticas para nuestro aquí y ahora.
No tengo ninguna duda del fracaso de esta 2.ª Restauración borbónica en la que estamos. No tengo ninguna duda acerca de la pertinencia de apelar al republicanismo. No oculto que el ver flamear banderas tricolores en las manifestaciones me reconforta y hasta me emociona.
Pero estoy completamente persuadido de que aquí no serviría, como en la transición, una reforma lampedusiana que pusiese de presidente de la República a personajes como González o Aznar. Sería otra pantomima menos duradera que la que se pactó tras la muerte de Franco. 
Apelar a la República comporta la ruptura que no se hizo en la transición y que podría llevarse a cabo en el momento mismo en el que la ciudadanía tomase la antorcha de su propio destino, sin maquillajes, sin cambios cosméticos; con la lección bien aprendida del pasado, del más reciente y también del más lejano, que tantas infamias recibió y sigue recibiendo.
Me consta que las apelaciones de las que vengo hablando están en marcha; falta hace que no haya desmayos en las voluntades y que la ciudadanía las haga suyas con una irrenunciable apuesta de futuro.

http://comunidades.lne.es/blogs/luis_arias_arguellesmeres/apelaciones_a_la_repblica-9150.html

* Luis Arias Argüelles-Meres es profesor de Lengua y Literatura en el Instituto “César Rodríguez” de Grado (Asturias). En 2003 la Asociación Manuel Azaña le concedió el “Premio a la Lealtad  Republicana”.   

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