Juan Pablo Segovia Gutiérrez (*)
El Ateneo de Granada Republicana UCAR / El Independiente de Granada
Tras la muerte del dictador, España pasó a un estado hambriento de libertades, peligroso para el sistema de privilegios que había construido el franquismo durante cuarenta años. Además, la Constitución, aprobada bajo ruido de sables, asumía una forma de Estado que distaba mucho del anhelo republicano, con un monarca puesto literalmente a dedo. Hacía falta una solución urgente para acallar ese clamor. Llegó en forma de golpe de estado el 23 de febrero de 1981. Bastaron unas horas de máxima tensión e incertidumbre para visibilizar la fragilidad de una democracia en ciernes. Coronado el monarca como el salvador de aquella democracia de consolación, la sociedad pasó a un nuevo estado de congelación. La Primera Transacción se había consumado.
Llegó el bipartidismo, que comenzó con la larga legislatura de un partido socialista que rehuía de su republicanismo, encabezado por aquel Felipe González informal que el tiempo desenmascararía. Hubo aperturismo, estableciéndose las bases de un bienestar donde las grandes mayorías seguirían sin poder mandar en su hambre. Llegó el turno del franquismo democrático del Partido Popular, encabezado por un insidioso Aznar. Se inició un periodo de privatizaciones que se camufló con la bonanza económica cortoplacista de la burbuja inmobiliaria. El juego bipartidista funcionaba y cuando había fisuras, ETA se blandía sin pudor desde las tribunas del Congreso como pegamento de cohesión nacional. El atentado yihadista del 11-M, ocasionado por la intervención de España en Irak, cerró ciclo y concedió el turno al PSOE de un moderado Zapatero.
Se produjeron avances sociales, pero la vinculación de la economía a la especulación explotó y, sumada a la crisis mundial de 2008, sumieron a España en una profunda recesión. El bipartidismo, en connivencia con la Corona, modificó el artículo 135 de la Constitución en septiembre de 2011, supeditando el bienestar social al pago de la deuda bancaria. Tras la dimisión de Zapatero, el turno le llegó de nuevo al Partido Popular, esta vez bajo el mandato del insustancial Rajoy. Sin embargo, algo había cambiado meses atrás. El 15 de mayo de ese año se iniciaba un movimiento social sin precedentes que daría lugar al nacimiento, tres años después, de un nuevo partido político, Podemos.
Durante la era Rajoy, la decadencia de la monarquía se hizo evidente, transformándose en un sentimiento que penetró en las movilizaciones. Se empezaba a cuestionar la utilidad y la legalidad de una institución anacrónica, en apariencia simbólica, que había estado nutriéndose de glorias pasadas y que, además, seguía manteniendo privilegios por encima de sus posibilidades. El régimen del 78, en un intento desesperado de salvaguardar la credibilidad de la realeza y de apaciguar a la multitud, forzaba a Juan Carlos I a abdicar en su hijo Felipe en junio de 2014. El lavado de imagen mostraría después que aquel vástago estilizado, con aire aperturista, resultaría reaccionario. El emérito tuvo su jubilación dorada con un patrimonio de más de 2.000 millones de Euros, fortuna que jamás se ha justificado. España entraría en una creciente inestabilidad, donde bipartidismo y monarquía empezarían a tambalearse. Y ETA ya no estaba.
El 20 de diciembre de 2015, tras las nuevas elecciones que ganó Rajoy con escasos apoyos, irrumpieron en el Congreso dos nuevas fuerzas: el partido empresarial de Ciudadanos y aquel conglomerado de corte progresista, Podemos, que representaba el espíritu de los movimientos sociales del 15-M. El bipartidismo se había fracturado, pero no era irreparable. Menos de dos años después, el 1 de octubre de 2017, se celebró el referéndum simbólico en Catalunya, que sería la estocada más dolorosa sufrida por el régimen en los últimos tiempos. Dos millones de personas clamando por su derecho a decidir.
La situación general desembocó en mayo de 2018 en la moción de censura que el PSOE de Pedro Sánchez y Unidos Podemos (coalición de Podemos, Izquierda Unida, Equo, otros partidos y las confluencias catalana y gallega), encabezado por Pablo Iglesias, presentaron un día después del estallido de la sentencia de Gürtel, que demostraba una financiación ilegal del Partido Popular desde su fundación. Poco después se convocaron elecciones anticipadas para el 28 de abril de 2019, las terceras desde la abdicación. El 29 de abril se abrió un halo de esperanza por la posibilidad de que PSOE y Unidas Podemos formaran un gobierno de coalición, oxigenando a una sociedad al borde de la asfixia. La realidad fue diferente. El régimen temía que un sujeto político como Unidas Podemos, izquierdista y ajeno a los consensos del 78, tuviera posibilidades reales de gobernar. Pero ese temor no era nuevo. La maquinaria empezó a funcionar en la sombra tiempo atrás. En 2017 se destapaban las prácticas ilegales de Interior durante el último mandato de Rajoy, que involucraban espionaje y la fabricación de noticias falsas sobre Podemos para destruirlo. En parte se consiguió. La resistencia del régimen se consumó en unas negociaciones esperpénticas fallidas, dando pie a unas nuevas elecciones.
El 14 de octubre de 2019 se dictaba la sentencia vengativa del Procés, condenando a los organizadores del 1-O a un número excesivo de años de prisión. Ese mismo día explotaron las protestas catalanas, que se comenzaron a extender al resto del país. El régimen bipartidista había jugado sus cartas convirtiendo a Catalunya en un nuevo pegamento de cohesión, en una nueva ETA. Se vislumbraba un gran pacto PP-PSOE tras el 10-N. Y mientras Catalunya ardía, el monarca daba paso al primer discurso de la joven heredera a la Corona. Era el preámbulo del nuevo congelamiento de la sociedad, de la infamia, de la Segunda Transacción.
(*) Juan Pablo Segovia Gutiérrez, doctor en Física Aplicada e investigador científico en Alemania, es socio del colectivo ciudadano Granada Republicana UCAR.
http://www.elindependientedegranada.es/politica/segunda-transaccion
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