Las tardes amarillas son mi mejor recuerdo de Granada. Durante varios años, los más excitantes de mi carrera universitaria –pero aún más los de mi carrera extrauniversitaria– vivía en un piso desde el que se veía cómo, a media tarde, la luz del Sol teñía de amarillo los pisos blancos frente a mi ventana. Era la hora en la que más concentración en el estudio tenía. Si paraba cinco minutos, embotado, a mirar por la ventana aquella luz amarilla, no había quien me parara hasta bien entrada la noche.
Claro está, aquella luz amarilla no es el único grato recuerdo que tengo de Granada. Había muchas ventanas a través de las que embobarse. Muchas veces me quedaba mirando a la ventana mientras mis compañeros entablaban sesudas conversaciones. O a mí me lo parecían. Organizábamos unos cafés republicanos, algo que hoy echo en falta, un punto de encuentro donde mirábamos cara a cara la vida y nos atrevíamos a resolver las preguntas que nos lanzaba, con ese ánimo que nos daban los veintitantos. La única pregunta que se me grabó, paradojas de la vida, nos la lanzó un joven de esos que peinan canas, uno al que tampoco he dejado de apreciar, quizá porque me enseñó a mirar cara a cara a la vida y no se cansa de responderle.
Ha pasado el tiempo y aquella pregunta que nos lanzó me retumba de cuando en cuando, como si sintiera algún tipo de culpa por haber mirado tanto a la ventana en vez de haber escuchado a mis camaradas, en vez de haberla respondido: ¿Qué valores tiene que tener un joven republicano?

Ha pasado el tiempo y aquella pregunta retumba en las paredes de mi cuarto, filtra la música de mis auriculares, me despierta con alguno de mis ronquidos durante la siesta. ¡Pollas, que sigo sin responderla! Nada de lo que encuentro responde aquella pregunta que sigue retumbando –¿Es eso lo que quiero que sea mi vida: responder preguntas para que nada suene en mi cabeza? –, como si una mala ola me estuviera ahogando mientras la nado.
Venga, respuestas, apareced. Me sitúo en un escenario material: observable, mensurable, contrastable… ese escenario ilustrado para el que se supone que me daban herramientas de análisis en la universidad. ¡De qué poco han servido esas herramientas! A mi generación, a la parte de ella que no ha emigrado, a la que no se ha impuesto el exilio económico ni el desarraigo de sus amistades y familiares, sólo le queda sobrevivir día a día. En ese caso, ¿de dónde saco el tiempo para pensar en los valores republicanos? ¿A quién le pido que lo saque? ¿A quién le pido que comparta más que un paseo por la playa, que esto es más que un desahogo?
Ahora le sumo a ese escenario material esa morralla de deseos e identidades que nos venden como respuestas en la que me ahogo como si la mala ola fuera un temporal: hoy, aunque no sea cosa de hoy, me siguen vendiendo la moto de que, con treinta años a la espalda, tendría que tener una familia, una vivienda en propiedad, un coche y dos televisores. Todo costeado con un trabajo de fábula y algún bálsamo para flotar cuando en mi cabeza retumbaran preguntas. Si no, hoy, esto parece cosa de hoy, me venden la moto de que, con veinticinco préstamos ingleses –que si coliving, que si coworking, que si nesting…–, me entregue a la vida moderna, que hoy estamos aquí y mañana ya veremos. ¿Qué respuestas son estas? ¿Qué respuestas me ofrece el modelo de consumo ahora que soy el protagonista de vivirlo? ¿Qué respuestas me ofrece ese otro modelo que muere a medianoche y renace cada amanecer? ¿Qué proyecto de vida, de sociedad, de estado es ese para el que soy solo uno?
Hay otro escenario, que se puede valorar tras los años que han pasado: los grupos que se construyeron, los testimonios de quienes los formaron, los compromisos y las motivaciones de quienes dieron la cara. Y lo valoro avisándome de que ese mundo, porque ya pasó, no es posible y porque lo bonito de ese mundo no me debe anclar al mar mientras nado. Y porque en Cádiz, donde he conocido a más gente gracias a la carrera extrauniversitaria, se pasaron aquellos años –supongo que como en Granada– entre neumáticos quemados en el puente Carranza y hermanos y hermanas que palmaron de sobredosis de pobreza y de amargura.
Siento algo raro cuando escucho uno de esos testimonios: escucho retumbar la pregunta igual pero no me ahogo. Siento escucharla retumbar como si pudiera rechazar lugares comunes, intuir medias verdades, formular crítica; como si, sin haber escuchado aquellas conversaciones sesudas, el ritmo de las respuestas siguiera el compás que retumba de la pregunta; como si el retumbar fuera el latido de mi corazón porque sigo vivo.
Siento como si me sacaran del agua unos minutos, me dieran tiempo a secarme y me sentara en la playa a esperar que la arena amarillee. Como si me fuera a gusto de la playa, llegara a casa y viera a través de aquella ventana, con la esperanza de que esa pregunta que retumba en busca de respuesta encuentre a alguien que la oiga retumbar. Y en otro momento, que no sé cuál es, aparezca la posibilidad de poder preguntar a alguien “¿Qué valores tiene que tener un joven republicano?”.
(*) Pablo Jones Medina, cañaílla nacido en Cádiz e ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, es socio del colectivo Granada Republicana UCAR. Hace una década integró los Encuentros Moraos, desaparecido grupo de debate de la juventud republicana granadina, al que se refiere en este artículo.

https://www.elindependientedegranada.es/politica/preguntas-joven-republicano

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Al hacer clic en el botón Aceptar, aceptas el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Más información
Privacidad