Los tres grandes temas de la agenda española, social, histórico y
territorial, no son incompatibles sino complementarios. Padecemos la misma
enfermedad que Europa, pero en una dosis más concentrada.
Rafael Poch*
18/10/2012
España se formó como estado moderno en condiciones de ausencia de libertad.
Los pocos periodos de libertad que tuvimos fueron breves, se echaron a perder y
fueron sucedidos por los “grandes retrocesos” que, en palabras de Ramón Carande,
caracterizan a nuestra historia nacional. Los últimos 37 años han permitido por
primera vez “respirar” al cuerpo social español. Por eso la España de 1978 ya no
existe, precisamente porque recibió oxígeno y lo utilizó para desarrollarse y
evolucionar. Y por eso la España real de ahora exige profundas reformas. Una
segunda transición, como se ha dicho.
Ya no es viable un nacionalismo español que se entienda como antagónico hacia
los otros nacionalismos que el país contiene. En 1978 ese antagonismo se
resolvió con el disimulo autonómico del “café para todos”. Pero hoy el país se
ha liberado de algunos de los factores “disuasorios” que determinaron aquel
consenso, entre ellos el miedo a una reacción militar consagrada en el artículo
octavo de la Constitución. Por eso es imperativo dejar de aferrarse a aquel
consenso, basado en la antigua España de 1978, para impedir un debate de tipo
federal y abrirse a ello ¿Está dispuesto el nacionalismo español? Pascual
Maragall, seguramente el político catalanista más abierto y universalista,
intentó abrir ese debate pero chocó con la oposición del propio PSOE entonces
gobernante ¿Será el PP capaz de hacer lo que el PSOE negó?
Pero el tema nacional es sólo uno entre los temas de la agenda de esa
segunda transición”. Está el tema de la historia, es decir de la
justicia hacia el holocausto español de los años treinta y cuarenta, lo que se
conoce como “memoria histórica”, y está la idea de una amplia regeneración
democrática surgida en el 15-M, que incluya una política anticrisis razonable y
desmarcada de la actual estafa social.
Por desgracia no se ven grandes posibilidades, ni disposición ni capacidad
institucional favorable, para un proceso así. A menos que el terreno de juego
sea dinamizado por algún tipo de potente “revolución civil de
terciopelo
” desde abajo, escenario que no puede descartarse en absoluto en
la actual Europa y particularmente en España, que es el eslabón más débil y
vulnerable de la crisis europea.
El debate separatista, irredentista, independentista, soberanista, como se
quiera llamar, catalán, es completamente legítimo desde el punto de vista de la
historia. Tan legítimo es hablar de la España de los 500 años, como de la
Catalunya del milenio, con su lengua y tradición cultural diferenciada e incluso
anterior a la española-castellana. Históricamente el sentimiento catalán hacia
España ha conocido de todo; desde una profunda hostilidad y una alianza
antiespañola con el rey de Francia en el XVII, hasta el exacerbado patriotismo
español de la Catalunya próspera de finales del XVIII. Lo que hay que comprender
es que el actual irredentismo catalán es un hijo de la libertad de los últimos
treinta años.
A diferencia del catalanismo de los años setenta, que era pura sociedad
civil, el actual incluye factores institucionales que hoy están en manos de una
clase política muy desacreditada. Está también mediatizado por el filtro de toda
una generación educada en cierto espíritu pujolista provinciano, y
también por los intereses electorales cortoplacistas del partido neoliberal y
catalanista que gobierna Catalunya. Pero con todos esos defectos, ese
catalanismo es un hijo completamente legítimo de la libertad, de la rara
libertad española de los últimos 37 años. Siempre que Catalunya ha tenido un
poco de esa breve libertad ha asomado ese impulso que tanto desagrada a algunos
en España.
Hay que comprender que la historia es una obra en construcción, que los
amores y desamores de una sociedad son cambiantes, y que en un matrimonio libre
y moderno – aunque tenga hijos y un abultado patrimonio común- se incluye el
derecho al divorcio.  Ese derecho es válido incluso si una clase política
desprestigiada como la catalana, no menos corrupta e inepta que la española,
intenta utilizarlo como sustituto y alternativa a la posibilidad de una marea
civil de terciopelo que reclame un orden social menos injusto y más decente.
Así, la segunda transición no solo representa retos para el nacionalismo
español, sino también para el catalán. Si la primera transición expresó nuestro
nivel como país y sociedad, con la segunda pasará lo mismo: obtendremos aquello
que seamos capaces de pelear, negociar y consensuar.
Los tres grandes temas de la agenda de la segunda transición (social,
histórico y territorial) no son incompatibles sino complementarios, pero sus
adversarios, en Catalunya y en España, intentarán enfrentar a unos contra otros.
Su objetivo sería que en lugar de debatir la ley electoral, la memoria
histórica, el referéndum sobre la deuda, las responsabilidades por el ladrillo,
los pufos de la banca, la corrupción política, el paro y los desahucios, junto a
las mayores ansias soberanistas de Catalunya, Euskadi, Galicia y los que se
puedan apuntar, se invite a la gente a una pelea identitaria bajo diversas
banderas. Eso canaliza los malos humores sociales hacia un callejón sin salida
muy a la conveniencia de la oligarquía internacional que gobierna la crisis
europea.
Lo peor que se puede hacer ante los independentismos es precisamente lo que
tiene más posibilidades de ocurrir: que se insulte, descalifique o deslegitimice
el deseo de cambios de la población, expresado en elecciones, resoluciones
parlamentarias y presiones cívicas mayoritarias. Nada será más contraproducente
que la amenaza porque alimentará la pelea. Si eso ocurre asistiremos a un
divorcio desagradable, porque la posibilidad de meternos en un improductivo
charco de mutuo desgaste de la mano de nuestra fallida clase política
hispano-catalana, es muy grande.
España es un país que puede permitirse ciertos márgenes de demagogia
identitaria en su periferia. Lo que es letal para su integridad es ese mismo
discurso y actitud en su matriz castellano-española. La situación no es
comparable en muchos aspectos, pero la URSS se murió, no a causa de Lituania o
Georgia, sino cuando su matriz rusa se apuntó a la disolución afirmando un
discurso nacional ruso. Tal como se están poniendo las cosas en Europa, pronto
al gobierno del PP no le quedará más recurso “macho” que exhibir que la
defensa nacionalista española del centro contra la periferia. Por eso, cualquier
reinvención de España en dirección a una mayor democracia, equidad y federalismo
precisa un fuerte vector popular desde abajo. Sin ese movimiento, tendremos una
doble quiebra. Quiebra social y quiebra nacional. España padece la misma
enfermedad que la Unión Europea, aunque en una dosis más concentrada.
* Rafael Poch-de-Feliu es actualmente el corresponsal del diario La Vanguardia en Berlín. Durante veinte años representó al rotativo barcelonés en Moscú y Pekín.
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