30/10/2013
I.-LO NACIONAL EN LA CONSTITUCIÓN DEL 78
De nuevo sobre el ser de España. En la hora de la más aguda crisis del
régimen del 78 desde su instauración, el sentido del “ser español” vuelve a ser
objeto de dudas y discusiones, no solo para una parte de la población vasca,
catalana y gallega sino para una buena parte de la que vive en otras Comunidades
autónomas y que ha visto esfumarse la relativa tranquilidad con la que afrontaba
el porvenir en años recientes.

Secularmente lo español ha sido sinónimo de atraso, oscurantismo,
intransigencia, dominio de unas elites políticas y económicas incapaces de
dirigir al país en una evolución de progreso y bienestar y libertad, incluso si
dichas metas se perseguían en el marco de una economía capitalista. Esta
dominación, impuesta por la violencia del Estado y sus aparatos cuando ha sido
preciso, alcanzó su apogeo con la dictadura franquista entre 1939 y 1975. Con la
Constitución del 78 y el régimen inaugurado por ella, un intento de refundar la
españolidad se pone en marcha tomando como ejes dos elementos que se pretenderán
vectores de desarrollo: una sociedad del bienestar basada en la paz social y la
concertación como impulsos fundamental al desarrollo de un capitalismo integrado
en el proceso de construcción del mercado europeo. 
La concertación
social, fuente de legitimidad para el régimen del 78, opera asimismo al servicio
de un proyecto de progreso identificado con una fuerte apertura a las economías
europea y global sobre la base de la combinación de dos ejes articuladores del
modelo de crecimiento económico durante estas décadas. De un lado- en el marco
de la división del trabajo europea y con la impuesta asignación de papeles
derivada de la adhesión- una economía exportadora de bienes primarios, no solo
productos agrarios sino también y con una importancia estratégica, productos
turísticos [1] favorecidos por una climatología muy benigna para la
explotación de unos recursos naturales abundantes de sol y un extenso litoral.
De otra parte, una economía de servicios con un peso creciente de los servicios
públicos, a pesar de ello muy separados de la media de la Unión Europea de los Quince (UE-15) y cuyo disfrute ha tenido mucho que ver con la emergencia de un
sentimiento de pertenencia/ciudadanía potencialmente refundador de la
españolidad.

Una idea de lo nacional que, si heredaba de la anterior la orientación
colectiva a la prosperidad y el bienestar, después de siglos de privaciones para
la mayoría y desconexiones de los rumbos del progreso, ahora incorporaba,
además, la voluntad colectiva de vivirla en calidad de ciudadanos y no de
súbditos.
Una parte mayoritaria de las capas subalternas ha vivido esta experiencia
como un reencuentro ó una reapropiación de su nacionalidad más allá de las
imposiciones castizas del nacionalismo reaccionario. El sentimiento de derrota
que en buena medida anida en la izquierda de fuera del régimen desde la
promulgación de la Constitución no debería impedirnos constatar esta evidencia ó
atribuirla a un fenómeno de alienación ó falsa conciencia. Cómo todos los
fenómenos de identificación colectiva, lo nacional tiene una evidente dimensión
mítica pero tiene también en el patrimonio colectivo compartido (en este caso,
el de los derechos) un fundamento material de enorme valor.
Es verdad que la sociedad española, sin apenas parangón en ninguna otra
sociedad de nuestro tiempo, se ha lanzado a la vorágine patrimonialista azuzada
por el capitalismo inmobiliario y financiero y por las políticas irresponsables
de los distintos gobiernos. Pero esa es solo una parte de la historia colectiva
de estos años.
Un pueblo atenazado durante décadas por el miedo incubado por un terror
cotidiano ha hecho suyas metas de libertad e igualdad materializadas en una
nueva condición de ciudadanía soportada por el acceso a los servicios públicos
garantes de la efectividad de los derechos ciudadanos. Es- entre otras cosas-
por esto por lo que hoy mantiene duras luchas por la defensa de estos derechos,
percibidos como inherentes a su condición de ciudadanos del Estado español.
Con la consecución de esas metas, encargadas, hay que recordarlo, al PSOE, se
ha ido generalizando una percepción colectiva acerca de la disposición de un
conjunto de derechos que se constituían, por primera vez en la historia, como la
condición material del “ser español”. La forma en la que la bandera roja y
gualda ha sido aceptada como la bandera nacional, la” bandera de todos”, sigue
teniendo que ver con un conjunto de sentimientos irracionales y míticos (el
orgullo, el coraje,etc.) pero ha sido cada vez más sustituido por el sentimiento
y la certidumbre de que ser español suponía una condición para uno y lo suyos
que admitía ventajosas comparaciones con otras sociedades.
Ser español parece que ha comenzado a ser algo asociado a intereses y
derechos más allá de invocaciones metafísicas del pasado. Se percibe, además,
por el interés de los otros por adquirir tal condición (oportunidades de
trabajo, buenos sistemas públicos de educación, sanidad y protección social,
etc).
Sobre esta base objetiva, España ha podido ser percibida en los años de
“prosperidad” como una gran empresa (la “marca España”) en condiciones de
competir con los otros estados nacionales en el mercado global para atraer
capital y fuerza de trabajo. El Estado nacional competitivo [2]
sería la nueva forma del Estado encargada de gestionar esta gran empresa de
la que se habría erradicado el conflicto entre los propietarios de los medios de
producción y los proveedores de fuerza de trabajo. La apropiación de plusvalía
ya no sería explotación sino “generación de valor añadido”. La ciudadanía se
convertiría en la condición de acceso a la posesión de acciones en el capital
social del estado nacional, de la “empresa España”.
La Constitución del 78 parecía poder representar una posibilidad histórica
para la refundación nacional de España, para el tan añorado encuentro de las dos
Españas. La derecha política, representante político del bloque social soporte y
beneficiario del régimen franquista, como mal menor y con las garantías que
representan el papel constitucional del monarca designado por Franco a la cabeza
del ejército espina dorsal de la dictadura [3], aceptaba la democracia
en su versión de mercado, esto es, como la posibilidad para el pueblo de elegir
gobernantes a cambio de renunciar explícitamente a cualquier modalidad, por
tímida que fuera, de llevar la democracia a los terrenos económico y social
[4].
Es del lado de la izquierda contraparte en la fundación del régimen de dónde
se postula un concepto de lo nacional basado en una comunidad de ciudadanos
iguales en derechos, como forma de enterrar de forma efectiva, la separación
entre la España que manda y se beneficia del trabajo y la cooperación social de
la “otra España”, aquella a la que durante cuatro décadas se le reservó este
papel a cambio de haber sido perdonada en el genocidio perpetrado desde 1939. Un
parte de la historia del régimen ha estado animada por esta voluntad de
“refundación nacional”, con el impulso a un capitalismo que se pretendía de
rostro humano y capaz de aceptar la convivencia con los derechos y libertades
tan duramente peleados [5].
Este españolismo que se quería democrático ha convivido con el reaccionario
mientras las prestaciones asociadas al componente social de la Constitución
tenían visos de continuidad. Cuando los vientos del neoliberalismo han empezado
a soplar con fuerza, el proyecto de “españolidad democrática” ha perdido fuerza
en favor del de toda la vida”.
II.-LA CRISIS DEL PROYECTO DE ESPAÑOLIDAD DEMOCRÁTICA DEL 78
No bastó, sin embargo, con esos mimbres para construir una españolidad
democrática. La incorporación a la Europa en construcción se hizo a cambio del
desmantelamiento no solo del tejido industrial construido desde finales de los
50 sino-sobre todo- sobre la erosión de las bases materiales, políticas y
culturales sobre las que se había construido la nueva clase obrera española. Si
en los 70 buena parte de la izquierda contaba con la clase obrera como eje de un
nuevo bloque histórico sobre el que levantar una proyecto de convivencia
nacional, las condiciones aceptadas por el gobierno del PSOE para la adhesión a
las CCEE suponía, en esencia, suprimir su condición de sujeto protagonista de la
historia próxima. Esa ausencia de protagonismos del mundo del trabajo es posible
observarla a través de diversos indicadores: el más revelador es la desaparición
del movimiento obrero al interior de las empresas (precisamente donde había
germinado y robustecido durante la dictadura) y su sustitución, una vez
abandonada las empresas en manos de sus ”propietarios”, por esas instituciones
reconocidas en la Constitución con el nombre de sindicatos, auténticos aparatos
de Estado al servicio de una función histórica de expropiación del sentido y la
misión de la clase proletaria.
El propósito de fundar/crear una “nación de clase medias” es antiguo en el
PSOE reformado y seguramente está relacionado con el pavor sufrido por la
socialdemocracia europea ante la hegemonía comunista alcanzada en el seno del
proletariado. En la España de los 80 la aplicación de ese designio tiene como
una de sus expresiones más señeras el proceso de patrimonialización emprendido a
través de las políticas de vivienda, no muy diferentes de las iniciadas durante
el franquismo y orientadas a “convertir al proletario en propietario”. Esta
patrimonialización ha tenido como consecuencia el fortalecimiento del capital
financiero, después de una crisis a mediados de etapa que obligó al Estado a una
política de reflotación financiada con el dinero público. Desde esta posición,
la influencia del capital financiero se ha traducido en una efectiva hegemonía
sobre el conjunto del bloque dominante y, por ende, del conjunto de las
instituciones del Estado. Más adelante se verán las consecuencias que, en orden
a la construcción de la nacionalidad, ha tenido esta hegemonía.
Haciendo abstracción por el momento de esta hegemonía, tal proceso de
patrimonialización sí ha representado una base material pero también imaginaria
para asentar un sentimiento nacional. Una nación de propietarios ha sido
el acuerdo fundamental que durante tres décadas ha cohesionado a la sociedad
española. Ser propietario de una vivienda ó aspirar a serlo ha representado
seguramente el más importante acuerdo nacional entre los españoles, lo que ha
hecho posible que los conflictos distributivos quedaran ahogados por la potencia
y el vigor económico que este acuerdo nacional ha generado.
Sobre esta idea aparentemente simple ha pivotado la política económica desde
los años ochenta. Infraestructuras de transporte para facilitar el acceso a los
sitios más recónditos, urbanización acelerada y galopante de la superficie sobre
antiguas ubicaciones agrícolas o industriales, políticas fiscales incentivadoras
de la compra de vivienda, orientación del capital financiero a las inversiones
inmobiliarias y la compra de vivienda, etc. Y, en torno a esa multiplicidad de
actividades, grupos sociales enteros identificados con los mismos objetivos,
constituyendo de facto la argamasa del consenso básico sobre el que se han
levantado las política económicas y en torno a las cuales se ha articulado el
bloque inmobiliario rentista, la nación española de la transición.

Esta visión utilitarista es la que ahora con la crisis parece estar
deteriorándose y abriendo de nuevo las dudas sobre la condición de españolidad.
Ser español parece, de nuevo, un motivo para el pesimismo y la amargura. Las
fuentes de este pesimismo son fáciles de identificar. Son primero el llamado
problema nacional, entendido como la forma en la que secularmente lo español ha
sido vivido/padecido como la negación de naciones de muy fuerte identidad
histórica, cultural y, sobre todo, voluntad colectiva de vivir de forma autónoma
su destino de comunidad. A estas identidades nacionales hay que añadir, en
segundo lugar, las generadas por los procesos de marginación que son inherentes
al desarrollo capitalista español. Regiones como Murcia ó Extremadura, con
manifestaciones políticas muy diferentes, han conocido el peso de la
marginalidad con pérdidas de población, inviabilidad de mantenimiento de
actividades económicas, de rentas y empleos y “residualización” de las funciones
económicas asignadas dentro de la división estatal del trabajo y deterioro
acelerado de su patrimonio natural.
El tercer factor de incertidumbre respecto a la españolidad tiene que ver con
la proporción creciente de población excedentaria producida por la crisis
capitalista. Los seis millones de parados, más allá de sus efectos sociales y
económicos, ponen de relieve la falta de sitio de la sociedad española para
muchos de los que hasta ahora la integraban. Esa “falta de sitio”, que
dramáticamente se refleja en el casi medio millón de personas que han abandonado
el país en 2012, arroja una sombra de duda sobre la viabilidad y la continuidad
del “ser de España” como referente de vida, trabajo y sentimientos compartidos
para estas personas y sus familias, sobre todo teniendo en cuenta que la
composición de esta nueva emigración, por educación y perspectivas culturales es
bien diferente de la de los años sesenta del pasado siglo.

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[1] Me permito la licencia de calificar los productos turísticos de
“primarios”, habida cuenta su escaso valor añadido al conformado por las
características climáticas aludidas.

[2] Puede que esta modalidad de Estado haya visto naufragar sus
posibilidades por efecto de la crisis financiera.
[3] Papel, por cierto, claramente ejercido durante el golpe del 23F e
invocado ante las “amenazas separatistas”.
[4] Y con la exclusión tajante del derecho a decidir para los pueblos
y naciones sometidos contra su voluntad a la soberanía del Estado español.

[5] Aunque, hay que repetirlo, con las restricciones constitucionales
descritas del papel del rey y el ejército y el lastre no explicitado pero
igualmente vivo de los privilegios de la Iglesia Católica. 
* El economista José Antonio Errejón Villacieros, director de Evaluación de la AEVAL (Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios), es militante de Izquierda Anticapitalista.
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