El Economista
22/11/2013
Los empresarios han reconocido que no volveremos a vivir con los niveles y un entorno económico similar al de antes de la crisis. De cajón, incontestable, real como la vida misma. Como todas las crisis, ésta ha servido para reestructurar el aparato productivo despidiendo a trabajadores, cerrando empresas y dando un paso de gigante en la liquidación de las conquistas sociales mediante la destrucción del modelo productivo proveniente del Estado del Bienestar. Creo que ya no hay duda alguna sobre ello.
El problema que esta situación nos plantea a los que venimos de una tradición de lucha contra el sistema, es de una magnitud tal que nos obliga a echar por la borda análisis, valores, acciones y estrategias de oposición de otras épocas, incluidas las actuales. Gastar esfuerzos, energías y tiempo en conseguir la vuelta atrás es un trabajo estéril.
La crisis ha acabado con la filosofía política y sindical basada en demandar del sistema una parte mayor del pastel. Ya no es posible porque el sistema ni quiere ni puede, a no ser que se niegue a sí mismo. La opción que nos queda no es otra que la asunción de ese hecho y comenzar a plantear una alternativa de amplio respaldo que se vaya construyendo en función de la creación de otra sociedad con otras motivaciones, otros contenidos y otra cultura del bienestar, el consumo y la calidad de vida.
El pleno empleo no es posible si no hay un reparto del trabajo. Los salarios deben contemplarse en la globalidad de triple dimensión: directo, indirecto y diferido poniendo el énfasis en una relación entre ellos diferente. Y esa construcción necesita de los trabajadores, de los técnicos, de la ciencia, de la investigación, de ciertos autónomos y en general de todos aquellos que ya han sido uniformados por su condición de precarios y marginados. Ya no hay vuelta atrás, ni para el sistema pero tampoco para su declarada oposición. No es una cuestión meramente electoral sino de proyecto.
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