08/07/2013
Durante mucho tiempo, en Europa, la clase obrera representó una enorme masa de población asalariada. Aquella clase obrera, que trabajaba en fábricas y se organizaba en sindicatos y partidos que la representaban como clase, era la identificación del pueblo para los socialistas, los anarquistas y los comunistas. Aquella clase obrera, mayoritariamente masculina, urbana y vestida con mono de trabajo, representaba el sujeto de avance hacia el progreso, era la artífice de la extensión del sufragio y de los derechos sociales y la punta de lanza hacia una sociedad mejor.
Pero como dice
Owen Jones en su imprescindible
Chavs, un trabajador varón con mono azul y carné sindical pudo ser un símbolo apropiado de la clase trabajadora en el pasado, pero hoy su mejor representante sería una reponedora mal pagada y a tiempo parcial. El trabajo ha cambiado y una de sus consecuencias ha sido el progresivo debilitamiento político y social de las clases obligadas a trabajar para vivir. El grueso de esos obligados a trabajar para vivir sin muchas comodidades, en la más absoluta precariedad o incluso en la pobreza, ya no puede identificarse con un sector específico de los asalariados vinculados a la industria. Sin duda estos últimos siguen existiendo y es conmovedor ver a la izquierda más nostálgica llegar al orgasmo, cuando trabajadores sindicados de los astilleros o de la minería defienden con sus familias los puestos de trabajo y a sus comunidades frente a los antidisturbios. Pero ni los mineros, ni los trabajadores de astilleros, por mucho que les admiremos, son hoy los que mejor representan a los que deben trabajar para vivir. Los que hoy están en la base de la estructura económica son irreductibles a una sola unidad simbólica; son teleoperadores, parados, empleadas del hogar, camareros, enfermeros, trabajadores públicos de los que cobran menos del mil euros, profesores interinos, estudiantes que ponen copas en negro para pagarse la matrícula, chavales que reparten pizzas, cincuentones que jamás volverán a encontrar trabajo, migrantes que trabajan en la agricultura, que se prostituyen, que venden dvd´s o que cuidan ancianos, falsos autónomos, pero también quien monta un bar con unos amigos, o una cooperativa, o una pequeña empresa de servicios informáticos, o la señora de la tienda de fruta, o un agricultor. Esos son los de abajo y sólo la miopía de cierta izquierda puede insistir en agruparles a todos bajo la etiqueta de obreros e invitarles a afiliarse a los sindicatos (ojala pudieran). Muchos de ellos ni siquiera pueden ejercer su derecho a la huelga y, sin embargo, ellos son el pueblo, ellos son los que pagan impuestos (no como los ricos) y los que sacan el país adelante.
Desde que salgo en las televisiones grandes percibo dos tipos de público bien diferenciados. Por una parte está la gente de izquierdas de toda la vida, más o menos militantes, pero gente formada políticamente. A algunos les parece bien que discuta con los periodistas de la derecha en los grandes medios, otros consideran que no tiene sentido que me rebaje a participar en ese tipo de formatos; algunos disfrutan escuchando argumentos de izquierdas y otros echan en falta que no proponga en La Sexta, en Cuatro o en Intereconomía la instauración de un sistema socialista (realmente existente), o que no explique lo que es la plusvalía según la teoría del valor-trabajo.
Pero hay otro público con el que no me había relacionado hasta hace unas pocas semanas. Los que me paran por la calle y, sin concesiones a lo políticamente correcto o al lenguaje no sexista, me dicen “Ole tus cojones” y me dan un abrazo; los que me escriben larguísimos mails contándome las historias de sus hijos que se han quedado sin beca, o de sus padres que están demasiado mayores; el taxista que me trae de La Sexta a casa y me cuenta que en diciembre el taxi le dio sólo 400 euros metiendo 12 horas al día; el tipo que twittea que
Revilla y yo haríamos un buen tándem (como lo oyen); la quiosquera que me reconoce y me dice “no consientas que esos te vuelvan a interrumpir, si les tienes que dar un bofetón se lo das”; el chaval que me para para hacerse una foto conmigo, porque en su casa “van a flipar”, y me cuenta la rabia que sintió cuando escuchó a
Alfonso Rojo decir que una matrícula universitaria cuesta cuatro cañas; el técnico que me pone el micro en un plató y me susurra “cómete a esos cerdos”; el cámara que me guiña el ojo y me levanta el pulgar; el revisor del tranvía de Bilbao (afiliado a la CGT) que me reconoce y se baja del tranvía para acompañarme al bar donde me esperaban; el trabajador de las autopistas que se baja de su garita y me grita “dales caña”… Y así el anecdotario no terminaría nunca.
¿Son ellos la clase obrera llamada a asaltar los cielos? No lo sé pero tengo claro que son los de abajo y que a ellos hay que dirigirse.
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