por Granada Republicana UCAR | Nov 5, 2013 | impor
A Cristina de Borbón y Grecia le fue inculcada la sonrisa como oficio y ella aprendió la lección: pase lo que pase, sonríe. Sonriendo mientras España entera lo pierde todo menos la paciencia, todo menos los nervios, país señora donde los haya
Ruth Toledano*
03/11/2013
Cristina de Borbón y Grecia (no, Grecia no es España) reapareció hace unos días en Barcelona. Iba de la mano de su marido, Iñaki Urdangarin, y ambos sonreían. Una boda es una boda, y en la de Barcelona se casaba el hijo del
magnate Lara, evento de relumbrón social al que la pareja había sido invitada. Doble, triple motivo para una sonrisa ancha. A Cristina de Borbón y Grecia le fue inculcada la sonrisa como oficio y ella aprendió la lección: pase lo que pase, sonríe. El mismo oficio que desempeña su madre; el mismo que desempeña ya su sobrina Leonor. Generación tras generación, la consigna es que sonreír es de buen gusto, mientras que mostrar un gesto adusto denota mala educación; sonreír demuestra control de la situación, eso que se entiende por estar en tu sitio, mientras que el gesto serio desvela preocupación y hasta una crispación que las de cierta clase, las señoras, no se deben permitir. Las muestras de desagrado, de desacuerdo, de irritación son propias de mujeres vulgares, poco pulidas, sin instruir; cosa de mujeres que no saben estar, que pierden los papeles, de una pasión improcedente, pasionarias. Si hay que sacar los pies del tiesto, porque la circunstancia, qué duda cabe, lo justifica, se encargan ellos. Así, el rey. El padre de la infanta puede mandarte callar de muy malos modos, puede encarar a los fotógrafos, puede gritar al chófer, puede gruñir en público a su mujer, la reina, que mantiene el tipo como una señora, sonriendo. Como lo ha mantenido su hija en la boda catalana: sonriendo.
Se trata, claro, de ejercer la sonrisa como estrategia. Cristina e Iñaki sonreían, pues, de oficio y también porque volvían a la ciudad de sus arrendamientos arropados por el empresario que en agosto absolvió a Urdangarin. En una
entrevista concedida a Vanity Fair, nuestro
Murdoch sin tacha afirmó que el duque de nuevo cuño no ha cometido delito alguno. Uno de sus argumentos fue que Urdangarin no sobornó a nadie para conseguir contratos con las Administraciones Públicas. Como si llamarte duque de Palma (
autodenominado el Empalmado), llamarte esposo de la infanta, llamarte yerno del rey, no fueran, en el escenario de esta corte, sobornos suficientes como para hacer unos milagros que para sus obras hubieran querido
Victor Hugo y
Valle-Inclán. Añadió el editor Lara que los delitos fiscales del Instituto Nóos fueron cometidos con posterioridad a la salida del aristócrata. En fin, el argumento de su defensa, casualidades de novela que desmienten las sucesivas pruebas aportadas por Torres y hasta por Hacienda, pruebas que no dejan de aparecer y que implican no solo al deportista de élite sino también a su esposa e incluso a su suegro, es decir, al rey, quedando en evidencia que si el rey no fuera el rey sería un señor que ya habría sido llamado a declarar ante el juez.
De momento, ni siquiera la infanta ha sido imputada ni llamada a declarar como testigo. Lo intentó hace unos meses el juez Castro y le paró los pies una Fiscalía Anticorrupción que en su defensa de la Corona perdió la credibilidad de todo el país. Los tentáculos del trono son largos como trompas de elefante. Hecho lo cual, buscaron a la hija del jefe de todos los jefes un retiro dorado, en sentido estricto y figurado, a la espera, quizás, de que no apareciera un maldito papel más y la cosa se diluyera, la cosa nostra. Hasta se ha atrevido la no imputada a ir de boda, sonriente, del brazo del imputado, sonriente asimismo. Sonriendo mientras España entera lo pierde todo menos la paciencia, todo menos los nervios, país señora donde los haya, todo menos los papeles. Pues papeles ha habido más. Muchos más. Los últimos son de arrendamiento, donde la arrendadora es la arrendataria y viceversa, qué nos va extrañar si el cortijo es eso, señoras y señores, si España es eso: la Casa del rey, los contratos de su familia y las empresas de sus amigos. Y así funciona, como un reloj suizo. ¿Los relojes suizos se paran alguna vez?
Absortos en el tic-tac nacional, esperamos a ver hasta dónde puede llegar el juez Castro, hasta dónde le deja llegar Anticorrupción y el punto exacto en que le pare de nuevo los pies, las agujas,
Torres-Dulce, fiscal general del Estado. Torres más dulces han caído, nos repetimos, tic-tac, tic-tac. Ya, ya. Para ir haciendo tiempo, y
aprovechando que la doctrina Parot pasa por Estrasburgo, el rey recibe en Zarzuela a las víctimas del terrorismo (no confundir con las
Manos Limpias que acusan a los suyos). La reina, por su parte, celebra un muy discreto cumpleaños, señora una vez más. Más de lo mismo. Y España espera sin perder los papeles (ni siquiera los del paro), señora como ninguna, enseñada, domada, dócil. Y si la infanta no es llamada a declarar, el caso Urdangarin se cerrará en falso. Y ella podrá seguir forzando sonrisas. Pero España no. ¿O sí? España dejará de ser una maldita señora. ¿O no?
por Granada Republicana UCAR | Nov 2, 2013 | impor
El proyecto del PP y de los secuaces de Joan Rosell es convertir España en un país del Tercer Mundo
Juan Manuel Aragüés Estragués*
El Periódico de Aragón
02/11/2013
Estas últimas semanas, el Gobierno está centrando todos sus esfuerzos en hacernos creer que la economía española inicia la senda de la recuperación. Armados de ciertos datos macroeconómicos que nada tienen que ver con la economía del común de los mortales, nos hablan de luces al final del túnel y de la economía española como ejemplo mundial. En ocasiones lo hacen con tal desmesura y entusiasmo que cabría preguntarse sobre la legalidad de lo que desayunan personajes como Montoro.
Su teoría económica parte de la idea de que para que a una sociedad le vaya bien es preciso que a sus élites económicas les vaya muy bien, de tal modo que las personas de a pie podamos repartirnos las migajas de su festín. Teoría que, además de consagrar una injustificable fractura social, no tiene por qué ser real. La avaricia y codicia de la clase dirigente, acreditada en los últimos tiempos de manera contundente, la pone en cuestión.
Que la crisis acabará algún día, es evidente. Aceptemos, por colocarnos en su perspectiva, que hubiéramos tocado fondo y estuviéramos iniciando una tímida recuperación macroeconómica. Aunque así fuera, el problema, nuestro problema de ciudadanos del común, no es salir de la crisis, sino cómo salir de la crisis. Y las condiciones que ha creado este gobierno de salida de la crisis, en alianza con la patronal y con la troika, son terribles para la ciudadanía española.
Desde la perspectiva de las relaciones laborales, el PP y la patronal han diseñado lo que se puede denominar la deslocalización de la deslocalización. En los 80 y 90 muchas empresas españolas se deslocalizaron, se trasladaron a países empobrecidos para utilizar mano de obra barata, para abaratar sus costes de producción. Eso fue destruyendo el tejido industrial español. Con la reforma laboral del PP y la patronal, lo que se busca es equiparar las condiciones laborales de los trabajadores españoles con las de países empobrecidos, para así poder competir por el empleo y volver a recuperar tejido industrial. El proyecto del PP y de los secuaces de
Joan Rosell es convertir España en un país del Tercer Mundo, en los que una élite económica se eleva por encima de una masa precarizada y explotada. Globalización a la baja, podríamos denominarla.
Si esta cuestión ya es de por sí tremendamente grave, se pretende hacerlo al tiempo que se destruyen los servicios sociales básicos, enseñanza, pensiones y sanidad, que se pretende pasen en buena parte a manos privadas. Dichos servicios dejarán de ser servicios para convertirse en negocios. Y como ya ocurre en Estados Unidos, el acceso a una sanidad de calidad estará vetado para una buena parte de la sociedad, cuyos seguros médicos no garantizarán más que prestaciones muy básicas, dado que los salarios de supervivencia que se avecinan no permitirán otra cosa.
Para la élite social a la que sirve el PP, la jugada es redonda: costes laborales reducidos, una clase trabajadora atemorizada, y reparto del negocio de la sanidad, la educación y las pensiones. La crisis ya está mostrando cómo los ricos se hacen más ricos, mientras capas más amplias de la población son precarizadas y expulsadas del sistema. Para el 95% restante de la población, las políticas del PP suponen un verdadero desastre.
Por ello, la cuestión no es salir de la crisis, sino cómo salir de ella. La salida neoliberal que propugna el PP implica subvertir radicalmente nuestro modelo de país, abandonar por completo las más insignificantes huellas de Estado del Bienestar y aterrizar en una jungla económica y social que nos retrotrae a las peores escenas del siglo XIX. El sueño de Montoro y Rosell es que en las camisas y pantalones en los que ahora leemos made in Taiwan se lea, en pocos años, made in Spain. Esa es su marca España.
por Granada Republicana UCAR | Oct 31, 2013 | impor
30/10/2013
I.-LO NACIONAL EN LA CONSTITUCIÓN DEL 78
De nuevo sobre el ser de España. En la hora de la más aguda crisis del
régimen del 78 desde su instauración, el sentido del “ser español” vuelve a ser
objeto de dudas y discusiones, no solo para una parte de la población vasca,
catalana y gallega sino para una buena parte de la que vive en otras Comunidades
autónomas y que ha visto esfumarse la relativa tranquilidad con la que afrontaba
el porvenir en años recientes.
Secularmente lo español ha sido sinónimo de atraso, oscurantismo,
intransigencia, dominio de unas elites políticas y económicas incapaces de
dirigir al país en una evolución de progreso y bienestar y libertad, incluso si
dichas metas se perseguían en el marco de una economía capitalista. Esta
dominación, impuesta por la violencia del Estado y sus aparatos cuando ha sido
preciso, alcanzó su apogeo con la dictadura franquista entre 1939 y 1975. Con la
Constitución del 78 y el régimen inaugurado por ella, un intento de refundar la
españolidad se pone en marcha tomando como ejes dos elementos que se pretenderán
vectores de desarrollo: una sociedad del bienestar basada en la paz social y la
concertación como impulsos fundamental al desarrollo de un capitalismo integrado
en el proceso de construcción del mercado europeo.
La concertación
social, fuente de legitimidad para el régimen del 78, opera asimismo al servicio
de un proyecto de progreso identificado con una fuerte apertura a las economías
europea y global sobre la base de la combinación de dos ejes articuladores del
modelo de crecimiento económico durante estas décadas. De un lado- en el marco
de la división del trabajo europea y con la impuesta asignación de papeles
derivada de la adhesión- una economía exportadora de bienes primarios, no solo
productos agrarios sino también y con una importancia estratégica, productos
turísticos [1] favorecidos por una climatología muy benigna para la
explotación de unos recursos naturales abundantes de sol y un extenso litoral.
De otra parte, una economía de servicios con un peso creciente de los servicios
públicos, a pesar de ello muy separados de la media de la
Unión Europea de los Quince (UE-15) y cuyo disfrute ha tenido mucho que ver con la emergencia de un
sentimiento de pertenencia/ciudadanía potencialmente refundador de la
españolidad.
Una idea de lo nacional que, si heredaba de la anterior la orientación
colectiva a la prosperidad y el bienestar, después de siglos de privaciones para
la mayoría y desconexiones de los rumbos del progreso, ahora incorporaba,
además, la voluntad colectiva de vivirla en calidad de ciudadanos y no de
súbditos.
Una parte mayoritaria de las capas subalternas ha vivido esta experiencia
como un reencuentro ó una reapropiación de su nacionalidad más allá de las
imposiciones castizas del nacionalismo reaccionario. El sentimiento de derrota
que en buena medida anida en la izquierda de fuera del régimen desde la
promulgación de la Constitución no debería impedirnos constatar esta evidencia ó
atribuirla a un fenómeno de alienación ó falsa conciencia. Cómo todos los
fenómenos de identificación colectiva, lo nacional tiene una evidente dimensión
mítica pero tiene también en el patrimonio colectivo compartido (en este caso,
el de los derechos) un fundamento material de enorme valor.
Es verdad que la sociedad española, sin apenas parangón en ninguna otra
sociedad de nuestro tiempo, se ha lanzado a la vorágine patrimonialista azuzada
por el capitalismo inmobiliario y financiero y por las políticas irresponsables
de los distintos gobiernos. Pero esa es solo una parte de la historia colectiva
de estos años.
Un pueblo atenazado durante décadas por el miedo incubado por un terror
cotidiano ha hecho suyas metas de libertad e igualdad materializadas en una
nueva condición de ciudadanía soportada por el acceso a los servicios públicos
garantes de la efectividad de los derechos ciudadanos. Es- entre otras cosas-
por esto por lo que hoy mantiene duras luchas por la defensa de estos derechos,
percibidos como inherentes a su condición de ciudadanos del Estado español.
Con la consecución de esas metas, encargadas, hay que recordarlo, al PSOE, se
ha ido generalizando una percepción colectiva acerca de la disposición de un
conjunto de derechos que se constituían, por primera vez en la historia, como la
condición material del “ser español”. La forma en la que la bandera roja y
gualda ha sido aceptada como la bandera nacional, la” bandera de todos”, sigue
teniendo que ver con un conjunto de sentimientos irracionales y míticos (el
orgullo, el coraje,etc.) pero ha sido cada vez más sustituido por el sentimiento
y la certidumbre de que ser español suponía una condición para uno y lo suyos
que admitía ventajosas comparaciones con otras sociedades.
Ser español parece que ha comenzado a ser algo asociado a intereses y
derechos más allá de invocaciones metafísicas del pasado. Se percibe, además,
por el interés de los otros por adquirir tal condición (oportunidades de
trabajo, buenos sistemas públicos de educación, sanidad y protección social,
etc).
Sobre esta base objetiva, España ha podido ser percibida en los años de
“prosperidad” como una gran empresa (la “marca España”) en condiciones de
competir con los otros estados nacionales en el mercado global para atraer
capital y fuerza de trabajo. El Estado nacional competitivo [2]
sería la nueva forma del Estado encargada de gestionar esta gran empresa de
la que se habría erradicado el conflicto entre los propietarios de los medios de
producción y los proveedores de fuerza de trabajo. La apropiación de plusvalía
ya no sería explotación sino “generación de valor añadido”. La ciudadanía se
convertiría en la condición de acceso a la posesión de acciones en el capital
social del estado nacional, de la “empresa España”.
La Constitución del 78 parecía poder representar una posibilidad histórica
para la refundación nacional de España, para el tan añorado encuentro de las dos
Españas. La derecha política, representante político del bloque social soporte y
beneficiario del régimen franquista, como mal menor y con las garantías que
representan el papel constitucional del monarca designado por Franco a la cabeza
del ejército espina dorsal de la dictadura [3], aceptaba la democracia
en su versión de mercado, esto es, como la posibilidad para el pueblo de elegir
gobernantes a cambio de renunciar explícitamente a cualquier modalidad, por
tímida que fuera, de llevar la democracia a los terrenos económico y social
[4].
Es del lado de la izquierda contraparte en la fundación del régimen de dónde
se postula un concepto de lo nacional basado en una comunidad de ciudadanos
iguales en derechos, como forma de enterrar de forma efectiva, la separación
entre la España que manda y se beneficia del trabajo y la cooperación social de
la “otra España”, aquella a la que durante cuatro décadas se le reservó este
papel a cambio de haber sido perdonada en el genocidio perpetrado desde 1939. Un
parte de la historia del régimen ha estado animada por esta voluntad de
“refundación nacional”, con el impulso a un capitalismo que se pretendía de
rostro humano y capaz de aceptar la convivencia con los derechos y libertades
tan duramente peleados [5].
Este españolismo que se quería democrático ha convivido con el reaccionario
mientras las prestaciones asociadas al componente social de la Constitución
tenían visos de continuidad. Cuando los vientos del neoliberalismo han empezado
a soplar con fuerza, el proyecto de “españolidad democrática” ha perdido fuerza
en favor del de toda la vida”.
II.-LA CRISIS DEL PROYECTO DE ESPAÑOLIDAD DEMOCRÁTICA DEL 78
No bastó, sin embargo, con esos mimbres para construir una españolidad
democrática. La incorporación a la Europa en construcción se hizo a cambio del
desmantelamiento no solo del tejido industrial construido desde finales de los
50 sino-sobre todo- sobre la erosión de las bases materiales, políticas y
culturales sobre las que se había construido la nueva clase obrera española. Si
en los 70 buena parte de la izquierda contaba con la clase obrera como eje de un
nuevo bloque histórico sobre el que levantar una proyecto de convivencia
nacional, las condiciones aceptadas por el gobierno del PSOE para la adhesión a
las
CCEE suponía, en esencia, suprimir su condición de sujeto protagonista de la
historia próxima. Esa ausencia de protagonismos del mundo del trabajo es posible
observarla a través de diversos indicadores: el más revelador es la desaparición
del movimiento obrero al interior de las empresas (precisamente donde había
germinado y robustecido durante la dictadura) y su sustitución, una vez
abandonada las empresas en manos de sus ”propietarios”, por esas instituciones
reconocidas en la Constitución con el nombre de sindicatos, auténticos aparatos
de Estado al servicio de una función histórica de expropiación del sentido y la
misión de la clase proletaria.
El propósito de fundar/crear una “nación de clase medias” es antiguo en el
PSOE reformado y seguramente está relacionado con el pavor sufrido por la
socialdemocracia europea ante la hegemonía comunista alcanzada en el seno del
proletariado. En la España de los 80 la aplicación de ese designio tiene como
una de sus expresiones más señeras el proceso de patrimonialización emprendido a
través de las políticas de vivienda, no muy diferentes de las iniciadas durante
el franquismo y orientadas a “convertir al proletario en propietario”. Esta
patrimonialización ha tenido como consecuencia el fortalecimiento del capital
financiero, después de una crisis a mediados de etapa que obligó al Estado a una
política de reflotación financiada con el dinero público. Desde esta posición,
la influencia del capital financiero se ha traducido en una efectiva hegemonía
sobre el conjunto del bloque dominante y, por ende, del conjunto de las
instituciones del Estado. Más adelante se verán las consecuencias que, en orden
a la construcción de la nacionalidad, ha tenido esta hegemonía.
Haciendo abstracción por el momento de esta hegemonía, tal proceso de
patrimonialización sí ha representado una base material pero también imaginaria
para asentar un sentimiento nacional. Una nación de propietarios ha sido
el acuerdo fundamental que durante tres décadas ha cohesionado a la sociedad
española. Ser propietario de una vivienda ó aspirar a serlo ha representado
seguramente el más importante acuerdo nacional entre los españoles, lo que ha
hecho posible que los conflictos distributivos quedaran ahogados por la potencia
y el vigor económico que este acuerdo nacional ha generado.
Sobre esta idea aparentemente simple ha pivotado la política económica desde
los años ochenta. Infraestructuras de transporte para facilitar el acceso a los
sitios más recónditos, urbanización acelerada y galopante de la superficie sobre
antiguas ubicaciones agrícolas o industriales, políticas fiscales incentivadoras
de la compra de vivienda, orientación del capital financiero a las inversiones
inmobiliarias y la compra de vivienda, etc. Y, en torno a esa multiplicidad de
actividades, grupos sociales enteros identificados con los mismos objetivos,
constituyendo de facto la argamasa del consenso básico sobre el que se han
levantado las política económicas y en torno a las cuales se ha articulado el
bloque inmobiliario rentista, la nación española de la transición.
Esta visión utilitarista es la que ahora con la crisis parece estar
deteriorándose y abriendo de nuevo las dudas sobre la condición de españolidad.
Ser español parece, de nuevo, un motivo para el pesimismo y la amargura. Las
fuentes de este pesimismo son fáciles de identificar. Son primero el llamado
problema nacional, entendido como la forma en la que secularmente lo español ha
sido vivido/padecido como la negación de naciones de muy fuerte identidad
histórica, cultural y, sobre todo, voluntad colectiva de vivir de forma autónoma
su destino de comunidad. A estas identidades nacionales hay que añadir, en
segundo lugar, las generadas por los procesos de marginación que son inherentes
al desarrollo capitalista español. Regiones como Murcia ó Extremadura, con
manifestaciones políticas muy diferentes, han conocido el peso de la
marginalidad con pérdidas de población, inviabilidad de mantenimiento de
actividades económicas, de rentas y empleos y “residualización” de las funciones
económicas asignadas dentro de la división estatal del trabajo y deterioro
acelerado de su patrimonio natural.
El tercer factor de incertidumbre respecto a la españolidad tiene que ver con
la proporción creciente de población excedentaria producida por la crisis
capitalista. Los seis millones de parados, más allá de sus efectos sociales y
económicos, ponen de relieve la falta de sitio de la sociedad española para
muchos de los que hasta ahora la integraban. Esa “falta de sitio”, que
dramáticamente se refleja en el casi medio millón de personas que han abandonado
el país en 2012, arroja una sombra de duda sobre la viabilidad y la continuidad
del “ser de España” como referente de vida, trabajo y sentimientos compartidos
para estas personas y sus familias, sobre todo teniendo en cuenta que la
composición de esta nueva emigración, por educación y perspectivas culturales es
bien diferente de la de los años sesenta del pasado siglo.
——————————————————————————–
[1] Me permito la licencia de calificar los productos turísticos de
“primarios”, habida cuenta su escaso valor añadido al conformado por las
características climáticas aludidas.
[2] Puede que esta modalidad de Estado haya visto naufragar sus
posibilidades por efecto de la crisis financiera.
[3] Papel, por cierto, claramente ejercido durante el golpe del 23F e
invocado ante las “amenazas separatistas”.
[4] Y con la exclusión tajante del derecho a decidir para los pueblos
y naciones sometidos contra su voluntad a la soberanía del Estado español.
[5] Aunque, hay que repetirlo, con las restricciones constitucionales
descritas del papel del rey y el ejército y el lastre no explicitado pero
igualmente vivo de los privilegios de la Iglesia Católica.
por Granada Republicana UCAR | Oct 28, 2013 | impor
20/10/2013
Estoy ahora disfrutando como un enano con
Sociofobia, el último libro de
César Rendueles. Un título que se atreve a romper el consenso
biedermaier sobre las bondades políticas de las nuevas tecnologías. Eso que se llama el optimismo de la ciberpolítica. Valiente y resolutivo. Pero ése es un tema que se puede tratar en otra ocasión. Parte del libro de
Rendueles sobrevuela el dificilísimo tema de las nuevas clases populares, su (a)politización y las nuevas miradas que la clase ilustrada lanza sobre las incómodas realidades que nos ha dejado el postbienestar. Y resuena el eco del libro de
Owen Jones Chavs: La demonización de la clase obrera (éste y el de Rendueles, editados por
Capitán Swing)
En la reseña del libro de Jones que
Patricia Tubella firmó para
El País, el titular describía ajustadamente la dimensión del asunto: “
El pueblo contra el proletariado”. Se trata, resumiendo, de describir cómo el desmantelamiento del proletariado clásico por parte de la ofensiva neoliberal ha dejado una confusión social paralizante. Por un lado, una difusa “clase media” donde se encuentran los viejos proletarios, la gente del trabajo organizado y, por otro, un nuevo
lumpenproletariat criado en la precariedad. Lo que Jones llama
chavs se podría traducir en España como
canis o
chonis. Se trata de la última edición de unos tipos humanos que han adoptado múltiples nombres y vestimentas desde los albores de la modernidad según el país:
majos,
quinquis,
scuttlers,
greasers,
cockneys y
apaches parisinos forman parte de esa estirpe. La diferencia es que, por encima, se encontraba un proletariado organizado políticamente del cual muchos de nosotros, hoy plumillas más o menos afortunados, formamos parte.
Muchos crecimos dentro de la sólida cultura obrera. Entre los
mártires de Chicago, la
huelga de la Canadiense y la aversión al crédito bancario. Crecimos con la conciencia de emancipación de unas clases explotadas y alienadas que tenían en su propia autoorganización la única posibilidad de éxito. Pero hoy, esos mismos sectores explotados consideran de manera muy mayoritaria que el individualismo es el camino. Que la satisfacción se encuentra en el consumo y el lujo en lugar de en la solidaridad y la austeridad. Reproducen discursos reaccionarios y ven más ajenos a sus problemas a las izquierdas que al nuevo populismo xenófobo.
Buena parte de ese panorama es culpa, claro está, de esa nueva izquierda meritocrática que remató la faena iniciada por Reagan y Thatcher. Como dice Rendueles, en su reseña del libro de Jones: “La clase trabajadora es una situación de la que conviene escapar y el programa de la nueva izquierda consiste en tratar de facilitar ese proceso con más eficacia y honestidad que la derecha”.
Ése es el panorama. Y la pregunta a la que no sé dar respuesta es: ¿Cómo se repolitiza a un cani? Porque ya hay gente que se acerca a esas nuevas culturas del hiperconsumo y del patriarcado desde el viejo paternalismo izquierdista del XIX: “Los explotados, el pueblo, son siempre buenos. Ergo el reguetón es una expresión popular emancipatoria aunque mal comprendida por la izquierda caviar de la ciudad”. El otro polo es la nostalgia por el proletariado industrial y el desprecio de estos “nuevos fachas” que se tunean el coche y lucen la estanquera del aguilucho encima del
subwoofer.
Ambos caminos parecen inútiles. Yo estoy perplejo. Todos hemos notado en las protestas y huelgas la ausencia significativa de canis y de nuevos inmigrantes. Y vemos cómo frente a la play y a las nike, ni
Marx ni
Galeano tienen nada que hacer.
Si ellos aceptan el precariado, si no hay una toma de conciencia rápida, las élites los usarán como cemento para consolidar su estado feudal. Pero, ¿qué decir? ¿cómo organizar? ¿alguien me puede decir cómo?
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