El Mundo
12/01/2014
Un español cualquiera enfrenta el insomnio. Durante un rato ha estado viendo la televisión y en ella ha aparecido un juez proclamando que el sistema está completamente podrido, que el país se está saldando de mala manera y que los responsables de la corrupción y de la ruina, esas dos primas cercanas, están amañándolo todo para salir de rositas. El juez investigó a un ex alto banquero, le intervino el correo electrónico y leyéndolo sacó petróleo acerca de cómo se manejaba el dinero y se tomaban decisiones estratégicas en una entidad financiera que acabó exigiendo un rescate multimillonario y, de rebote, la puesta en almoneda del país y de los derechos de sus habitantes.
El juez, que envió al ex banquero a prisión preventiva, está encausado por tal motivo, y el español cualquiera se pregunta si se halla ante un hombre acorralado que trata de salvarse como puede de un error que cometió, que es como lo presentan sus adversarios, o si por su boca estará diciéndose la gran y ominosa verdad que muchos intuyen, que alguna voz musita y a veces grita la calle, pero nadie acierta, en fin, a hacer valer.
Si lo que el juez dice fuera cierto, el español cualquiera piensa que se habría llegado a una terrible disyuntiva: o la ciudadanía acata ser burlada, estafada y despojada, por incapacidad para impedirlo, o de lo contrario, si no está dispuesta a pasar por ahí, busca una forma efectiva de revolverse contra quien, siempre según ese relato, le habría enajenado la soberanía. No hay tercera vía, tal y como se plantea el conflicto: limitarse a seguir tuiteando el descontento equivale a resignarse a que sus causas permanezcan intactas. Los tuits, al final, no mueven otra cosa que la facturación de las operadoras telefónicas.
En el silencio de la madrugada, el español cualquiera sopesa el delicado concepto que se ha colado en su pensamiento: revolución. En el pasado, no cabe duda, las revoluciones tuvieron sentido e incluso éxito. Algunas de ellas se veneran como fundacionales de estados de primer orden: desde los Estados Unidos (que llaman Revolution a su lucha por la independencia) hasta la República Francesa. Pero hoy, cuesta imaginarlas. Y menos en España, un país que hizo tantas y al que tan mal le salieron, con más sangre que logros. La mansedumbre del español se alimenta de su indolencia y del miedo genético a la algarada estéril y a su posterior represión, a los que viene a sumarse la distracción característica del hiperinformado ciudadano occidental.
Sin poder dormir, el español cualquiera acaba curioseando, por debilidad, lo que se cuece en ese Twitter que tanto contribuye a la dispersión y la inercia. Y ve que en Burgos, por
segunda noche consecutiva, los vecinos del barrio de
Gamonal se han echado a la calle para plantar cara a la policía. Fotos de contenedores ardiendo, cargas. Los vecinos protestan, dicen los medios, porque no quieren que una calle del barrio se convierta en bulevar. Ocho años atrás ya pararon de esa forma, al parecer, un aparcamiento subterráneo. Así leído, parece una pataleta, una reacción desproporcionada. Busca un poco más y encuentra una octavilla de los manifestantes: lo que les indigna es que la operación tiene un coste de veinte millones de euros y que hay responsables políticos que van a lucrarse, dicen, con una obra que no atiende a ningún interés público perentorio.
La noche anterior ya hubo incidentes, con un saldo de diecisiete detenidos y una decena de policías heridos. Y el español cualquiera vuelve a dudar. La
Primavera Árabe comenzó con la protesta de
un vendedor ambulante. ¿Son esos fuegos de Burgos un primer atisbo de revolución de la España adormecida?
El insomnio, ya se sabe, desdibuja a menudo las cosas.
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