Pablo Echenique-Robba*
04/02/2014
En las últimas semanas, el movimiento denominado Podemos, con Pablo Iglesias al frente como mediático portavoz, ha tomado por asalto los medios (al menos los medios de izquierdas), ha llenado —y desbordado— auditorios en varias capitales españolas y ha provocado encendidos debates en las redes sociales y en la blogosfera (seguro que hay una palabra mejor que “blogosfera”, pero me gusta esa connotación de periodista viejo de la tele que acaba de descubrir internet).
Numerosos argumentos a favor de Podemos, en contra, neutrales, paralelos y ortogonales, se han puesto encima de la mesa: Que si divide a la izquierda, que si no la divide. Que si se ha creado mediante el conciliábulo de unos pocos y sin un proceso asambleario. Que si va a desactivar los ríos subterráneos de innovación social surgidos del 15M, que si los va a potenciar. Que si debería haberse propuesto en el seno de Izquierda Unida por ser el partido de izquierdas con mayor base social y mayor expectativa de voto. Que si han desideologizado el discurso haciéndolo más populista y diluyendo la verdadera identidad de la izquierda. Que si hubiese sido mejor no plantearse las elecciones europeas como principal objetivo sino las municipales… y cien mil cosas más.
Ha sido también un tema recurrente la persona de Pablo Iglesias —por razones obvias— y la idoneidad de su claro protagonismo en todo el asunto.
Por poner un ejemplo que he seguido de cerca, hace unos días se publicó en eldiario.es un corte de 49 segundos de un vídeo en el Pablo Iglesias contaba una anécdota de una pelea en la que él y unos amigos suyos se vieron envueltos y en el que utilizaba unas palabras claramente despectivas para referirse a los tipos con los que se pegaron.
Esto ocasionó un buen revuelo y se empezó a debatir —a veces airadamente— si estaba utilizando la ironía, o se le había escapado el exabrupto denotando un clasismo subyacente que lo descalificaba automáticamente para proponer nada, o se le había calentado la boca pero no lo pensaba, o sí lo pensaba pero sólo dentro del marco teórico marxista, o lo decía en broma, o estaba descontextualizado… o cien mil cosas más.
Al día siguiente —así de rápido es el debate político de hoy— Pablo Iglesias se explicaba y disculpaba en Público. La explicación básicamente incide en cuál era el objetivo pedagógico de la anécdota y acepta que las palabras que usó (para provocar) fueron desafortunadas e irresponsables. Por el tono y por el error en el mismo, por las formas, en efecto se disculpa, pero en ningún momento se retracta del fondo del asunto. Además, en su estilo, comienza el artículo con una defensa que es un ataque (o una crítica, si queremos ser más suaves): a quienes editaron el fragmento de 49 segundos y al periodista de eldiario.es que publicó la noticia.
Os podéis imaginar ya lo que sigue: Que si no se ha disculpado, que si sí lo ha hecho. Que si se le sigue viendo el plumero del clasismo. Que si lo deja todo claro, que si hace falta una explicación de la explicación. Que si se le nota que es un universitario pedantillo de clase media, que si pocos como él defienden a la gente a la que nombró con tan controvertidas formas… y cien mil cosas más.
Todo esto está muy bien. El debate es divertido y enriquecedor (o, a veces, perjudicial y estéril). Los análisis político-sociológicos son muy necesarios y supongo que el análisis de Pablo Iglesias como individuo también. Cada uno tiene su opinión y todos tienen muchas ganas de decirla.
Yo, claro, no voy a ser menos.
Así que vamos allá.
En primer lugar, es bueno dejar claro de dónde viene la crítica: Yo no soy periodista profesional, ni politólogo profesional, ni político profesional, ni he participado nunca seriamente de organizaciones políticas, sindicales o sociales. Mi profesión es la de científico, me consume el 80% de mi tiempo (aproximadamente) y todo lo demás que hago —si lo hago— es a tiempo (muy) parcial y desde un amateurismo descarado y casi ofensivo. No digo esto con orgullo, pero es un hecho y es bueno tenerlo en mente.
Uno podría objetar que —entonces— mi opinión tiene poco valor. Pero también se puede argumentar que, de hecho, casi todos los ciudadanos, casi todos los votantes, están en una situación similar a la mía; al menos en lo que se refiere a no dedicar casi nada de tiempo a la práctica o al análisis formal de la política. En este sentido, mi opinión, y la de la mayoría que es como yo, puede pensarse que es —al contrario— la más importante de todas.
Creo que ésta es una de las cosas que la gente de Podemos en general, y Pablo Iglesias en particular, han sabido ver y creo que es una de las fuentes de su éxito (parcial de momento, pero tangible). Sin embargo, no es éste el punto clave que quiero comentar.
Hoy quiero hablar de la urgencia, de la prisa de los oprimidos.
Veréis. Yo soy clase media. Tengo una vida razonablemente segura en lo económico (de momento) y me podría permitir cualquier exceso de teorización, cualquier debate interminable, cualquier artículo de 10 páginas sobre los canales de participación política y su relevancia diferencial en la configuración de los movimientos de izquierda. Hasta podría pegarme una semana en google a ver si encuentro una foto de Pablo Iglesias borracho, disfrazado de comandante de las SS y abrazando a Marhuenda en una fiesta privada (o si, por el contrario, sólo aparece regalando caramelos y desordenando el pelo de “lúmpenes de clase mucho más baja que la suya” con una sonrisa beatífica y un rayo de sol iluminándole la coleta).
El tema es que muchísima gente no se puede permitir este lujo.
Si hablamos de la discapacidad —que es un tema que sí conozco—, la mayor parte de los ciudadanos que tienen una se ven abocados a una vida que a ninguno nos gustaría llevar.
Si la discapacidad se da en una familia promedio, normalmente se puede salir adelante, pero es casi seguro que uno de los padres (o de los hijos, si la persona es mayor) tenga que dedicarse gran parte del día a asistir al retrón** y no pueda trabajar. Casi siempre se trata de la madre y no recibe remuneración alguna por ello, más que la que le toque por la miserable ley de dependencia; si le toca algo.
El retrón, por otro lado, tiene un poco complicado —por no decir imposible— alcanzar una vida de independencia como la que casi todos dais por sentada en la adultez. Imagina que tu madre te tenga que acompañar siempre que viajes o tener que vivir toda la vida en casa de tus padres, incluso aunque —contra todas las estadísticas— consigas un trabajo.
El material de ortopedia que necesitas es caro y las subvenciones sólo alcanzan para comprar artículos de la gama más baja… y eso cada unos cuantos años. Así que te mueves en una silla de ruedas medio rota con la que ni siquiera tienes claro que puedas realizar un trayecto medio en la ciudad sin que te dé un susto.
Es también muy posible que, para que tu madre descanse un poco, la familia contrate a un asistente personal algunas horas, normalmente un extranjero ilegal al que le pagáis poco y en negro para poder llegar a fin de mes.
Si este panorama económico familiar —especialmente en el actual contexto— no os lleva a la pobreza en unos años, igual tienes en el horizonte el envejecimiento de tus cuidadores familiares y tu casi seguro internamiento en una residencia cuando cumplas 40 años (o antes). La poca libertad que tenías la acabas de perder y cruza los dedos para que la enfermera que te toque tenga buen carácter y te limpie el culo con cariño y más o menos cuando te hace falta; una hora arriba, una hora abajo.
Si tu familia ya parte de una situación económica precaria, todo esto se agrava, todo el proceso se acelera y la pobreza es tu destino más probable e inmediato. No voy a hablar de la salud y de tu esperanza de vida mucho más corta que la media porque creo que ya vas pillando la idea y no me quiero extender.
Con estas perspectivas, no puedes evitar hacerte algunas preguntas que parecen bastante obvias:
¿Por qué sube el IBEX?
¿Por qué las eléctricas ganan cada vez más y yo pago cada vez más en el recibo de la luz?
¿Por qué aumenta el número de millonarios en España?
¿Por qué se indulta a banqueros?
¿Por qué se construyen nuevos ramales de alta velocidad?
¿Por qué el gobierno da créditos blandos a una banca que ha demostrado su inmoralidad e irresponsabilidad y declara haber perdido ya la cantidad correspondiente a tres décadas de la (maltrecha) ley de dependencia?
Además, te haces una preguna que afecta a todas las anteriores:
¿Por qué no dejan de torturarme y arreglan esto ya mismo?
Claro, a nada que te informes, la respuesta a todo esto es obvia: Porque el partido que gobierna (y el que gobernaba antes también, aunque ligeramente en menor medida) sólo responde a los intereses de una élite que no tiene tus problemas urgentes ni le importa un bledo que tú los tengas.
El siguiente paso es obvio también: Giras entonces la cabeza hacia la izquierda política —ésa cuyos postulados se centran en la solución de tus problemas— y la giras con esperanza. Pero entonces surgen nuevas preguntas:
¿Por qué no se juntan todos los que piensan parecido y así aumentan sus posibilidades de ganar?
¿Por qué (si es cierto que les preocupo tanto) no ponen sus diferencias aparte y se unen en un frente común?
¿Quién gana qué con la división de los partidos de izquierdas?
¿Por qué no se unen también los movimientos sociales a dicho frente?
Y, de nuevo:
¿Por qué no lo hacen ya mismo?
Es cierto que los analistas y los opinadores te dan miles de razones: Que si no se pueden quemar etapas. Que si el cambio social tiene su propia dinámica. Que si no se puede basar un cambio profundo en una población desideologizada. Que todo lleva tiempo. Que primero hay que consultar a las bases, luego convocar un congreso extraordinario, luego consensuar un documento, después iniciar una ronda de contactos y, quizás, en las elecciones de 2020 tengamos, si dios quiere y no hay ningún contratiempo, un frente común.
Vamos, que es obvio que ellos no están encarcelados ni les limpia el culo una enfermera con mala hostia. Ideas, teorías y análisis tienen muchos; prisa ninguna.
Entonces aparece un tipo y un movimiento que propone justo eso: frente común y quemar etapas. ¡Hasta se atreven a sugerir la posibilidad de ganar las elecciones (en vez de quedar terceros)!
Y claro, si la discapacidad te está llevando a la miseria, o si te van a desahuciar la semana que viene, o si eres parado de larga duración, o si un banco te ha robado tus ahorros de toda la vida, o si amenazan con quitarte la sanidad, o la pensión, o si están legislando en este mismo momento sobre tu útero, resulta bastante natural que la idea te resulte interesante.
Quizás si tuvieses un lindo sofá y una tele de plasma en un coqueto piso del centro te parecería un hobby interesante estudiar los procesos internos de IU y sus diferencias con EQUO, analizar en qué medida una propuesta metodológica como la del Partido X puede ser compatible con una postura ideológica sólida, debatir alrededor de un buen Rioja crianza si lo primero es la educación o si la revolución va primero y la educación va después, o hacer una lista de las contradicciones de Pablo Iglesias y cómo se comparan éstas con las de Monedero o las de Errejón, o debatir de si la pronunciación en voz alta de “lúmpenes” denota un realismo crítico o un clasismo oculto pero recalcitrante.
Pero resulta que no tienes ni sofá, ni tele, ni piso coqueto. Así que no te vas a dedicar a esto. Lo que vas a hacer es seguir preguntando:
¿Por qué no hacéis algo ya mismo y me dejáis de contar historias?
Porque estás muy jodido y tienes prisa; lógicamente.
* Pablo Echenique-Robba es doctor en Física Teórica y científico titular del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
** Concepto utilizado por el autor y por su compañero de blog Raúl Gay para definir a los discapacitados.
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