por Granada Republicana UCAR | Abr 13, 2020 | impor
Viñeta del maestro Andrés Vázquez de Sola sobre el coronavirus y la peste borbónica.
La República en España sería en el horizonte la irradiación de lo verdadero, promesa para todos, amenaza para el mal únicamente; sería ese gigante, el Derecho, en pie en Europa, detrás de esa barricada llamada los Pirineos.
Si España renace monarquía, es pequeña.
Si renace República, es grande.
Que escoja.
(Victor Hugo, 1868)
Por primera vez en dieciséis años, esta primavera de 2020 no celebraremos nuestra tradicional
Cena Republicana Granadina. La pandemia del coronavirus ha provocado la suspensión de la conmemoración anual de la proclamación de la II República Española, el acto central de la asociación que me honro en presidir,
Granada Republicana UCAR. Además, la emergencia sanitaria mundial nos ha obligado a aplazar el evento del XV aniversario de nuestro colectivo, fundado el 25 de abril de 2005 en los sótanos del Colegio Mayor Isabel la Católica.
Este mes de abril está siendo muy distinto a los anteriores. Tenemos que permanecer en casa el máximo tiempo posible para evitar que el virus se expanda a toda velocidad, colapsando el sistema sanitario público, tan dañado por la ofensiva privatizadora de la derecha. Nuestra responsabilidad como ciudadanos/as es respetar el confinamiento y la cuarentena que han establecido las autoridades, colaborando para derrotar a la enfermedad cuanto antes. Nos veremos cuando amaine la tormenta. Ahora toca resistir. El esfuerzo es mínimo, comparado con las adversidades que superaron nuestros mayores en otras épocas terribles.
Al inicio de la crisis, cuando se hicieron públicas las escandalosas comisiones pagadas por la dictadura saudita al rey emérito junto con las donaciones de este a su antigua amante, el actual monarca salió a la palestra, anunciando que renunciaba a la herencia de su padre, reconociendo implícitamente sus corruptelas y pretendiendo salvar la Monarquía a toda costa, dejando en la estacada al anciano playboy. Las redes sociales ardieron y se lanzó una cacelorada republicana que tuvo cierto éxito, al amparo de los primeros días de aplausos colectivos a los trabajadores de la sanidad. Posteriormente, la cuestión desapareció de la primera línea, quedando oculta tras los furibundos ataques de la dupla PP-Vox a la gestión del Gobierno PSOE-UP. Los medios obedecieron las consignas de sus amos e hicieron desaparecer el asunto de la agenda pública, dedicando toda su artillería a descabalgar al Ejecutivo de coalición, proponiendo que lo reemplazara un Gobierno tecnocrático de concentración, al servicio de unas élites preocupadas por el futuro de sus cuentas de resultados.
Cuando consigamos vencer al coronavirus y podamos reencontrarnos en calles y plazas, habrá que pensar muy seriamente en acabar con el virus de la Corona, la principal tara del régimen del 78. Por higiene democrática, tendríamos que desinfectar la Zarzuela y las instituciones del Estado de la enfermedad monárquica, levantando una nueva España desde las virtudes republicanas. El país que necesitamos para afrontar los retos del porvenir, como el cambio climático (que puede dejar a la COVID-19 a la altura del betún), debe ser una República soberana, que se haga respetar en Bruselas y en Washington, reforzando los lazos fraternales con Portugal y con las naciones de América Latina y del Mediterráneo. Un rompeolas contra la corrupción y el desmantelamiento del Estado de Bienestar, que nos permita prepararnos para afrontar pandemias, epidemias y catástrofes, defendiendo siempre la supervivencia de la especie humana frente a los mercaderes de la vida y la dignidad.
El próximo 14 de abril, a las nueve de la noche, aunque no podamos abrazarnos ni brindar por la Tercera, hay que volver a sacar la tricolor al balcón, hacer sonar el Himno de Riego y golpear nuestras ollas y cacerolas para que el mundo entero sepa que la República sigue viva en los tiempos del coronavirus, como la medicina ideal para superar la peste borbónica y construir un país libre y soberano. Nuestra patria es la gente. Solo el pueblo salva al pueblo. España es mucho más que esa ralea de ultras que hoy amenazan la convivencia. España somos nosotros y nosotras, los herederos de siglos de luchas, de victorias y de fracasos, los llamados a protagonizar un mañana mejor.
España también eres tú. Hazte oír este martes, por ti y por los tuyos. En definitiva, por la República, un nuevo pacto social para enfrentar juntos y juntas los desafíos que vendrán.
por Granada Republicana UCAR | Mar 25, 2020 | impor
Pablo Jones Medina (*)
25/03/2020
Las tardes amarillas son mi mejor recuerdo de Granada. Durante varios años, los más excitantes de mi carrera universitaria –pero aún más los de mi carrera extrauniversitaria– vivía en un piso desde el que se veía cómo, a media tarde, la luz del Sol teñía de amarillo los pisos blancos frente a mi ventana. Era la hora en la que más concentración en el estudio tenía. Si paraba cinco minutos, embotado, a mirar por la ventana aquella luz amarilla, no había quien me parara hasta bien entrada la noche.
Claro está, aquella luz amarilla no es el único grato recuerdo que tengo de Granada. Había muchas ventanas a través de las que embobarse. Muchas veces me quedaba mirando a la ventana mientras mis compañeros entablaban sesudas conversaciones. O a mí me lo parecían. Organizábamos unos cafés republicanos, algo que hoy echo en falta, un punto de encuentro donde mirábamos cara a cara la vida y nos atrevíamos a resolver las preguntas que nos lanzaba, con ese ánimo que nos daban los veintitantos. La única pregunta que se me grabó, paradojas de la vida, nos la lanzó un joven de esos que peinan canas, uno al que tampoco he dejado de apreciar, quizá porque me enseñó a mirar cara a cara a la vida y no se cansa de responderle.
Ha pasado el tiempo y aquella pregunta que nos lanzó me retumba de cuando en cuando, como si sintiera algún tipo de culpa por haber mirado tanto a la ventana en vez de haber escuchado a mis camaradas, en vez de haberla respondido: ¿Qué valores tiene que tener un joven republicano?
Ha pasado el tiempo y aquella pregunta retumba en las paredes de mi cuarto, filtra la música de mis auriculares, me despierta con alguno de mis ronquidos durante la siesta. ¡Pollas, que sigo sin responderla! Nada de lo que encuentro responde aquella pregunta que sigue retumbando –¿Es eso lo que quiero que sea mi vida: responder preguntas para que nada suene en mi cabeza? –, como si una mala ola me estuviera ahogando mientras la nado.
Venga, respuestas, apareced. Me sitúo en un escenario material: observable, mensurable, contrastable… ese escenario ilustrado para el que se supone que me daban herramientas de análisis en la universidad. ¡De qué poco han servido esas herramientas! A mi generación, a la parte de ella que no ha emigrado, a la que no se ha impuesto el exilio económico ni el desarraigo de sus amistades y familiares, sólo le queda sobrevivir día a día. En ese caso, ¿de dónde saco el tiempo para pensar en los valores republicanos? ¿A quién le pido que lo saque? ¿A quién le pido que comparta más que un paseo por la playa, que esto es más que un desahogo?
Ahora le sumo a ese escenario material esa morralla de deseos e identidades que nos venden como respuestas en la que me ahogo como si la mala ola fuera un temporal: hoy, aunque no sea cosa de hoy, me siguen vendiendo la moto de que, con treinta años a la espalda, tendría que tener una familia, una vivienda en propiedad, un coche y dos televisores. Todo costeado con un trabajo de fábula y algún bálsamo para flotar cuando en mi cabeza retumbaran preguntas. Si no, hoy, esto parece cosa de hoy, me venden la moto de que, con veinticinco préstamos ingleses –que si coliving, que si coworking, que si nesting…–, me entregue a la vida moderna, que hoy estamos aquí y mañana ya veremos. ¿Qué respuestas son estas? ¿Qué respuestas me ofrece el modelo de consumo ahora que soy el protagonista de vivirlo? ¿Qué respuestas me ofrece ese otro modelo que muere a medianoche y renace cada amanecer? ¿Qué proyecto de vida, de sociedad, de estado es ese para el que soy solo uno?
Hay otro escenario, que se puede valorar tras los años que han pasado: los grupos que se construyeron, los testimonios de quienes los formaron, los compromisos y las motivaciones de quienes dieron la cara. Y lo valoro avisándome de que ese mundo, porque ya pasó, no es posible y porque lo bonito de ese mundo no me debe anclar al mar mientras nado. Y porque en Cádiz, donde he conocido a más gente gracias a la carrera extrauniversitaria, se pasaron aquellos años –supongo que como en Granada– entre neumáticos quemados en el puente Carranza y hermanos y hermanas que palmaron de sobredosis de pobreza y de amargura.
Siento algo raro cuando escucho uno de esos testimonios: escucho retumbar la pregunta igual pero no me ahogo. Siento escucharla retumbar como si pudiera rechazar lugares comunes, intuir medias verdades, formular crítica; como si, sin haber escuchado aquellas conversaciones sesudas, el ritmo de las respuestas siguiera el compás que retumba de la pregunta; como si el retumbar fuera el latido de mi corazón porque sigo vivo.
Siento como si me sacaran del agua unos minutos, me dieran tiempo a secarme y me sentara en la playa a esperar que la arena amarillee. Como si me fuera a gusto de la playa, llegara a casa y viera a través de aquella ventana, con la esperanza de que esa pregunta que retumba en busca de respuesta encuentre a alguien que la oiga retumbar. Y en otro momento, que no sé cuál es, aparezca la posibilidad de poder preguntar a alguien “¿Qué valores tiene que tener un joven republicano?”.
por Granada Republicana UCAR | Feb 29, 2020 | impor
Pepe Jiménez de Toro, a la derecha de la foto, patrullando con su uniforme de la Guardia Civil (Cataluña, 1934-1936)
Esta es la historia recuperada de José Jiménez de Toro, un hombre cuya trayectoria ilustra la de otros muchos. Su fidelidad al régimen de la II República, como guardia civil, le costó muy cara: perdió el empleo, hogar y familia. Expulsado de su tierra, condenado al destierro, sin volver a ver a sus padres y hermanos. Nos la cuenta José María García Labrac, presidente de Granada Republicana UCAR y sobrino nieto de nuestro protagonista, al que honramos con este reportaje.
José María García Labrac (*)
29/02/2020
Muchas personas desconocen que la lealtad de un sector de la Guardia Civil a la Segunda República fue fundamental para desactivar el golpe de Estado franquista en varias capitales españolas. Concretamente, en Barcelona, la Benemérita derrotó a los sublevados con el concurso de los anarquistas de la CNT, imposibilitando que el general faccioso Manuel Goded tomara la ciudad e impusiera el terror en toda Cataluña. En otros lugares, como Madrid o Valencia, la fidelidad del Instituto Armado al régimen republicano no fue tan clave, pero ayudó a inclinar la balanza del lado del Gobierno legítimo del Frente Popular.
Los tópicos, prejuicios y recelos de la miope izquierda hispana, todavía presa del mito de la Antiespaña forjado por la dictadura, han contribuido a que buena parte de su base social y electoral ignore que la mayoría de las Fuerzas Armadas no se sumó al alzamiento del 18 de julio, que dieciséis generales fueron asesinados por los golpistas por oponerse a sus designios y que relevantes militares conservadores y católicos se mantuvieron leales a la causa republicana hasta el final de sus días.
La Guardia Civil, fundada en 1844 por el duque de Ahumada, para garantizar el orden en las zonas rurales, ha sido durante su larga historia un instrumento represivo primordial en la defensa de los intereses de la clase dominante. Sin embargo, aquel verano del 36 el Cuerpo se partió en dos, impidiendo el triunfo inmediato de la conjura, que tuvo que esperar casi tres años para conquistar y ocupar el país entero.
La división de la Benemérita se produjo a todos los niveles, afectando a números, suboficiales y oficiales, aunque ninguno de sus seis generales se adhirió a la asonada. En algunos casos, el mantenimiento de la cadena de mando propició que los guardias rasos no se unieran al golpe, obedeciendo las órdenes de sus superiores, comprometidos con la defensa de la legalidad. En otros, la oficialidad y la tropa tomaron caminos radicalmente distintos.
En esta ocasión, quiero rescatar la trayectoria de un guardia civil leal, un simple número que fue fiel a sus juramentos y arriesgó su vida para salvar la democracia, perdiendo a su patria para siempre después de la derrota. Se llamaba José Jiménez de Toro.
José Jiménez de Toro en el paseo de los Tristes el domingo 10 de agosto de 1930
Pepe, el segundo hijo del matrimonio formado por los granadinos Antonio Jiménez Ortiz (1884-1956) y Loreto de Toro Vela (1891-1975), vino al mundo el 21 de mayo de 1912 en la casa cuartel de Anglés, una localidad de la comarca gerundense de la Selva. Nació allí porque su padre estaba destinado en el pueblo como miembro del Instituto Armado.
Loreto y Antonio procedían de la Alpujarra, siendo naturales de Yátor, actual pedanía del municipio de Cádiar. Ambos eran de origen humilde. Él trabajó de jornalero en su aldea natal y luego fue soldado del Ejército de Tierra, sirviendo en diversos regimientos de Infantería, en la península y en el Protectorado español en Marruecos: el Melilla Nº 19, el África Nº 68 o el Córdoba Nº 10. Ella, una correosa ama de casa alpujarreña, era sobrina y hermana de mineros de los yacimientos de plomo de Linares (Jaén).
Tras casarse con Loreto en 1909, Antonio ingresó en la Guardia Civil en 1911. Su primer destino fue la Comandancia provincial de Gerona. La familia, formada entonces por la pareja y su hijo mayor, Fernando (1910-?), se mudó a Cataluña desde la Alpujarra, comenzando un periplo de una década, que les llevó a cambiar varias veces de ciudad a lo largo del tiempo, conforme sobrevenían los traslados laborales de Antonio.
Durante su infancia, que tengamos constancia, José Jiménez de Toro vivió, además de en Anglés, en las localidades granadinas de Alhama y Loja, donde nacieron sus hermanos Antonio (1915-1975) y Araceli (1920-1974), respectivamente. A principios de los años 20, parece que el núcleo familiar se asentó definitivamente en Granada capital, estableciéndose en la calle Santo Sepulcro del barrio de la Quinta, paralela a la actual avenida Cervantes, denominada en aquella época Camino Alto de Huétor. El domicilio estaba cerca del nuevo destino de Antonio Jiménez Ortiz: el cuartel de las Palmas, sede de la Comandancia provincial de la Benemérita.
Pepe Jiménez de Toro (derecha) y un amigo en Puerta Real, con el hotel Victoria y el edificio del Suizo al fondo (primeros años 30)
Pepe se crió en el seno de la Guardia Civil, pasando por diferentes casas cuarteles de la geografía española, como algunos de sus hermanos, siendo, sin embargo, el único de los hijos que decidió seguir la estela de Antonio y enrolarse en el Cuerpo. En enero de 1932, a los 19 años, inició los trámites para entrar en el Instituto Armado, consiguiendo formar parte del mismo a partir del 1 de enero de 1934. Antes de lograr la admisión, fue mancebo de una botica, cuando la familia ya no habitaba en la Quinta, sino en el Albayzín, donde los padres trabajaban de porteros del carmen de Palmera (hoy colegio Divino Maestro), después de haberse visto obligado Antonio a abandonar la Benemérita en 1928, incapacitado por problemas de visión.
Al morir prematuramente, en plena adolescencia, su hermano Fernando, José se convirtió en el hijo mayor, circunstancia que quizás pudo influir en su empeño de hacerse guardia civil. La economía de los Jiménez de Toro necesitaba de un sueldo fijo para complementar la paga de enfermo de Antonio y los ingresos que recibían como caseros del carmen, sobre todo teniendo en cuenta que la saga había crecido de manera considerable, tras los sucesivos nacimientos de Pilar (1924-2019), Teresa (1927-2014), Encarnación (1930-2017) y Matías (1933-1999).
Primera página del expediente de ingreso de José Jiménez de Toro en la Guardia Civil (enero de 1932)
En los dos años y medio que estuvo en la Guardia Civil justo antes del comienzo de la guerra, Pepe prestó servicios en las provincias de Granada, Sevilla y Gerona, tanto en el Arma de Caballería como en la de Infantería. Cuando se produjo el golpe de Estado que provocó el conflicto, se encontraba en territorio catalán, muy lejos de los suyos. El alzamiento fue desbaratado en Cataluña por la actuación conjunta de la Benemérita, la CNT y otras fuerzas leales al Gobierno, destacando el compromiso con la legalidad de los dos principales mandos del Cuerpo en la región, el general José Aranguren y el coronel Antonio Escobar. Una vez vencida la asonada, Lluís Companys, presidente de la Generalitat, exclamó lo siguiente en un célebre discurso: “Visca la República! Visca Catalunya! Visca la Guàrdia Civil!”. Así reconoció públicamente el máximo representante de la administración autonómica la importancia del Instituto Armado en la derrota de la sublevación. Companys, Aranguren y Escobar fueron fusilados por la tiranía franquista al concluir la contienda.
El 30 de agosto de 1936 el Ministerio de la Gobernación emitió un decreto reorganizando la Guardia Civil y refundándola como Guardia Nacional Republicana (GNR), a fin de asegurar y reforzar la lealtad de los guardias que habían permanecido fieles a la República. El titular del Ministerio era entonces el general Sebastián Pozas, director general de la Benemérita en el momento del golpe. Posteriormente, a finales de 1937, la GNR se disolvió al constituirse el Cuerpo de Seguridad Interior, una nueva entidad policial en la que se integraron todas las fuerzas de orden público del territorio republicano.
Pepe Jiménez de Toro, a la derecha de la imagen, junto a otro guardia civil y parece que un guardia de asalto
(Cataluña, 1934-1936)
Tenemos pocas noticias de la actuación de José Jiménez de Toro en la guerra civil. Sabemos qué el 27 de noviembre de 1937, al desaparecer la Guardia Nacional Republicana, pasó al organismo recién creado, porque su nombre figura en el Diario Oficial de la Generalitat de esa fecha (catalanizado como Josep Giménez i del Toro, por cierto), dentro de la relación de efectivos que conformaron los Grupos de Vanguardia de la Sección Uniformada del Cuerpo de Seguridad de Cataluña. Lo que sí que está claro es que fue un guardia civil fiel a la Constitución de 1931, un defensor de la pervivencia de la II República Española como el régimen legal escogido por el pueblo para regir los destinos del país. Un español que cumplió con la palabra dada, dando la cara por aquella República de trabajadores de toda clase, el período más digno de nuestra triste historia.
José Jiménez de Toro, el 2º por la izquierda, pasando un día distendido con un paisano y unos compañeros
(Cataluña, 1934-1936)
Pepe perdió la guerra. Al igual que otro medio millón de derrotados, en 1939 cruzó la frontera de los Pirineos, instalándose en Francia. Nunca más regresó a España. Así empezaba la segunda etapa de su vida: el exilio.
Tampoco sabemos cómo fueron los primeros años de José en tierras galas. Suponemos que estuvo un tiempo internado en algunos de los campos de concentración que montaron las autoridades francesas para los españoles vencidos. Desconocemos a qué se dedicó profesionalmente al salir del campo, aunque se conservan fotografías que podrían indicar que picó piedra en una explotación minera. Hay un lustro en blanco en la existencia del antiguo guardia civil, coincidente con la ocupación alemana de una mitad de Francia y la imposición de una dictadura títere en la otra parte de la nación (el régimen de Vichy, encabezado por el mariscal Philippe Pétain).
Pepe Jiménez de Toro, parece que trabajando de minero en Francia (1939-1944)
Durante aquella época, además de sobrevivir, Pepe conoció a su gran amor, una joven muchacha vasca, refugiada como él, proveniente de una estirpe republicana: Josefa Carraux Usandizaga (1920-1982).
Pepita llevaba en Francia desde 1936 o 1937, cuando había escapado de Guipúzcoa junto a sus progenitores, Luis Carraux Ruiz (1884-1941) y Francisca Usandizaga Ezpeleta (1884-?), antes de la caída del norte en manos fascistas. Luis, afiliado de Izquierda Republicana, había sido el presidente del Círculo Republicano de Fuenterrabía, por lo que su seguridad y la de los suyos hubieran corrido un serio peligro de permanecer en casa ante el avance de los autodenominados “nacionales”. De hecho, sus bienes serían incautados por los golpistas en agosto de 1937.
Los hermanos de Josefa también se distinguieron por su compromiso político. Luis Carraux Usandizaga (1911/1912-?), miembro del PSOE y de la UGT en la República, recluido en los campos galos de Saint Cyprien y Gurs al terminar el conflicto. En los 40 dirigió el equipo de pasos que introducía guerrilleros en Guipúzcoa, militando ya en el PCE. Por otro lado, Juan (1922-2011), el benjamín de la familia, colaboró con el maquis antinazi tras pasar por varios campos de concentración.
José Jiménez de Toro y Pepita Carraux Usandizaga en Francia, con su hijo mayor, José Luis Jiménez Carraux
(finales de los 40)
Los dos exiliados se casaron el 22 de julio de 1944 en su lugar de residencia, la comuna de Caussade, sita en el distrito de Montauban, perteneciente al departamento de Tarn y Garona (en la capital del distrito, la ciudad de Montauban, había muerto, en 1940, el presidente Manuel Azaña, último jefe de Estado “de hecho” de la Segunda República, aunque las instituciones republicanas siguieron existiendo en el exterior hasta 1977, de manera totalmente simbólica y sin ningún tipo de control sobre el territorio español). Un año después del enlace, nació el primogénito de la pareja, José Luis Jiménez Carraux (1945-2003).
Pepe Jiménez de Toro y Josefa Carraux Usandizaga en Francia, con su hijo mayor, José Luis Jiménez Carraux
(26-02-1948)
En febrero de 1950, buscando un futuro mejor, los tres embarcaron en el puerto italiano de Génova, rumbo a la Argentina, gobernada entonces por el general Juan Domingo Perón. Pepe, Pepita y el niño se afincaron en Carapachay, una localidad de la provincia de Buenos Aires, próxima a la capital de su nueva patria. La formación de un hogar estable no cortó los lazos con los parientes en España y en Francia. Todo lo contrario, porque Pepe propuso a sus padres que emigrarán al país austral con sus hermanos más jóvenes. La situación española continuaba siendo crítica y los Jiménez de Toro estuvieron a punto de cruzar el charco en masa. Finalmente, sin embargo, Antonio y Loreto cambiaron de opinión y se quedaron en Granada con la mayoría de sus hijos. Algunos estaban casados y tenían descendencia, lo que contribuyó a que sus progenitores no se atrevieran a marcharse. Además, la salud de Antonio no era nada buena, lo que desaconsejaba un viaje tan largo para un anciano cargado de achaques (a pesar de su baja en la Guardia Civil, como cabeza de familia numerosa, no había dejado de trabajar nunca, desempeñando distintos oficios: portero en el carmen de Palmera, maletero en la estación de trenes de Andaluces o guarda nocturno de acequias de riego, entre otros).
José (izquierda) y su hermano Matías en Argentina, posando delante de la casa del 1º en la localidad de Carapachay (mediados o finales de los 50)
Hubo un Jiménez de Toro que sí que cogió el guante de su hermano Pepe y se trasladó a la República Argentina, en el verano de 1952: Matías, el más pequeño de los hijos de Loreto y Antonio, que solamente tenía 19 años.
Pepe Jiménez de Toro en Argentina, junto a su mujer, su hijo mayor y su hermano Matías
(entre mediados y finales de los 50)
En esa década de los 50, José constituyó una empresa, la Compañía Noroeste S.A.T., dedicada al transporte público de pasajeros en la zona de la actual Área Metropolitana de Buenos Aires. Los autobuses de la mercantil, de la que Pepe era administrador y en la que también trabajó su hermano Matías (y posteriormente sus sobrinos), siguen recorriendo las calles bonaerenses a día de hoy.
Carné de José Jiménez de Toro como administrador de la Compañía Noroeste S.A. de Transporte (04-05-1958)
El segundo vástago de Pepita y Pepe, Jorge Horacio Jiménez Carraux, llegó al mundo en 1963. Desgraciadamente, su padre no pudo verlo crecer porque murió el 30 de septiembre de 1970, a los 58 años, cuando Jorgito era un crío. Un cáncer de huesos puso el punto final a la vida del guardia civil leal, a demasiada distancia de su España, todavía prisionera del carnicero Francisco Franco.
Cuando José Jiménez de Toro falleció en Argentina, su madre aún estaba viva. Viuda desde 1956, se había instalado en Madrid, en la casa de su hija Encarnita. La mujer, que sobrevivió a siete de sus descendientes (Fernando, Pepe, Ara, Antonio, una niña que apenas existió unos meses, Angelitas, y unas mellizas de las que ignoramos hasta el nombre de pila), tuvo el consuelo de no enterarse de las últimas defunciones, por la demencia senil que padecía. En aquel tiempo oscuro de la enfermedad, perdida casi siempre entre las brumas de su memoria, volvía a ratos del vacío para cantar en catalán. Loreto cantaba las melodías aprendidas en su juventud gerundense de Anglés, la población en la que nació su hijo José.
La familia Jiménez en Argentina a finales de los 60, poco antes de la muerte de Pepe en 1970
Josefa Carraux Usandizaga, aquella refugiada vasca que se enamoró de Pepe bajo un sol extranjero, expiró a los 62, el 2 de diciembre de 1982, un semestre después de la conclusión de la guerra de las Malvinas, una auténtica tragedia nacional para el pueblo argentino, inmerso entonces en la ominosa tiranía de la Junta Militar.
José Luis, el mayor de los Jiménez Carraux, murió el 27 de junio de 2003, a los 58 años, como su progenitor. Militó en el peronista Frente Justicialista Vecinal, sin ocupar ningún cargo orgánico en el partido por no ser argentino, ya que jamás renunció a la nacionalidad francesa. Su hijo, el músico Adrián Jiménez, reside en España.
El pequeño de la dinastía, Jorge, continúa radicado en la Argentina, como sus primos Luis Alberto y Carlos Antonio Jiménez Pla, los herederos de su tío Matías, también fallecido en la patria del libertador José de San Martín (tanto Luis como Carlos siguen vinculados a la Compañía Noroeste, de la que los dos son accionistas, siendo además el primero directivo de la empresa). Jorgito es jefe de logística de una multinacional y tiene dos vástagos, Maximiliano y Daiana Jiménez. Maxi vive en Argentina y Dai en nuestro país.
El próximo 30/09/2020 se cumplirá medio siglo de la desaparición de José Jiménez de Toro, un hombre cuya trayectoria ilustra la de otros muchos. Su fidelidad al régimen de la II República le costó muy cara: se quedó sin empleo, sin hogar y sin familia. Expulsado de su tierra, condenado al destierro, sin volver a ver a sus padres y hermanos (solo pudo recuperar a uno de ellos), obligado a vagar por el globo, mientras los traidores se apoderaban de todo, sometiendo a la ciudadanía española al expolio, al hambre y al miedo. Para colmo, en la actualidad, parte de los que se dicen continuadores de la tradición republicana, algunos de los que forman el movimiento memorialista, se niegan a reconocer el papel de estas gentes en la lucha antifascista, dejando en la estacada a aquellos guardias civiles, carabineros, guardias de asalto y militares profesionales, los mismos que sostuvieron el esfuerzo de guerra, peleando codo con codo con la clase obrera (de la que procedía la mayoría).
Honor y gloria para Pepe y sus camaradas, diezmados por el franquismo y menospreciados por el sectarismo.
P.D.: José Jiménez de Toro era mi tío abuelo. Su hermana Teresa fue mi abuela paterna. Dedico este artículo a la memoria de ambos, a la del resto de hermanos y a la de sus progenitores, mis bisabuelos, Antonio Jiménez Ortiz y Loreto de Toro Vela.
Loreto y Antonio, padres del homenajeado y bisabuelos del autor, en septiembre de 1953, junto a su domicilio de la calle Grajales (Bajo Albayzín)
Aprovecho la ocasión para dar públicamente las gracias al hijo de Pepe, Jorge H. Jiménez Carraux, y a la Sección de la Guardia Civil del Archivo General del Ministerio del Interior, por facilitarme datos y documentos imprescindibles para construir el presente relato.
por Granada Republicana UCAR | Feb 25, 2020 | impor
25/02/2020
Los que ya contamos con una edad para tener hijos e hijas en plena juventud vivimos la España en blanco y negro que penaba con una televisión del régimen, en la que únicamente se podía elegir entre dos cadenas. Recuerdo que una vez muerto el dictador y echado a andar el sistema democrático, el país intentaba acomodarse a los modos occidentales más civilizados y en TVE se emitió una campaña contra los piropos en la calle protagonizada por albañiles. Encarnaban la esencia del macho ibérico lanzando desde un andamio sus groserías a una sufrida peatón. Aunque todavía menor, esa fue la primera ocasión en la que comencé a entender que las cosas entre hombres y mujeres, como yo las conocía y se me habían enseñado, no eran totalmente ciertas ni inmutables.
Luego, con el discurrir de la vida uno va adquiriendo conciencia feminista, con lecturas, charlas y reflexiones, aunque de forma imperfecta, ya que nunca se llega a controlar del todo los pensamientos automáticos o los actos reflejos que se amparan en la educación machista que se recibió de niño.
Si con la experiencia diaria de madres y parejas íbamos constatando los perjuicios del patriarcado, lo que a muchos nos llevó al terreno de la lucha activa por la igualdad entre hombres y mujeres fue el nacimiento de nuestras hijas, que vino aparejado con el deseo de que tuvieran el mejor desarrollo y alcanzasen las más altas metas en condiciones equiparables con sus hermanos varones.
Y ahí surgen enseñanzas a través de las vivencias de ellas en las que se ponen de manifiesto las problemáticas y las discriminaciones que sufren las mujeres desde la cuna y a lo largo del proceso educativo, desde la escuela infantil hasta la universidad. En sus actividades deportivas y de tiempo libre, en muchos casos masculinizadas. En sus relaciones sociales, círculo de amigos y ocio nocturno. Que culminan en precarias perspectivas laborales, la esquiva brecha salarial o la angustiosa planificación de la maternidad. Situaciones a las que sus hermanos no han tenido que enfrentarse.
Somos familias que nos esforzamos para qué esas niñas y esas jóvenes vayan superando etapas en un proceso que se dice meritocrático y en el que presuntamente funcionan la igualdad, el mérito y la capacidad para alcanzar los objetivos de vida que cada cual se marca.
Son estas jóvenes las que, junto con las veteranas de la lucha feminista, han protagonizado las movilizaciones de los últimos años contra las expresiones más extremas de la violencia machista: las violaciones en grupo y el asesinato en el ámbito de la pareja y la expareja. Impugnando aspectos esenciales de nuestra organización social, del sistema jurídico, policial, educativo, de los medios de comunicación, etc.
Y es aquí donde aparece una cuestión que, si bien quizás no tenga la urgencia de las anteriores, sí tiene máxima importancia, me refiero a la Jefatura del Estado, cuya misión es, como se sabe, “la más alta representación de la Nación”, nación cuya soberanía reside en el pueblo. Y que tiene un valor simbólico mayúsculo en la articulación institucional y social del país.
Esta Jefatura la ocupó Felipe VI en detrimento de sus hermanas mayores en un momento crítico para la credibilidad de la Corona. Pero lo hizo cuando mayoritariamente la sociedad ya no entiende que se dé preferencia al hombre frente a la mujer en la sucesión al trono ni en ningún otro puesto de decisión ya sean del ámbito público o del privado.
Esa discriminación flagrante es fruto de la regulación establecida en la Constitución del 78, que evidentemente ha quedado superada por la evolución de la sociedad española hacia una conciencia y una organización más igualitarias, por lo que su no reforma se revela como uno de los síntomas más claros de la esclerosis constitucional que sufrimos. Pero, además, pone de relieve la falta de capacidad de adaptación de la institución monárquica a cada momento social, cuando se corona rey a una persona que se nombró príncipe de Asturias treinta y siete años antes, sin conocer cuáles iban a ser sus capacidades.
Ahora es una niña la que está nombrada heredera para ejercer la Jefatura del Estado, una aspirante a reina que no ha tenido ni tendrá que merecerse el cargo, ni ha demostrado ni demostrará ante nadie que tiene la capacidad y que no ha competido ni competirá con otros candidatos. Leonor de Borbón queda fuera de la cultura del esfuerzo en cuyo contexto tienen que competir nuestras hijas y el resto de españoles.
Pero no sólo su acceso al ámbito profesional está regido por la excepcionalidad, también su vida escolar y su desarrollo personal. Es más, crecerá sabiendo que disfrutará de la impunidad de sus actos, viendo como la inviolabilidad del rey ha evitado que su abuelo se siente ante los jueces a explicar sus negocios turbios o que su padre informe sobre el uso que hace del dinero público que financia su Casa. En definitiva, la princesa es una persona aislada de la sociedad que tendrá que representar.
Por eso, muchos padres y madres queremos una República para nuestras hijas en la que, además de avanzar en la igualdad entre hombres y mujeres, la Jefatura del Estado sea representativa de la sociedad española, y que si llega una mujer al cargo sea porque se lo merece, no por una casualidad biológica.
(*) Manuel Rodríguez Alcázar, funcionario del Ayuntamiento de Granada, es vocal de la Ejecutiva de Granada Republicana UCAR.
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