por Granada Republicana UCAR | Jun 23, 2013 | impor
¿Otra historia
de terror sobre la Guerra Civil?
Hasta cierto punto. Esta será una historia
sobre la impunidad y el olvido.
Aquel 18 de julio, cuando ya atardecía, la
gente de Fuentes estaba celebrando lo que en Andalucía llamamos una “velá”,
cuando un grupo de guardias civiles empezó a disparar. La gente huyó
aterrorizada y se encerró a cal y canto en sus casas, donde pasaron la primera
noche de pánico, de otras muchas que iban a venir. Estuvieron a oscuras, porque
los guardias siguieron disparando hasta entrada la madrugada, alcanzaron a la
acometida eléctrica de la Casa del Pueblo y provocaron un apagón general.
Algunos vecinos, muy pocos, huyeron por la calle del Pozo Santo, pero la inmensa
mayoría se quedó en su casa, porque en Fuentes no había ocurrido nada por lo que
la gente pudiera tener miedo a represalias.
Absolutamente nada. Ni siquiera
había habido problemas con el cura, ni enfrentamientos importantes con los
terratenientes (dos tercios de las tierras eran del Duque del Infantado). En el
informe que el párroco había hecho para el Obispado, tres años antes, “El
informe sobre el estado de las almas” lo llamaban, solo se quejaba de que cada
vez iba menos gente a la iglesia, que había moribundos que ya no pedían el
viático, que a él algunos vecinos no le saludaban en la calle y le trataban
“como si fuese un hombre cualquiera”.
¿Y los terratenientes? Estaban muy
enfadados con la Republica, por la reforma agraria y por otra ley que les
impedía traer esquiroles de otras comarcas, en caso de huelga. Pero no tenían
puntualmente causas pendientes con los jornaleros de Fuentes. Solo les alarmaba
que se hubieran afiliado en masa a los sindicatos y que muchas mujeres del
pueblo se hubieran negado a “servir” en sus casas, después de que ellos,
decidieran no cultivar las tierras para llevar a la Republica a una situación
sin salida.
En Fuentes, cómo en el 70 por ciento de los pueblos de Sevilla,
no hubo guerra (entendida como milicias que se enfrentan, trincheras, brigadas
internacionales…) Lo que hubo, fueron tapias de fusilamiento y fosas comunes. A
eso se dedicó la Benemérita y las bandas paramilitares de falangistas y
requetés; todos coordinados por los militares sublevados. Una semana después del
golpe comenzaron los fusilamientos (con sus espeluznantes detalles) las
torturas, los robos de las cosechas, el ganado y las pocas tierras de los
campesinos. La barbarie fascista, que llamaron “nuevo amanecer”, terminó con 116
cadáveres, culpables de delitos tan peregrinos como acudir a las asambleas de la
Casa del Pueblo o bordar banderas republicanas.
El monumento que se levanta
este domingo en el pueblo (un pozo invertido que se eleva hacia el cielo) está
dedicado de forma específica a las mujeres asesinadas en un cortijo del pueblo
que se llamaba
el Aguaucho. Algunas eran adolescentes. Se las llevaron en un
camión, las violaron, las mataron, las tiraron a un pozo y después se pasearon
por el pueblo con las bragas y los sujetadores de las víctimas colgadas de los
cañones de los fusiles… Tan seguros estaban de que sus crímenes iban a quedar
impunes… Y tenían razón, quedaron impunes. Ellos descansan como muertos
honorables en el cementerio y los huesos de ellas continúan en el pozo.
“El
pasado nunca muere y ni siquiera pasa” decía
Faulkner, pero para que no tenga
consecuencias el camino es abolir la memoria histórica de los pueblos. Lo más
inquietante de la Guerra Civil es su gigantesca ocultación. No es nada fácil
esconder a los ojos de todo un pueblo la naturaleza de la mayor matanza de
españoles que ha habido en la historia. Hay que reconocerles su éxito,
especialmente a Felipe González y a los “socialistas” de la Transición
(llamémosla Transustanciación) sin cuya colaboración “el gran ocultamiento”
hubiera sido imposible. Tiene mérito que una parte de la población todavía crea
que esta guerra se debió a “los excesos de la Republica”, a la radicalización de
la izquierda o a la quema de iglesias. Y que hasta ahora, setenta años más
tarde, no se haya empezado a difundir la verdad, gracias a los trabajos de las
asociaciones de la Memoria o de aislados historiadores, que bregan contra todo
tipo de problemas documentales.
Los franquistas eran conscientes de la
magnitud de sus crímenes, de modo que a la salida de la Dictadura, además de
blindarse con una ley de punto final, hicieron desaparecer cuidadosamente las
pruebas documentales de sus delitos. En los primeros años de la “democracia” se
volatilizaron los archivos policiales, los de las Comandancias militares, los de
la Guardia Civil, los de la Falange y los de las Capitanías Generales. La muy
precisa documentación de cuarenta años de represión sigue inaccesible en algún
lugar desconocido que los gobiernos no quieren revelar. Para su oprobio
histórico.
Por eso no sabemos exactamente a cuántas mujeres mataron en el
cortijo del Aguaucho: ¿A las 25 que asesinaron en Fuentes o solo a una parte? Por eso desconocemos quién era el militar que dirigía al brigada chusquero de la
Guardia Civil, Martín Conde, que sembró el pueblo de cadáveres. Ni de donde
procedía la saña anti jornalera del cabo Moyano, ni a cuantos mató el fascista
Herce, ni por qué el párroco (que no era un cura trabucaire, como alguno de sus
colegas) quiso formar parte del comité que se dedicaba a identificar a los
rojos. Ni quiénes fueron los delatores, que abundaban y sobraban en los pueblos.
Ni si a las 26 mujeres de la localidad cercana de Villanueva del Río y Minas las
vejaron también antes de fusilarlas, o qué hicieron con las 29 del Arahal o a
las 24 de Paradas…
“Un pueblo sin memoria no es más que un espantajo que
camina a ciegas por un espacio sin puntos cardinales”, decía
Sarrionandia. Y es
verdad. El pasado no está cerrado ni ha sido enmendado por el presente. Quizás
restos del enorme miedo que se extendió por los pueblos y ciudades “liberadas”
por los franquistas, se haya quedado en la memoria genética de la gente y siga
restando capacidad para enfrentar la actual ofensiva de la derecha.
Walter Benjamin lo formula con más claridad cuando plantea que cada generación debe de
contemplarse a sí misma en el espejo de las generaciones vencidas y analizar los
mecanismos sociales de los que fueron víctimas sus antepasados. Quienes más
necesitan la historia, dice, son los oprimidos, para no olvidar que su situación
no tiene nada de “natural”. Es una concepción de la historia que escandaliza
desde siempre a la socialdemocracia, tan partidaria de extender el
adanismo.
La batalla por la memoria, en Fuentes de Andalucía, todavía la van
ganando los asesinos y violadores del Aguaucho. Y en España todavía la va
ganando Franco, que reposa en un panteón mientras decenas de miles de sus
víctimas permanecen en fosas comunes.
por Granada Republicana UCAR | Jun 17, 2013 | impor
Carlos Mármol*
Andaluces Diario
14/06/2013
Los antiguos amaban el campo e idealizaban la vida campestre. Pero no tenían más remedio: era su entorno cotidiano. Desde el Beatus ille de Horacio a las Geórgicas de Virgilio, buena parte de la literatura clásica enaltece con vehemencia la función de la aldea como paraíso, nación y destino. La lírica acostumbra a dar prestigio a los conceptos –si es buena, por supuesto– pero no siempre tiene razón. La desvertebración territorial y la mentalidad rústica continúan siendo los dos grandes males que aquejan a la patria incluso ahora que, a la vista de la agenda pública, seguimos dándole vueltas a la noria de lo que somos, cosa que nunca termina de quedar clara. Para unos procedemos de una suma múltiple de culturas y civilizaciones. Para otros formamos una unidad indisoluble, al contrario que un azucarillo dentro de un café (para todos). Se opte por el federalismo o se transite por la senda del autonomismo –lo del regionalismo suena ya demasiado añejo–, la bizantina discusión sobre la identidad de Andalucía, recurrente como los ciclos de la sequía, no deja de discurrir por un terreno perfectamente estéril. Castilla del Pino zanjó la cuestión hace ya algunos años en un famoso artículo de La Ilustración Regional, aquella revista que se presentaba como liberal, aunque ya sabemos que liberales somos (casi) todos hasta que nos tocan la cartera. Decía el ilustre psiquiatra: “La conciencia regional existe o no existe. No se fabrica”. No se puede decir más claro. Y, sin embargo, en las tres décadas largas de autonomía uno de los mayores fracasos del sistema institucional que nos hemos inventado es no haber entendido nunca que no puede construirse aquello que, según Castilla del Pino, no existe.
El problema parte de una cuestión de concepto. ¿Qué es Andalucía? Hay quien, como los padres del
Estatuto, lo resuelven diciendo que es una
“nacionalidad histórica”. Pero que lo ratifique el Parlamento no significa que sea cierto. Ni exacto. El término busca circunscribir a un campo semántico único cosas diferentes: una latitud geográfica, una determinada cultura que más que singular es la común a nuestra evidente raíz mediterránea y un sistema de gobierno cuyo nacimiento es la
Santa Transición, que es la épica menor que nos queda más cerca a falta de otra mejor. Un mito con tres cabezas distintas. Celebramos la diversidad y la pluralidad, como proclama el texto autonómico constituyente en su preámbulo, pero tenemos miedo de los significados abiertos. Al hablar de “la conciencia del pueblo andaluz” –el adjetivo no es sustancial, la cosa valdría para cualquiera– algunos entornan los ojos, se llevan la mano al pecho, miran hacia el cielo y dan a la frase la trascendencia de una invocación sagrada. Hacen ideología, por supuesto, porque ya se sabe que la conciencia colectiva, si es que existe realmente tal cosa, ni se crea ni se destruye, tan sólo se manipula en función de las conveniencias. El pensamiento humano, que siempre es individual aunque después pueda ser compartido por todos, brota en situaciones históricas determinadas. A medida que las cosas cambian debería ser capaz de adaptarse y correr parejo con el reloj digital de la evolución, no quedar preso en un escudo con leones y columnas. El mundo se mueve y cambia. Pero hay quienes no terminan de aceptarlo.
La mitología germinal de Andalucía, según nos explica
Isidoro Moreno, defiende la idea de que en estos pagos tuvimos una evolución histórica anómala en relación al contexto europeo. La idea viene de
Ortega. No hubo ruptura expresa entre las distintas civilizaciones que nos conformaron, sino una sucesión más o menos tácita. La consecuencia práctica es que, adaptándonos a los dominadores, nunca dejamos de ser nosotros mismos, los eternos
indígenas de siempre. Nunca abandonamos los ropajes de la cultura agraria que nos define. Nuestra devoción por el ambiente de casino se percibe en esa obstinación costumbrista que a algunos les resulta tan entrañable y pintoresca, que es justo la que nos impide expulsar los tópicos de nuestra estampa, ampliando el campo de batalla. La vertebración de Andalucía lleva décadas sin resolver. Se aprecia a cualquier escala: entre los ritos del Bajo Guadalquivir y las ceremonias de la Andalucía Oriental, dentro de las respectivas provincias; incluso en el interior de los propios mapas urbanos, que se configuran como reservas indias, sin esqueleto.
La segmentación social es nuestra norma. Nos movemos en pequeños círculos que cohabitan sin dejar jamás de confrontar. El modelo tiene un origen ancestral y no se presta a lecturas marxistas: el tribalismo provincial no tiene nada que ver con la clase social. Es como un antiguo dios agrario: horizontal. La Andalucía oficial es la suma de estos grupos, facciones y escuadras donde el término nosotros implica establecer fronteras a la vuelta de la esquina. Quizás no se aprecie del todo, pero sólo es porque lo disfrazamos gracias al teatro: mientras más sociables parecemos, más impermeables somos hacia el exterior. Basta ver las fotografías de cualquier capital andaluza hace apenas medio siglo para constatar que el campo había penetrado sin resistencia hasta el mismo corazón de las urbes, imponiendo por doquier una profunda ruralización anímica de la que no nos hemos recuperado. Una herencia que choca con uno de los rasgos del nuevo paradigma cultural contemporáneo: la apertura.
Caminamos pues entonando himnos hermosos en la dirección equivocada. Mientras no nos demos cuenta de que tenemos que marcar distancia con los antepasados, que acaso es la mejor manera de respetarlos, no superaremos nuestro atraso cultural. La melancolía es el principal obstáculo para adaptarse a los tiempos. Tendríamos que hacer alabanza de corte y menosprecio de aldea, trastocando los términos del f
amoso tratado de
Antonio de Guevara. No hace falta leer a
Bergson para comprender lo que es una
sociedad abierta y entender que el aldeanismo siempre es la patología de los pueblos que, en el fondo, desconocen su propia personalidad, aunque se revistan con enseñas. Andalucía tiene siglos de historia. Hace décadas que es mayor de edad. Debería aspirar de una vez a ser, en lo intelectual más que en lo físico,
el país de ciudades del que hablaba
Domínguez Ortiz. Porque la mejor manera de ser lo que se desea, paradójicamente, a veces consiste en dejar de ser lo que nos dicen que somos.
por Granada Republicana UCAR | Jun 14, 2013 | impor
Carlos Elordi*
10/06/2013
El Rey no manda. Pero es un poder fáctico. Enorme. Aunque se comporte como un rico jubilado al que lo único que le preocupa es disfrutar de la vida, él es la clave de bóveda de nuestro sistema institucional. No solo porque es su máxima instancia, sino también porque es el elemento en el que se incardinan los demás poderes del Estado. Y además, don Juan Carlos es el vínculo entre nuestro presente político y el régimen que le precedió. Que el jefe de Estado de la democracia sea la misma persona que quien ocupó ese cargo en los últimos años del régimen franquista es la prueba viva de que nuestro sistema no nació de una ruptura con la dictadura, sino únicamente de una reforma que cambió sus leyes. Y eso, aparte de recordarnos de dónde venimos, también hace muy difícil alejar al monarca de La Zarzuela si él no quiere marcharse.
El Rey lo es porque Franco quiso que fuera su heredero y porque, más tarde, las fuerzas democráticas aceptaron esa situación. Para revertirla, no solo sería preciso aprobar una nueva Constitución, sino, antes de eso, establecer unos nuevos pactos entre los distintos poderes reales del país del calado que tuvieron los que se hicieron en la Transición. Don Juan Carlos debe saberlo perfectamente. Y seguramente por eso nos ha trasmitido siempre la sensación de que se siente impune.
La Constitución no explicita los motivos por los cuales el Rey de Franco es también el jefe de Estado de la democracia. No menciona derechos dinásticos ni de otro tipo. Don Juan Carlos conservó su corona porque así lo decidieron, casi unánimemente, quienes eran los representantes de la voluntad popular en 1978. Y si así lo hicieron fue porque todas las fuerzas políticas que obtuvieron representación en las elecciones del 15 de junio de 1977 habían aceptado antes de que estas se celebraran que la monarquía sería la forma del Estado en democracia y que Juan Carlos de Borbón sería el jefe de ese Estado. Es decir, habían asumido que se cumpliera la voluntad de Franco al respecto. Incluidos los comunistas, y muy a su pesar, porque esa aceptación implicaba reconocer que su lucha durante cuarenta años había fracasado.
Esa fue la principal condición sine qua non que impusieron quienes ostentaban el poder tras la muerte de su creador, entre ellos el Rey mismo, para acceder a cualquier cambio. Y ese fue el precio político que tuvieron que pagar los partidos que estaban fuera del franquismo para ser reconocidos. Porque carecían de la fuerza necesaria para propiciar cualquier salida que no incluyera ese requisito.
Franco no dejó «todo atado y bien atado». Pero sí lo que para él sin duda era lo más importante: el nombre de quien había de sucederle en la jefatura del Estado. Y no porque hubiera descubierto virtudes extraordinarias en don Juan Carlos, ni porque hubiera visto en él al hijo que iba a seguir fielmente el camino del padre. Frente a las ambiciones incontenidas de su padre, don Juan, el joven Borbón tenía la clara ventaja de que le había obedecido siempre sin rechistar. Porque estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta con tal de llegar a ser Rey. Incluso a «tragar mucho», según confesó años después su esposa, la hoy Reina Sofía. Esa disponibilidad sin límites, que hasta le llevaría a quitarle el puesto a su padre, debió bastarle al dictador para convencerse de que don Juan Carlos era el instrumento adecuado para sus fines.
La principal preocupación de alguien que sigue mandando cuando ve cerca la muerte es que lo que ha construido no se diluya cuando él no esté. Y lo que el dictador había creado, de la manera que se sabe, era un sistema de poder. Ese era el legado que él quería que tuviera continuidad. Aunque tuviera que cambiar de formas. Era previsible que las del franquismo no pervivieran mucho tiempo tras la desaparición de su fundador. Don Juan Carlos ha declarado que el propio Franco así se lo dijo una vez. Aquella organización estaba demasiado ligada a su figura y a su acción como para que pudiera sobrevivirle sin sufrir cambios importantes.
Pero el entramado de poder que había detrás de esas formas sí que podía hacerlo. Estaba formado por la banca, los principales empresarios y hombres de negocios, por los grandes terratenientes, por la jerarquía católica, por quienes ostentaban los mandos de la sociedad civil del franquismo, desde los notarios y registradores a los miembros de los altos cuerpos de la administración, pasando por los más elevados estadios del escalafón judicial. Y también por los jefes del Ejército.
Todos ellos se apiñaron en torno al Rey en cuanto este fue nombrado tal por las Cortes franquistas en diciembre de 1975. Y así siguen hoy en día, aunque tras el golpe del 23-F las fuerzas armadas empezaran a dejar de ser lo que habían sido. Porque Franco hizo comprender a unos y a otros, o ellos lo comprendieron por su cuenta, que el que don Juan Carlos ocupara la jefatura del Estado era la expresión de su poder. El que, más tarde, todos los partidos políticos acataran el designio del dictador, reconociendo al Rey por él nombrado, demostró la fuerza que esos poderes tenían.
La Transición a la democracia no fue un hecho milagroso, ni un golpe de mano que dieron unos personajes providenciales, tal y como figura en la versión oficial de la misma. Fue un proceso de adaptación a las nuevas condiciones que había creado la muerte de Franco y a las exigencias políticas del momento, y, a la cabeza de ellas, la de colocar España en Europa. Fue un proceso rápido, intenso y arriesgado en algunos momentos, en el que brillaron las dotes de imaginación y negociación de sus protagonistas. Pero que respetó el guion escrito por el dictador en lo que se refería a quién debía de sucederle. Con todo lo que ello comportaba.
Si se garantizaba ese principio intocable, las cosas podían evolucionar de maneras muy distintas. El testamento de Franco no cerraba las posibilidades de evolución de su régimen. Así lo vieron sus exégetas más perspicaces, figuras del régimen como Torcuato Fernández-Miranda, que encontraron la forma de reformar el franquismo a partir de sus propias leyes. A partir de eso, la situación podía evolucionar en el sentido en el que lo hizo, concluyendo en la Constitución; podría haberse quedado en el intento continuista de Arias Navarro y de Fraga Iribarne, o podría haber optado por caminos intermedios entre uno y otro. No había planes elaborados de antemano. Aunque sí objetivos genéricos. Los de la oposición democrática eran muy claros. Los del Rey y su entorno se ceñían a mantenerse a la cabeza del Estado en las condiciones más favorables para que esa situación fuera estable y duradera. Tras cometer algunos errores, comprendieron que la manera de lograrlo era reformar a fondo todo lo demás.
Convencieron a los poderes en los que se apoyaban, o cuando menos a sus exponentes más influyentes, de que eso convenía a sus intereses. Con dificultades, trabajosas idas y venidas y dejando algunos descontentos por el camino. Obtuvieron el apoyo de los principales Gobiernos europeos a sus planes, consiguieron que hasta los socialdemócratas alemanes y suecos y los socialistas franceses aceptaran al rey designado por Franco. Pero fracasaron con las fuerzas armadas o, cuando menos, con importantes sectores de sus máximos responsables. Con los que no querían que el Ejército terminara por convertirse en un órgano más de la Administración y pretendían que siguiera gozando de la autonomía intocable y depositaria de los valores sagrados del franquismo que había tenido hasta entonces.
A cambio de renunciar a eso, en todo o en parte, Adolfo Suárez les ofreció cautelas y compensaciones. Las rechazaron. Por principios. Los mismos que tenía la ultraderecha, que entonces, y también ahora, era bastante más que un grupo de nostálgicos de la dictadura. Por eso, y porque creían que la situación se había desbocado, dieron un golpe de Estado el 23 de febrero de 1981.
No existe prueba alguna de que en los días o meses previos el Rey no dijera a sus autores e instigadores que comprendía sus motivos. Ni tampoco de que no reconociera ante ellos que en aquella situación —con un Gobierno desarbolado y sin autoridad, con ETA desatada y la economía en horas muy bajas— las fuerzas armadas podían, o debían, cumplir un papel distinto del de quedarse calladas en los cuarteles. Ni de que no les transmitiera, de una u otra manera, que los militares podían contribuir a reconducir las cosas. Junto con otras fuerzas y con él mismo.
Tampoco se conoce qué ocurrió en las horas que mediaron entre el momento de la entrada de Tejero en el Congreso y la alocución televisiva mediante la cual don Juan Carlos negó a los golpistas. Ninguno de los que podían haberlo hecho ha querido contarlo. Lo que sí se sabe es que los partidos políticos democráticos y sus intelectuales orgánicos decidieron que aquella intervención del Rey ante las cámaras borraba de un solo trazo el pasado de don Juan Carlos con el franquismo y lo elevaba a los altares de la democracia. Y desde aquel día, año tras año, la España oficial, fuera de derechas o de izquierdas, ha repetido ese mantra. Hasta hoy mismo, cuando amplias capas de la población y la mayoría de los jóvenes ponen en cuestión su cargo, ese es el principal argumento que se esgrime para defender al Rey.
Esa versión de las cosas es la pieza fundamental de la versión oficial de la Transición. Con ella se reescribe, inventándolo en buena parte, el pasado previo a 1981. Gracias a ella se confirma que la Transición misma y lo que vino después fueron un ejemplo para el resto del mundo. Y, sobre todo, que las bases en las que se asentaba eran inmutables e intocables. Porque, según esa visión, no tenían defecto alguno; eran prácticamente perfectas. Todos los que tenían algún mando, en el sistema político, en la sociedad civil o en las instituciones apoyaron siempre esa lectura de las cosas.
Hasta hace relativamente poco tiempo pareció que nada podía alterar ese acuerdo tan firme, al que se había logrado sumar, además, el apoyo mayoritario de la ciudadanía. A la que una incansable propaganda, pero también el sentido común y el deseo de normalidad, habían terminado por convencer de que el Rey y la Constitución eran las únicas y las mejores soluciones posibles.
Lo que no se previó es que todo el montaje pudiera fallar porque el Rey no estuviera a la altura de la responsabilidad a la que le obligaban tan altas funciones. Había conseguido lo que más deseaba en la vida. Alguien que se lo oyó decir ha contado que en una ocasión, cuando tenía seis o siete años, sus amigos confesaron lo que querían ser de mayores. Uno dijo que piloto, otro que almirante o cosas así. Cuando le tocó su turno, Juan Carlos afirmó: «yo voy a ser Rey». Consiguió serlo y, además, indiscutido y popular. Pero no se conformó con eso. Quería también ser libre, moverse sin ataduras de ningún tipo. Tal vez su modelo de referencia era su abuelo, Alfonso XIII, un monarca que también aparecía siempre sonriente y feliz, pero cuyos excesos, con las mujeres, en asuntos oscuros y en todo tipo de caprichos, le granjearon un rechazo entre todos los estratos de la sociedad que fue uno de los principales motivos de la llegada de la II República en 1931.
Se ha escrito que don Juan Carlos ya tenía contactos privilegiados con la banca cuando aún solo era príncipe. Pero los rumores de sus andanzas por el mundo de los negocios, de los favores y de las comisiones que se reciben a cambio cobraron fuerza más adelante. Empezaron a surgir poco tiempo después de 1981. Es decir, cuando el Rey ya se sentía plenamente seguro en el cargo y, sobre todo, cuando creyó que ya no iba a tener que meterse en nuevos líos políticos y podía dedicarse a lo que le gustaba.
Algunas de las personas que le habían ayudado a asentarse en la corona en los momentos difíciles también gestionaron sus iniciativas en el mundo del dinero. El que más, Manuel Prado y Colón de Carvajal, cuya larga fidelidad al monarca, que ciertamente le debió de reportar grandes beneficios, le llevó en 1995 a aceptar una condena de dos años por haberse apropiado de entre 12 000 y 16 000 millones de pesetas de la familia real kuwaití a fin, se dijo, de que el Rey no apareciera como el destinatario de esos fondos.
Las compras estatales de petróleo árabe, y más tarde, hace poco, del ruso, a través de la
compañía Lukoil y de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, destacan entre las actividades en las que se dice que don Juan Carlos ha ejercido funciones de intermediario desde hace décadas. Pero también se ha vinculado su nombre a grandes operaciones de inversión en telecomunicaciones, líneas ferroviarias de alta velocidad y otras. O de promoción de toda suerte de iniciativas favorables a intereses de los grandes empresarios turísticos de las islas Baleares. Todos ellos contribuyeron al fondo de 3 000 millones de pesetas que costó el yate Fortuna que regalaron al Rey en 2000. Y en su cubierta, los miembros de la familia real lucieron verano tras verano toda suerte de prendas y objetos de marcas conocidas, y con su nombre bien visible para que saliera en las fotos. Hasta que Maruja Torres lo denunció en El País.
En el ambiente en el que se ha movido siempre el monarca, el de los ricos, españoles y extranjeros, esas actividades son totalmente normales. En esos medios nadie se escandaliza de que quien tiene poder lo utilice para aumentar su patrimonio. Ciertamente hay quien no lo hace y se suele destacar la probidad de algunos monarcas europeos. Pero quien accede a esos tráficos no merece reproche alguno y, por el contrario, es objeto de interés por parte de quienes quieren hacer negocios. Que son casi todos. Esa es la salsa de ese mundo.
Tal y como contó Luis García Berlanga en
La escopeta nacional, los tejemanejes comerciales eran la esencia de las cacerías franquistas. Y lo siguieron siendo en las de la democracia, en las que, por cierto, don Juan Carlos ha sido un participante asiduo. ¿De qué otra cosa, y de las piezas que se cazan o de mujeres, van a hablar nuestras élites económicas, que si por algo no se distinguen es por su inquietud y su formación cultural o en cualquier otra cosa que no sea el dinero? ¿O en los largos partidos de golf en los campos más selectos a los que tan aficionados son los ricos? ¿O en el palco del Bernabéu y en los de los demás grandes clubes de fútbol españoles?
Esos son los lugares en los que se plantean o se rematan buena parte de los negocios de altura que se hacen en España. Esas, y algunas cenas y comidas en conocidos restaurantes, son las sedes en las que se ejerce el poder económico. Los subalternos y los despachos de abogados se ocupan de perfilar los detalles, de encontrar las vías para superar los inconvenientes técnicos y legales y de dar forma final a las operaciones. Pero lo fundamental del negocio ya les viene dado, lo han acordado los poderosos en esos encuentros. Y el aspecto crucial de los mismos suele ser el acuerdo sobre la comisión que han de llevarse unos y otros. En los ambientes de la alcurnia madrileña se dice que el Rey es particularmente exigente en ese aspecto.
La discreción es la norma inviolable de esos pactos de caballeros. El silencio solo se rompe si alguno de ellos cae en una situación tan desesperada que no tiene más remedio que amenazar con hablar para salvarse. Por eso es tan importante hacer negocios con gente segura, que dé garantías de que nunca le va a pasar algo de eso. Pero el Rey se confió en exceso en más de una ocasión. Le ocurrió con su amiga, la actriz Bárbara Rey, quien, según se publicó entonces, le pidió dinero a cambio de no revelar secretos de alcoba. Y, sobre todo, en 1995, cuando salió a la luz que Mario Conde y Javier de la Rosa estaban intentando chantajear al monarca, con quien ambos tenían antiguas y óptimas relaciones, para evitar su condena por graves delitos financieros. Y destacados exponentes del mundo periodístico y de otros les apoyaban en ese empeño.
El Gobierno socialista de Felipe González, además de asumir la negociación con los representantes de esos personajes, tuvo que arbitrar complejas y delicadas iniciativas políticas e institucionales para desactivar la trama, que, sin embargo, resurgió dos años después, con Aznar ya en la Moncloa, y que solo se apagó tras la boda de la infanta Cristina con Iñaki Urdangarin, que Jordi Pujol orquestó como una gran operación de Estado en apoyo al Rey, con la presencia de todos los presidentes autonómicos, incluido el vasco, y de las máximas instancias del poder institucional y social.
No quedó traza judicial alguna de esos ni de otros avatares de similar índole. Quien pudo hacerlo las borró. Y aunque esos asuntos aparecieron en los periódicos, bien es cierto que solo en algunos y siempre con términos contenidos y en pequeñas dosis —lo cual no era poco, porque algún año antes eso mismo habría sido imposible— no accedieron a los medios masivos, es decir, a las radios y, sobre todo, a la televisión.
Hoy eso sería impensable. Porque cualquier noticia o rumor, si tiene enjundia suficiente para ello, llega por Internet a millones de personas en pocas horas. Ese es uno de los motivos por los cuales el escándalo Nóos se ha escapado de las manos a quienes querrían haberlo controlado y avanza imparable hacia la implicación indirecta del Rey. Otro, no pequeño, es que un juez ha decidido seguir hasta donde haga falta.
Un tercero, y seguramente el más importante, es que la opinión pública ya no está dispuesta a tragarse ningún sapo, ni a mirar para otro lado si se entera de que el monarca ha vuelto a pasarse. La crisis económica ha provocado un cambio sustancial en la actitud de los españoles hacia la cosa pública y, particularmente, ha hecho desaparecer en ellos todo signo de indiferencia hacia la corrupción.
Al Rey no debieron contarle que ese cambio se había producido. O no quiso enterarse. O no le afectó mucho. Porque la opinión de quienes a él sí que le importaban no iba, ni mucho menos, por ahí. Y es que mientras arreciaban esas críticas, el poder económico no solo le expresaba su apoyo, sino que hacía saber al resto del país que el Rey era su referente, bastante más que los desacreditados Gobiernos democráticos. En noviembre de 2010, en medio de la agonía de Zapatero, recibió en la Zarzuela a una comisión que representaba a cien máximos exponentes empresariales y que le entregó un documento que contenía las reformas del sistema económico y del político, incluido el de las autonomías, que esas personas consideraban urgentes para sacar al país del agujero. Muy pocos comentaron entonces que, en todo caso, ese papel tenía que haber sido entregado al Parlamento, que aquel encuentro, por sí mismo, tendría mucho de antidemocrático, que podía ser el germen de una acción del Rey por encima de los partidos.
Y la experiencia volvió a repetirse en marzo de 2012. Esta vez con los presidentes de las diecisiete mayores empresas españolas. Sin documento alguno de por medio y ante las cámaras de televisión. El escándalo Urdangarin llevaba bastantes meses en la calle, el Rey había proclamado lo de que «la justicia ha de ser igual para todos», ya se había empezado a hablar de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, pero aún no había tenido lugar la cacería de elefantes en Botsuana. Al encuentro con el Rey asistieron los presidentes del Banco Santander y del BBVA, que flanquearon al monarca, para que nadie dudara de quienes eran los que más mandaban. Y los de Telefónica, El Corte Inglés, Repsol, Acciona, La Caixa, Inditex, Grupo Planeta, Mapfre, ACS, Ferrovial, Mercadona, Iberdrola, Mango, Grupo Barceló y Havas Media Group.
De lo que allí se había dicho solo trascendieron los mensajes de ritual. El de que «todos han de arrimar el hombro para salir de la crisis», o el de que «hay luz al final del túnel». Pero lo importante era la reunión en sí misma. Porque esta vez, más que de maniobras espurias, de lo que se trataba era de apoyar al Rey. Y lo que las máximas instancias del poder económico español querían que se supiera era que estaban tan firmemente unidas a don Juan Carlos como, treinta y ocho años atrás, cuando se convirtió en el sucesor de Franco, lo estuvieron quienes representaban lo mismo que ellas. Y también que, de una u otra manera, habría que contar con su aquiescencia para tomar cualquier iniciativa que afectara a la corona.
Por si alguien no había recibido esa misiva, las mismas personas volvieron a reunirse, esta vez en la sede de Telefónica, a finales de agosto de 2012. Para entonces, a los consejeros del Rey ya se les había ocurrido la idea genial de que el monarca pidiera perdón por la cacería africana y dijera que «se había equivocado». Lo cual no rebajó un ápice la creciente indignación ciudadana y añadió una imagen imprevista al asunto: la de un hombre acabado.
Por todo eso, y por la espantosa imagen internacional de nuestro jefe del Estado, está cada vez más claro que el Rey, y el sistema mismo, ya solo pueden jugar la carta de la sucesión, que será una abdicación encubierta. Y también que se va hacia eso. Midiendo los pasos y tratando de ganar todo el tiempo posible. Pero sin mayores garantías de que esa solución vaya a funcionar. O, cuando menos, sin seguridad alguna de que la entronización de Felipe de Borbón vaya a normalizar la andadura de la jefatura del Estado.
La prudencia recomendaría que el cambio se produjera después de que hubiera habido sentencia sobre el caso Nóos. Pero ninguna catarsis que anunciara el nuevo monarca podría evitar que sobre él cayera el peso de una eventual condena de su yerno, quién sabe si también de su hermana y, aún más, de una eventual implicación de su padre en los hechos juzgados. No saldría mejor librado si el tribunal decidiera la absolución. Y menos si, por arte de magia, se anulara el proceso.
Ante esas perspectivas, podría ser menos costoso asumir el cargo antes de que se iniciara el juicio. ¿Se atrevería luego el Rey Felipe a indultar a sus familiares? ¿Optaría por ejercer el cargo con Urdangarin en la cárcel? Cualquier escenario es posible, por atrabiliario o intolerable que hoy parezca. Pero ninguna de esas opciones permitiría a la monarquía recuperar la credibilidad perdida. Aunque eso seguramente no preocupará en demasía a los poderes que le apoyarán. O no tendrán más remedio que pechar con ello.
Don Felipe será un rey frágil desde el día de su toma de posesión. Porque estará marcado por la trayectoria de su padre. Porque tendrá enfrente la desconfianza de una gran parte de la opinión pública. Porque el poder político que debería reforzarlo es hoy más débil que nunca y tanto el PP como el PSOE medirían cualquier paso a dar en esa dirección para que la irritación de la gente no se volviera en contra. Y porque los demás poderes, aun pudiendo bloquear cualquier salida que no les guste, no tienen capacidad para imponer una solución propia y habrían de limitarse a apoyar al joven Rey de la manera que lo están haciendo a don Juan Carlos. Es decir, a la defensiva.
Si, atendiendo a la opinión unánime de los expertos en la materia, se descarta la posibilidad de un golpe de Estado militar, la perspectiva que hay por delante es el deterioro imparable de la monarquía. Habrá que ver si es lento o rápido. Y qué traumas nacionales pueden derivarse de ese proceso que parece inevitable. ¿Reventará por ahí la enorme presión que se está acumulando en una España hundida en la crisis y en la que se están deshaciendo todos los equilibrios de poder?
por Granada Republicana UCAR | Jun 11, 2013 | impor
Glu, glu, glu
Guillem Martínez*
28/05/2013
Los objetos son aquello para lo que funcionan. Si un objeto cambia de función, es que ya no es ese objeto, por lo que no responde al nombre que tenía. Esto pasa, incluso, en la vida privada, cuando, por cambio de función, pasas de llamarte cari a denominarte ex. Y ha pasado con el Estado, cuya función ha pasado de ser cualquiera de las que usted supuso, a la de simple recaudador de deuda.
Parece un cambio sencillo. Pero, zas, ese cambio sencillo lo ha cambiado todo. Hasta el palabro Gobierno, esa cosa que aún conserva su nombre, pero no su función. Escaso de soberanía, sólo puede gestionar pequeños detalles anecdóticos –para el acreedor, no para el pagador–, como quién paga la deuda. A ese pequeño margen de maniobra, hoy, por cierto, se le llama política, reforma, ley. Con todo este cambio de funciones, son un tanto irrelevantes palabras como democracia, parlamento, elecciones. Y ya puestos, Constitución. ¿Qué sentido tiene esa palabra en un momento en el que nada, en el Estado, responde a sus funciones previstas por escrito?
De hecho, los dos partidos que han hecho esta rápida transición hacia la postdemocracia –una democracia formal, con otra función y, como ven, con otro nombre–, han convertido la Constitución en un articulario sobrepasado por las nuevas funciones del Estado. El imperativo de cobrar deuda, venido del exterior y por mandato de instituciones no democráticas –FMI, BCE, UE, la familia Corleone–, así como el escaso margen de política/reformas/leyes empleado en que esa deuda no la paguen la banca, el empresariado y las rentas altas, ha supuesto la omisión ad eternum del artículo 1, y del 9.2.
Por la vía de los hechos, que hubiera dicho
Durruti hablando, “snif”, de lo contrario. Con la desaparición a tiempo real de los artículos que fijaban el carácter social del Estado, y el Bienestar –la forma de democracia en Europa; casi nada– como prioridad política y gestora, hay capítulos y títulos enteros que han pasado a ser atrezzo, palabras sin función, salvo la decorativa.
El resultado es un Estado que ya no coincide con su descripción/constitución. Y una sociedad, a su vez, que se organiza a través de la desobediencia. Porque, si se fijan, los médicos, los profesores, los cuidadores de ancianos, la PAH, la ciudadanía, en fin, que están asumiendo y adoptando funciones no previstas, o para las cuales no hay partidas, están asumiendo una desobediencia tranquila, cotidiana, pausada. Algo, muy propio, por otra parte, de los regímenes ficticios, que se desmoronan. Este régimen, el del ‘78, por otra parte, y si lo miran a los ojos, se está desmoronando. Desde el Estado y los partidos, hacia la postdemocracia. Desde la sociedad, hacia otra democracia. Supongo que con menos Estado, esa cosa cuya función ya no es la de traer la democracia al mundo, como ha quedado visto, sino retirarla del mercado si se interpone en el pago de deuda.
La política oficial, algo con la función tan cambiada que ya no tiene nada que ver con la sociedad, vive el hundimiento de sí misma a través, incluso, de la oficialización del conflicto entre la realidad –entre las nuevas funciones del Estado–, y su descripción en la Constitución. Los golpes más violentos los está viviendo en los temas más frágiles y de cierre más precario en el pack constitucionalista del ‘78. La forma del Estado y la unidad del Estado. El hecho de que la Jefatura del Estado, a la luz de la información vertida a través del caso Urdangarin y la cosa Corinna, sea, como todo el mundo, de profesión comisionista, es algo que carece de interés en una postdemocracia. El hecho de que Catalunya, o cualquier otra parte del actual Estado, decida ser Estado y asumir su parte de deuda, pues tampoco. Simplemente son dos indicativos de que el Régimen ha finalizado. Y de que, a falta de una constitución real, se aproxima un proceso constituyente. Es previsible que los partidos y otros profesionales del Estado apostarán por él para asumir, por escrito, las nuevas funciones del Estado. Y que la sociedad luche por él para codificar las nuevas formas de democracia. Será –lo es ya– un combate desigual.
http://www.diagonalperiodico.net/global/glu-glu-glu.html
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Dos procesos constituyentes, dos
Guillem Martínez*
El País
08/06/2013
Lo más probable es que nadie le haya informado de ello, pero esta mañana a primera hora estamos en pleno proceso constituyente. Concretamente, se están gestando dos procesos constituyentes antagónicos. Este artículo, que les saluda con la manita, pretende esbozarlos y, por el mismo precio, discernir si el proceso soberanista, del cual se nos informa cada mañana a primera hora, existe, y es uno de esos procesos constituyentes.
De los dos procesos constituyentes, el más avanzando está liderado por el Estado. Fue iniciado por Zapatero -tras, piticlín, piticlín, una llamada telefónica-, con el recorte histórico del 12 de Mayo de 2010. Adquirió forma rotunda con la reforma constitucional exprés/de-entrada-no del 22 de Agosto del mismo año, en la que la constitución con menor soberanía en Europa priorizaba el pago de deuda por encima de cualquier otra función del Estado. Amplias hectáreas de la Constitución, que fijaba el Bienestar como prioridad gestora y política del Estado, entraron en contradicción con la reforma. Los palmeros de los cambios de Régimen de legalidad a legalidad system -esa cosa que, estrictamente, jamás se ha producido en el mundo-, deberían saber que ni el poder legislativo, ni el ejecutivo, ni el judicial, observaron esa contradicción/ilegalidad. Ni siquiera, el Tribunal Constitucional, esa cosa que es muy probable que tampoco exista. Cabe suponer que la (más que) posible ilegalidad del actual Régimen, deje de serlo a través de otra reforma constitucional formal. En ese proceso constituyente hacia la postdemocracia, se deberán eliminar las contradicciones democráticas existentes desde 2010. Se deberá legalizar también la absorción del Estado por las empresas -la última burbuja económica posible, hoy tan en uso, si bien penalizada-. Habrá cambios políticos formales: se intensificará la ausencia de control en la integración en organismos, se permitirá que la jefatura del Estado pueda ser detentada por una primogénita, se establecerá como forma del Estado el federalismo simétrico -es decir, lo contrario al federalismo-, se retocará el Senado y, es otra percepción -la redacción de las leyes Gallardón y Wert apuntan a ello-, se establecerá, como como único margen político de discusión, además del territorial, el debate laicismo-confesionalismo. Será divertido ver la prosa democrática y épica que se utilizará para este nuevo post-Fuero de los post-Españoles.
Frente a este proceso constituyente, liderado por Estado, partidos y otras instancias no democráticas como UE, BCE, o FMI, se construyen procesos constituyentes descentralizados y civiles. Son recientes, latentes, aún por ordenarse. Es posible que no tengan una identidad llamativa en las próximas elecciones europeas, si bien es posible que sean el fenómeno que module ese cambio electoral radical que se espera. Por lo que vengo observando, esos procesos, emitidos desde todo el Estado, tienen puntos en común. Se relacionan más con la cultura constitucional anglosajona que con la europea. Parten de una ampliación de derechos -puede que, en sí, no sean más que la consolidación como derechos fundamentales de la Carta de Derechos Humanos-. Hacen hincapié en la separación de poderes, observando el poder financiero como un cuarto poder, a controlar. Enfatizan el control del Estado, esa cosa que no supo defender la democracia. Se observa el federalismo como un control de Estado, y no cómo una consecuencia identitaria, y la federación como el resultado del derecho de secesión o autodeterminación. Se opta por la(s) República(s). Aparecen los comunes/el procomún como una nueva forma de propiedad, junto a la privada. Se abogan por formas de democracia directa y tecnológica.
El proceso soberanista liderado por CiU y ERC, de existir -no se está produciendo más que en sus tramos publicitarios-, sería una región del primer proceso constituyente. Una opción postdemocrática tan poco alejada de la española que puede conducir al mismo Estado.
El periodismo debería informar y controlar ese gran proceso constituyente postdemocrático estatalista español o/y catalán. Y empezar a dibujar las propuestas constitucionalistas, democráticas, que se dibujan fuera del Estado en todo el Estado.
http://ccaa.elpais.com/ccaa/2013/06/07/catalunya/1370625440_689887.html
* Guillem Martínez es periodista y guionista de televisión. El año pasado coordinó el ensayo coral “CT o la Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española” (Debolsillo).
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