José Antonio Ruiz López (*)
26/02/2019
La historia reciente de España ha estado marcada profundamente por las decisiones políticas que se han tomado en Andalucía. Tras la muerte del dictador, la configuración territorial que surge en la Constitución de 1978 es muy parecida a la de la II República: un Estado central que garantiza el principio de igualdad de todos los españoles, con unas autonomías que, con una distinción clara entre regiones y nacionalidades, atiendan a las peculiaridades lingüísticas, culturales e ideológicas propias de estos territorios.
El modelo territorial estaba pensado para que se crearan un tipo de autonomías, las nacionalidades, que tuvieran más competencias y las adquirieran del gobierno central con mayor rapidez que otras autonomías, las regiones, que podrían adquirir ciertas competencias con el trascurso del tiempo.
El modelo territorial de 1978 es, por tanto, asimétrico, y las nacionalidades estaban predeterminadas en las que anteriormente “hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía en el pasado” según la Disposición Transitoria Segunda de la Constitución. La posibilidad teórica de que otras comunidades autónomas pudieran constituirse en régimen de nacionalidad se desvanecía por la gran dificultad que presenta para ello el artículo 151.
Sin embargo, este modelo territorial salta por los aires en 1980, en Andalucía. Tras la gran manifestación del 4 de diciembre de 1977, Andalucía plantea constituirse como nacionalidad, algo que no cabía en los planes del gobierno ni de los constituyentes del 78. Tras la derrota exitosa del referéndum del 28 de febrero, el sistema territorial asimétrico planteado en el 78 salta por los aires, y su precursor, el gobierno de la UCD, se descalabra.
En los años 80, se desarrollan los pactos autonómicos del languideciente gobierno de la UCD con el PSOE de Felipe González, que finalmente configuraron una estructura territorial similar para todas las autonomías, lo que se vino a llamar el “café para todos”. Con una estructura similar a la de un Estado Federal, todos los territorios de España pertenecen a una comunidad autónoma y las competencias, aunque a distintas velocidades, se asemejan. Quizás queda la excepción del País Vasco y Navarra, con los fueros y el cupo.
Sin embargo, el paso de los años ha demostrado que esta fórmula no es estable. El fracaso de poder avanzar en competencias mediante los pactos estatutarios unido al descalabro del nivel de vida de las clases trabajadoras tras la crisis de 2008, que todavía 10 años después seguimos padeciendo, ha resultado en un aumento de las pretensiones independentistas de las nacionalidades. Frente a la ola independentista, ha surgido una reacción centralizadora que se materializó en los resultados de las elecciones andaluzas de 2019.
El sistema político del 78 se resquebraja rápidamente. El modelo político, económico y social de la segunda restauración borbónica, como ocurrió con la primera, no es capaz de regenerarse y empieza a agonizar. La Constitución del 78, que en muchos elementos fue concebida no solo como una Constitución de la transición, sino de transición, necesita reformarse profundamente, o apelar directamente al poder constituyente del pueblo español. Y Andalucía debe jugar, como siempre, un papel relevante en el nuevo modelo político. La Andalucía republicana debe tomar las riendas y liderar un proyecto constituyente que desemboque en la III República Federal Española.
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