Antonio Molina Guerrero (*)
23/01/2019
Decía Fernando Birri que las utopías siempre se alejan: si avanzas un paso se retiran un paso. Si avanzas dos pasos se retiran dos pasos. Y aun así merece la pena perseguirlas porque nos inspiran y nos animan a caminar. Incluso conociendo las dificultades. Incluso previendo los obstáculos y las frustraciones. E incluso anticipando la reacción. Es una idea bonita, que mantiene la esperanza y que da sentido al esfuerzo por construir un mundo mejor entre todos. Así que mantengámosla en la mente un momento.
Da igual cómo imaginemos un sistema democrático: a poco que nos esforcemos podremos imaginar más opciones de elecciones en más temas relevantes, en más detalles o decisiones cruciales, en más participación de más gente, más representatividad y más mecanismos para que la voluntad de la mayoría sea la voluntad a seguir, y para controlar cualquier desmán. Y es que la democracia perfecta es asintótica: siempre está acercándose a un punto de perfección que se escapa y que, teóricamente, alcanzará en el infinito. Siempre es algo a mejorar, a repensar… Es una utopía.
Y ahora, si relacionamos las dos ideas, es cuando nos ponemos a pensar qué tipo de vida queremos vivir, y en qué tipo de país queremos hacerlo. Y qué querríamos mejorar en nuestro país, y en qué dirección. Hasta ahora no es una cuestión de medios: tan sólo de deseos, de direcciones…. Del horizonte de esperanzas que perseguir. Y habrá cientos de parámetros e índices interesantes que estudiar, y sobre los que elegir. Y en todos esos aspectos, habrá una posibilidad que será mejor que otras, que estará más cerca del ideal, del horizonte, de ese punto que atisbamos unos pasos más allá y que aun así nos esquiva. Vamos a poner ejemplos:
Parece razonable pensar que será preferible tener una alta renta per cápita y bajos índices de pobreza. Y si pensamos en igualdad jurídica, parece razonable pensar que es mejor que todos seamos iguales ante la ley, a que unos cuantos sean mejores y todos los demás peores ante dicha ley. Recordemos que estamos pensando sobre democracias. Quienes prefieran sistemas diferentes y no democráticos no tendrán ningún problema en asumir estados donde ante la ley los hay que son mejores y los que son peores: y la ley tratará con muchísima más benevolencia a unos (por muy corruptos que sean) que a otros (por muy necesitados que estuvieran). Pero salvo que alguien pueda argumentarlo cabalmente, y ya anticipo que no es posible, desde una perspectiva de lucha por la democracia es fundamental la mayor igualdad ante la ley.
El planteamiento republicano es abiertamente democrático. Y por tanto debe fomentar la igualdad ante la ley y los mecanismos para garantizar que dicha igualdad no se rompa: da igual si el número de privilegiados, de desiguales ante la ley para beneficio propio, es de 10 o de 100 o de 1000…. Salvo porque desde una perspectiva democrática, el sistema será peor cuanto más de estos haya y cuanto más diferentes sean en privilegios del conjunto de la población. Y da igual el mecanismo de legitimación supuesta de ese privilegio: si es porque los antepasados de uno mataron a un dragón imaginario, o porque algún dios con tiempo libre se aficionó a la selección de personal, o porque una chica en un lago le tiró una espada mojada a un abuelo despistado, o porque fue elegido por un dictador fascista y le voló la cabeza a su hermano para evitar competencia. Todo esto da igual: independientemente de la presunta causa de legitimación del privilegio, un país será más democrático cuanto más iguales sean sus habitantes entre sí ante la ley.
Y por eso el planteamiento republicano basa su argumentación, así como su legítima aspiración, en el avance democrático: no tenemos nada en contra de los reyes por ser una forma de cooperativismo restringido (sólo para la “famiglia”). No tenemos nada en su contra por ser atavismos del pasado que, como el oficio de torturador o el de adivino, irán desapareciendo en una sociedad avanzada y democrática. Ni por basar su presunta legitimidad en la misma consanguineidad que tantas taras genéticas produce y que en perros se llama “pedigrí”. Ni siquiera por las vinculaciones evidentes entre monarquía y corrupción a lo largo de tantos años: también hay corruptos que no tienen midiclorianos ficticios en sangre y, por tanto, no son mejores ante la ley que los demás.
Prosigamos: no tenemos nada en contra de los reyes por ser títeres del poder que los puso ahí como contrapeso al impulso democrático de los pueblos. Al fin y al cabo, para cierta oligarquía siempre es más fácil sobornar a una familia que comprar un país entero. Y si el rey sabe que su único valedor es ese poder, no hará nada fuera de lo que quiera, ordene y mande dicho poder que lo sostiene en la silla dorada. Ni por ser enchufados al puesto por un dictador fascista que, y ya es triste, era vasallo del mismo poder… Es más: ni siquiera por volarle la cabeza a un hermano de catorce años. Todo esto puede ser terrible y nos puede hablar muy mal de las personas que ostentan el cargo. Pero no del cargo en sí. Y lo peor de las personas que ostentan dicho cargo es el cargo en sí. Es el cargo en sí lo que permite a alguien dispararle a bocajarro un revólver a su hermano y no tener que responder ante la justicia. Así que es el cargo lo que lleva a alguien que se sabe impune a plantearse medidas expeditivas para solucionar sus discusiones internas sobre pedigrís de peor o de mejor calidad.
Si imaginamos un país perfecto en todo excepto en que tiene rey y queremos hacerlo más democrático, la única forma de mejorarlo sería hacernos a todos iguales ante la ley eliminando ese cargo.
Si queremos un país tan democrático como sea posible, debemos querer un país tan igualitario ante la ley como sea posible. Y eso excluye atavismos de consanguineidad, enchufados por dioses o por dictadores al cargo, campechanos corruptos y alegres de gatillo y, por supuesto, el mismo concepto de rey. Es algo evidente a poco que se piense, y lo único que nos puede llevar a olvidar este hecho es uno bueno. Tan bueno que nos induzca a olvidar que el peligro para la democracia, y por tanto para la libertad de todos, no está en la bondad de personaje si no en el cargo que ostenta.
Por eso decía John Locke que “los buenos reyes son los peores enemigos de los hombres libres”.
Afortunadamente, en España no tenemos de esos.
(*) El autor, Antonio Molina Guerrero, psicólogo y técnico en prevención de riesgos laborales, es vocal de la Junta Directiva de la asociación ciudadana Granada Republicana UCAR.
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