Alberto Garzón Espinosa*

Pijus Economicus

12/08/2014

Estoy estos días tratando de desconectar del vaivén de noticias cotidianas con el objetivo de reponer y acumular fuerzas para el próximo curso político. No hace falta decir que se prevé ciertamente caliente. Sin embargo, en un despiste me he permitido escribir algunas notas dispersas sobre el momento sociopolítico por el que atraviesa nuestro país. Y creo que pueden ser una contribución útil al debate que estamos teniendo desde hace meses. Espero así sea.

Una de mis más nítidas convicciones es que las batallas políticas no se disputan únicamente en el terreno electoral sino que se extienden también al ámbito ideológico-cultural. De ahí que nuestra tarea como pensadores sea intentar contribuir humildemente al fortalecimiento intelectual de nuestra causa política. Esta es una tarea, como tantas veces hemos declarado, inexcusable. Y, sin embargo, largamente minusvalorada.
1. Desde dónde pensar el momento sociopolítico

En aras de la honestidad intelectual, siempre conviene señalar con claridad cuál es el enfoque o método que utilizamos cuando hacemos un análisis político. La pregunta es, ¿a qué prestamos más atención? ¿a los cambios ideológicos? ¿a las formaciones políticas? ¿a las transformaciones económicas?
La tradición política marxista nunca ha tenido dudas al respecto. El materialismo histórico ha sido el instrumento que daba la respuesta: lo importante es la estructura económica (las relaciones de producción) y no tanto la superestructura jurídica y política (las instituciones, las ideas, las opiniones, las creencias…) ya que esta última sería mero reflejo de los cambios en la estructura. Así pues, desde el marxismo de Marx y Engels lo fundamental es observar los cambios que se dan en el seno del modo de producción, esto es, en la economía.
Sin embargo, en las últimas décadas, y coincidiendo con la reinterpretación de la política como un mercado donde se compran y venden productos en forma de votos, ha habido una proliferación de análisis políticos basados en las encuestas. Las encuestas, en este contexto, operan como la bolsa que muestra los precios relativos del voto a cada partido. Y esos análisis no sólo pecan de superficiales sino que además deforman el fondo político al utilizar esos indicadores como inputs (el punto de partida) cuando realmente son outputs (el resultado).
Y es que el análisis electoral es en realidad un análisis de la superestructura, es decir, de las instituciones en las que cristaliza, en un determinando momento histórico, la correlación de fuerzas entre clases sociales. Y cuando cambia la estructura económica, las bases materiales sobre las que se sostiene la sociedad, entonces esa estructura institucional puede entrar en crisis y reestructurarse. En ese punto obstinarse en hacer análisis completos desde esas estructuras institucionales en crisis es un ejercicio vano y estéril. Pues lo que cambia y lo que condiciona a esas instituciones es la estructura económica.
Cierto que este determinismo económico puede y debe ser matizado, y así tratamos de hacerlo algunos, para señalar que la relación entre estructura y superestructura no es tan simple ni directa. Por eso recogemos las aportaciones del marxismo occidental, y en particular de Gramsci, para insistir en la relación dialéctica que existe entre ambos espacios. La estructura económica condiciona la superestructura jurídica y política pero las ideas y las ideologías, como parte de esa superestructura, pueden modificar a su vez la estructura económica. Este es nuestro método.
2. El momento sociopolítico

La tesis que hemos mantenido es que estamos en una crisis económica que ha devenido en crisis institucional (crisis en la sociedad política) y crisis ideológica (crisis en la sociedad civil) precisamente como resultado de su profundidad y gravedad. Estamos ante lo que Gramsci llamaba una crisis orgánica, esto es, una crisis que manifiesta las contradicciones del modo de producción (la economía) y que al no poder ser resuelta por el bloque social y político dominante (las élites político-económicas) también se traduce en crisis del propio bloque dominante. Nosotros venimos años etiquetando a este conjunto de fenómenos como crisis de régimen. La consecuencia política es que se abre una ventana de oportunidad para disputar el poder político al bloque dominante.
La crisis ideológica es una crisis de hegemonía, lo que significa que el bloque dominante ha perdido su capacidad de lograr consenso y sólo le queda su capacidad de ejercer coerción. Esto lo vemos claramente en el incremento de la represión física, administrativa e incluso penal contra todo aquel que ose impugnar el régimen del 78. Ya no convencen, pero siguen imponiéndose. Son ejemplos claros la Ley de Seguridad Ciudadana, la Reforma del Código Penal o los centenares de sindicalistas que enfrentan juicios penales por participar en huelgas y movilizaciones.
Una crisis ideológica significa también que un sector creciente de la población se ha desvinculado de su tradicional ideología o concepción del mundo, es decir, que ha dejado de creer en lo que había creído hasta entonces. Y eso abarca a todos los ámbitos del pensamiento personal y político. En términos políticos la gente deja de creer en el relato oficial, esto es, en la concepción del mundo que se ha impulsado desde arriba (una determinada visión del Congreso, de la Monarquía, de la economía…). Pero la crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer, como decía Gramsci. Así pues, la gente deja de creer en algo pero temporalmente se encuentra huérfana de una concepción del mundo nueva y clara. En definitiva, la pregunta se ha convertido en la siguiente: ¿en qué creer ahora que sabemos que lo anterior no era cierto?
Entretanto pueden darse muchas opciones:
A) En un comienzo el bloque dominante es capaz de continuar su dominio simplemente por medios coercitivos. Se trata de un ataque a los síntomas y no a las causas, pero sin mayor efecto que trasladar el problema al futuro.
B) En el medio plazo el bloque dominante puede ciertamente reconstruir su hegemonía, a través de maniobras reformistas que aprovechan la incapacidad de las fuerzas de la oposición para presentar soluciones positivas y constructivas. El ejercicio del transformismo o la revolución pasiva, términos también de Gramsci, son instrumentales a ese objetivo. Se trataría de intentos de aprovechar una demanda social para poner en marcha políticas que consoliden precisamente lo contrario. Las reformas electorales del PP (la ya puesta en marcha en Castilla-La Mancha y la venidera para las elecciones municipales) son ejemplos de esto, pues se trata de un intento de subirse a la ola de la retórica “antipolítica” para poner en marcha medidas que acaben con el principio democrático de la proporcionalidad.
C) También puede suceder que las clases dominadas, beneficiándose de la naturaleza estructural de la crisis y de la ventana de oportunidad, amplíen su conjunto de alianzas y su espacio de consenso, invirtiendo la relación de hegemonía en su favor y transformándose en clases dirigentes del cambio. Obsérvese que se habla de alianzas desde las clases dominadas, y no desde los partidos políticos. Es decir, alianzas que parten desde la estructura y no alianzas que parten desde la superestructura.
3. La cultura política naciente

Hasta aquí la clave reside en la siguiente circunstancia: una nueva concepción del mundo, aunque naciendo y en estado embrionario, está disputándole la legitimidad a la vieja concepción del mundo. En términos políticos hablaríamos de Culturas Políticas, es decir, de paradigmas culturales a través de los cuales leemos e interpretamos la realidad política. Y en España y desde hace décadas el paradigma indiscutible ha sido la Cultura de la Transición o Cultura del 78. Esta Cultura de la Transición, que desde 1978 hegemoniza toda interpretación política está caracterizada, entre otros, por los siguientes aspectos. En primer lugar, por el recurso permanente al consenso como instrumento resolutivo de conflictos. En segundo lugar, por la orientación bipartidista y partidocrática de su sistema político. Y en tercer lugar, por la filosofía política elitista y reacia a la participación ciudadana en asuntos públicos. La Constitución del 78 es el documento donde cristaliza mejor esa Cultura de la Transición. No hablamos tanto del contenido -resultado de una correlación de fuerzas favorable a los reformistas del régimen franquista pero con elementos muy progresistas derivados de la presión del movimiento obrero- como de la cultura política que impregna el documento mismo.
Esta Cultura de la Transición es parte de la sociedad civil y como tal es transversal a todas las instituciones políticas existentes, lo que incluye también a sindicatos y partidos políticos de distinta orientación ideológica. Entre ellos, naturalmente, también los de izquierdas. Y aquí el carrillismo y el eurocomunismo (y las tesis berlinguerianas del compromiso histórico) tienen mucho que ver.
Sin embargo, la Cultura de la Transición ha ido rivalizando con otra Nueva Cultura Política que, con poco éxito hasta hace unos años, le ha ido disputando el espacio. Una Nueva Cultura Política que se abría paso a través de una interpretación abierta y flexible de la Constitución, con una filosofía política de participación ciudadana y de ruptura con las formas tradicionales de organización política que aparecen reflejadas en la propia Constitución. La irrupción de los nuevos movimientos sociales y la creación de organizaciones políticas organizadas de forma distinta a la de un tradicional partido político, han sido elementos clave en esta gestación. La propia fundación de Izquierda Unida, que renunció explícitamente a ser un partido político al uso, representó rasgos de esta nueva cultura política.
Desde entonces los movimientos sociales, tanto por su contenido (feministas, ecologistas, municipalistas, etc.) como por su forma (fundamentalmente con organizaciones horizontales) han ido desbordando al régimen del 78. Sin embargo, sin lograr arrebatarle la legitimidad y la hegemonía. No obstante, proliferaron acciones políticas y propuestas clave (como los procesos de presupuestos participativos llevados a cabo en centenares de municipios gobernados por IU o las primarias de IU de 1996) que lograron sembrar esa nueva cultura política que hoy va creciendo rápidamente. Hoy es de sentido común (en sentido gramsciano) muchas cosas que en 1978 parecían demandas propias de la marginalidad política.
Respecto a esto el hito más claro y reciente ha sido el del 15-M, que puso de manifiesto no sólo la frustración de la gente con un orden político y económico que les arrebata derechos y esperanzas, sino que también puso de relieve que la nueva cultura política empezaba a cristalizar de forma más nítida. Y, en consecuencia, mermaba con más fuerza la hegemonía de la Cultura de la Transición. Si a todo ello le sumamos el componente generacional, obviamente crucial para entender los cambios políticos de los últimos años, tenemos todos los ingredientes para comprender lo que está pasando.
No hay adanismo en esta nueva cultura política. Y quien crea que ha descubierto el nuevo mundo, se equivoca. Al fin y al cabo esta cultura política está constituida de las viejas demandas participativas del movimiento republicano, socialista y libertario. De hecho, aunque la derecha intentó hacer creer que el 15-M tenía como objetivo tomar el Palacio de Invierno, la cultura política -¡y las demandas!- que había detrás tenían más que ver con La Comuna de 1871. Hoy todo ello va emergiendo, mutando y cristalizando en determinados fenómenos políticos, a veces electorales y otras veces no-electorales. Y en estos momentos de crisis se genera un escenario de confusión en el que muchos analistas y dirigentes políticos educados en la Cultura de la Transición se muestran incapaces de comprender lo que está sucediendo.
Pero la oportunidad es clara. Hoy es más fácil que ayer no sólo disputar la hegemonía respecto a la Cultura Política sino también disputar el poder político para transformar la sociedad. Si colectivamente somos inteligentes estaremos en condiciones de poner encima de la mesa no sólo un programa político al uso sino un nuevo proyecto civilizatorio, es decir, una nueva concepción del mundo.
http://www.agarzon.net/notas-de-verano-sobre-la-crisis-de-regimen/

* El autor, economista y diputado, es secretario ejecutivo de Proceso Constituyente y Convergencia de Izquierda Unida. Su último libro es “La Tercera República” (Ediciones Península, 2014).

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Al hacer clic en el botón Aceptar, aceptas el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Más información
Privacidad