El 9N no es una amenaza: es una oportunidad. Una propuesta constituyente

El 9N no es una amenaza: es una oportunidad. Una propuesta constituyente

Hugo Martínez Abarca*

16/12/2013

Lo que sea España es una decisión que no le corresponde a ningún
Gobierno, ni partido, ni a ningún Parlamento. Corresponde a todos
los españoles”. Mariano Rajoy, 14 de diciembre de 2013






No se puede entender lo que está sucediendo en Cataluña sin partir de la quiebra del sistema institucional, político, social, cultural y económico vigente en España desde la Transición. Una quiebra que empezó antes de la crisis económica (el Estatut catalán y el cerrojazo judicial a la memoria democrática mostraron los límites de la Transición), pero que la crisis, el saqueo, el desnudo de la corrupción estructural han venido a profundizar quizás hasta un punto de no retorno. Las propias élites políticas y económicas están respondiendo a tal quiebra institucional con un giro profundamente antisocial y de tendencia autoritaria que rompe el marco del 78: la reforma del artículo 135 de la Constitución es el ejemplo más obsceno.

En Cataluña hemos visto una respuesta independentista al agotamiento del régimen del 78. Más allá de los análisis pormenorizados de tal respuesta, lo interesante es cómo ha cuajado una movilización popular amplísima en torno a una propuesta de país que rompe con las instituciones vigentes. Es en primer lugar una respuesta política rupturista en clave democrática: derecho del pueblo a tomar la decisión. Además es una propuesta que ha engullido (parcialmente) a las fuerzas políticas de orden (las encuestas están señalando inéditas caídas de CiU, PSC y PP). Es una propuesta cuya fuerza está en la movilización popular y que por tanto ha escapado a las élites políticas (incluidas las que intentan simular estar al frente) aunque tiene su claro reflejo político, electoral e institucional. Por otro lado es una propuesta que no está resultando incompatible con la aplicación de recortes neoliberales, represión policial, corrupción estructural… Es decir, que en una parte importante (no en todo) del imaginario independentista catalán aparece una ruptura lampedusiana: un nuevo estado pero en esta misma Europa y compatible con la peor cultura política del Estado español con el que se quiere romper.
En todo caso tiene una importancia mayúscula el triunfo de la idea de que rompiendo el marco institucional Cataluña saldrá de la crisis. Es una idea en parte cierta y en parte falsa: bajo este marco institucional no hay salida a la crisis, pero el mero hecho de cambiar de marco no garantiza tal salida. Sustituir La Moncloa de Rajoy por el Palau de la Generalitat de Artur Mas es la definición de cambiarlo todo para que nada cambie.
¿Tenemos en el resto del Estado algo equivalente a la independencia que permita visualizar de golpe una ruptura con las instituciones del saqueo? ¿Algo que esté hablando de proceso constituyente recurriendo a propuestas fácilmente intuibles por los sectores menos politizados pero igualmente hartos, que sufren la crisis? Mi respuesta (provisional y abierta a sugerencias mejores) es que tenemos el imaginario de la República que nos podría permitir un movimiento que aprenda de los logros de otros movimientos rupturistas y también de sus carencias. La República en España tiene la ventaja de alcanzar todo un repertorio identitario que puede resultar muy útil a la hora de movilizar: sobre todo la bandera y la memoria democrática son factores emocionales imprescindibles para un gran movimiento de masas; asimismo la oposición a los borbones tiene un gran potencial movilizador de las vísceras de un pueblo harto de corruptos que han vivido a nuestra costa llevándonos a la crisis. No es difícil vincular a los borbones con el saqueo, la corrupción y los privilegios y por tanto de alguna forma la República permitiría, con un trabajo comunicativo orientado a tal efecto, ser asociada con la salida de la crisis: frente a las élites del saqueo, República.
La República en España está asociada en una parte notable de nuestro imaginario a los logros de la II República. Incluso en algunos casos el imaginario colectivo atribuye a la II República logros mayores de los que tuvo (por ejemplo en el modelo territorial). Así, es relativamente sencillo asociar a la propuesta republicana demandas constituyentes que trascienden la jefatura del Estado y que incluyen profundas conquistas democráticas, sociales y culturales. Resulta interesante, por ejemplo, que en Salamanca una alcaldesa del PSOE haya decidido izar la bandera republicana y que el PSOE haya decidido responder expulsándola del partido: da una pista de que la propuesta republicana tiene potencial para romper las fuerzas del régimen y sustituir el eje de enfrentamiento bipartidista por un eje república vs. régimen del 78.
Por otro lado no podemos engañarnos y pensar que todo es tan fácil. Existe una cierta divergencia de facto entre los movimientos tradicionales republicanos y los nuevos movimientos sociales: es una divergencia que no se da en los objetivos sino en la organización y en el imaginario. Los movimientos apuestan nítidamente por la necesidad de un proceso constituyente y aunque no siempre explicitan el carácter republicano del resultado es una obviedad que tal proceso constituyente es incompatible con la monarquía y que supone una ruptura política cuyo horizonte busca conquistas democráticas y sociales radicales. Asimismo es una obviedad que entre la juventud movilizada y los nuevos movimientos proliferan los símbolos republicanos y se puede comprobar que cada acto público en el que participa cualquier miembro de la familia real es contestado por una movilización republicana cada vez más importante. Pero no se puede ocultar que en relevantes ámbitos sociales existe una compleja vinculación de la República más con la nostalgia que con la ilusión de futuro. Es un obstáculo cierto.
Existen múltiples análisis que demandan la puesta en marcha del proceso constituyente y la necesidad de que éste empiece por la articulación de un poder constituyente: un demos organizado desde abajo que rompa políticamente con las élites del saqueo. Lo que no hemos conseguido es encontrar la forma de articular esa voluntad que entendemos que trasciende con mucho a lo organizado hasta ahora. Existe incluso el riesgo de que las movilizaciones en la calle queden en parte del decorado de la crisis. La protesta en la calle es imprescindible, pero probablemente sea el momento de afrontar la propuesta concreta, lo cual no debe consistir sólo en su enunciado (que está expuesto como proceso constituyente al menos desde el Rodea el Congreso del 25 de Septiembre de 2012) sino en dar pasos efectivos hacia su puesta en marcha.
Hemos visto cómo algunas de las resistencias a las agresiones sociales más duras han utilizado la convocatoria de consultas populares. Así se ha hecho en Madrid en las exitosas protestas contra la privatización del Canal de Isabel II y de la sanidad pública. También en Cataluña se usaron las consultas populares (organizadas muchas veces por ayuntamientos) como primeros instrumentos de movilización. Estas consultas tienen varias ventajas: suponen un trabajo común de múltiples colectivos diversos en una lucha concreta compartida, son una puesta en práctica de la democracia como instrumento de resistencia, permiten la comunicación en la calle con miles de ciudadanos no organizados y articulan la expresión de una demanda justa haciendo partícipe de ella a miles de personas. Las consultas populares que se han organizado desde que empezó la movilización contra el saqueo han evidenciado una potencia muy superior a la prevista.
Una consulta constituyente (con una pregunta que señale los cimientos del marco institucional que queremos superar) permitiría cohesionar y movilizar el movimiento popular que necesitamos para transformar el país. Más que un instrumento de legitimación de lo que no necesita ser legitimado sería un instrumento de movilización, unidad y acción. Por otra parte una consulta hoy no tendría por qué ser sobre la pregunta ¿Monarquía o República? sino quizás sobre si es el momento de poner en marcha un proceso constituyente democrático y social y por tanto republicano. Qué pregunta, en todo caso, sería una de las cuestiones que habría que pensar y acordar si resulta interesante la propuesta de organizar consultas populares constituyentes por todo el Estado.
A partir de estas consideraciones ¿por qué no nos proponemos que el 9 de noviembre de 2014 –día fijado para la consulta soberanista en Cataluña– sea también la fecha en que desde los movimientos y organizaciones sociales, políticas, sindicales, culturales, a los foros, frentes y espacios de convergencia, a asambleas populares y grupos de trabajo del 15M y cuantos espacios rupturistas quieran llenen el país de urnas para una gran consulta popular? Para ello no sólo habría que consensuar una pregunta que ilustre la propuesta rupturista y transformadora. Habría que lograr la redacción, lo más participada posible, de muy pocos puntos de marco democrático, social y cultural de lo que entendemos por la República que proponemos conquistar mediante un proceso constituyente democrático y popular. Tendrían que ser puntos de importancia radical (derechos humanos, auditoría e impago de la deuda ilegítima…) que sean condición necesaria para que el proceso constituyente suponga un cambio real.
Cuando el viejo Marx hablaba de las “condiciones objetivas de la revolución” no podía referirse a algo muy distinto a lo que estamos viviendo. En Cataluña han canalizado las condiciones subjetivas hacia un ideal, la independencia, cuyo potencial transformador intentarán neutralizar las fuerzas conservadoras. Es en todo caso una grieta más (de las más intensas) que ha vivido el régimen del 78. Quienes no somos conservadores sino que queremos transformar la sociedad no podemos vivir el 9 de noviembre como una amenaza, sino como una oportunidad. Como decía Rajoy, lo que sea España es una decisión que corresponde a todos los españoles. En nuestra mano está. ¿Nos ponemos a ello?

Hugo Martínez Abarca es miembro del Consejo Político Federal de IU y autor del blog Quien mucho abarca.


** Instantánea del fotógrafo Juan Carlos Lucas.

14-D: ¡Qué sindicatos aquellos!

14-D: ¡Qué sindicatos aquellos!

11/12/2013
La Huelga General del 14 de diciembre (14-D) de 1988 fue la mayor movilización sindical de la historia de este país. Veinticinco años después no ha habido ninguna otra que la supere. Participaron ocho millones de trabajadores, tres de estudiantes y varios más de agricultores, autónomos, pequeños comerciantes… hasta futbolistas. TVE se fundió en negro, millones de personas se manifestaron en las calles el 16-D. España se paralizó pacífica y serenamente. Los trabajadores fueron el motor de una movilización que trascendió las reivindicaciones sindicales concretas y se transformó en una acción cívica y de reafirmación democrática.
Las motivaciones del paro fueron: la retirada de un “plan de empleo juvenil” –para precarizar los contratos- y la creación de más y mejor empleo, la mejora de las pensiones y de la cobertura a los parados, derechos sindicales para los empleados públicos y revisión salarial de los colectivos dependientes de los PGE. Pero llovía sobre mojado. La política económica del gobierno del PSOE de Felipe González había provocado importantes movilizaciones anteriores contra la reconversión industrial salvaje y la huelga general del 20-J de 1985 frente a la reforma de las pensiones. También se produjo la amplia movilización ciudadana de 1986 en contra del ingreso de España a la OTAN y otras luchas de jóvenes y estudiantes. El 14-D tuvo un cariz de huelga general por la decepción con el PSOE, mostrando el divorcio entre el gobierno y la ciudadanía. González venía incumpliendo su programa electoral, defraudando la esperanza de cambio de 1982 y desarmando ideológicamente a la izquierda, por ello no debería de pavonearse en sus memorias ni intentar dar lecciones a nadie. Con razón Javier Krahe le llamaba impostor hace unos días en La Sexta. Los sindicatos catalizaron la exigencia de un mayor desarrollo de la democracia y el malestar social contra la derechización del gobierno y las formas despóticas de ejercer el poder.
La huelga fue un éxito, a pesar del empeño del gobierno en hacerla fracasar, y también su gestión y resultados. González guardó en el cajón el llamado “plan de empleo juvenil”, algo que, conociendo la soberbia del personaje, hizo obligado por la conmoción del 14-D. En febrero de 1989 el parlamento aprobó una ampliación de los PGE de 200.000 millones de pesetas para mejoras sociales reivindicadas en la huelga. Y en 1990 se alcanzaron acuerdos entre los sindicatos y el gobierno en relación al giro social demandado, la creación de las pensiones no contributivas, la revisión salarial de los empleados públicos y el control sindical de la contratación. Importantes frutos de la movilización y de una estrategia sindical unitaria, a la ofensiva y con alternativas muy elaboradas (Propuesta Sindical Prioritaria).
Pero la percepción del tiempo es engañosa. A veces, en el plano personal, hechos de hace 25 años parece que fueron ayer. Y otros, en el plano político, como la Huelga General del 14-D, parecen que fue hace un siglo. Sobre todo si se compara con la situación actual de los sindicatos y de las clases trabajadoras. La pregunta es ¿qué ha pasado para llegar a esta situación? No se trata de mirar con nostalgia un pasado, que no volverá, y en el que todos éramos más jóvenes y entusiastas. Se trata de tomar conciencia del poder democrático que podemos llegar a tener los trabajadores y de analizar las causas del deterioro sufrido para sacar lecciones de futuro. Veamos.
Los ecos del 14-D duraron cinco años más y otras dos huelgas generales reflejaron la capacidad de respuesta del sindicalismo. Pero hubo un momento de inflexión en 1994, con motivo de la huelga general contra la reforma laboral del gobierno del PSOE. La huelga fue también poderosa, pero no tuvo continuidad la presión porque un sector de CCOO, reticente a la huelga, apostó por dejarlo todo a la negociación de los convenios. La estrategia fracasó, no detuvo la desregulación laboral, pero inauguró una política de buena vecindad con los últimos y peores gobiernos de González (GAL, Filesa, etc.). Debidamente alentada la división interna en CCOO, culminaría en 1996, con la destitución de Marcelino Camacho de la presidencia del sindicato y otras purgas. Por otro lado, el gobierno dejó caer la cooperativa de viviendas PSV para llevarse por delante la dirección más competente que ha tenido UGT, encabezada por Nicolás Redondo. Desaparecieron así la mayoría de las direcciones sindicales que organizaron el 14-D y un lento desmontaje del poder real y del prestigio de los sindicatos. Aznar, a partir de 1996, se encontró el regalo de la firma de múltiples acuerdos con los sindicatos sobre reforma de pensiones, reforma laboral, formación continua, etc… en pleno proceso de ajustes para cumplir los criterios de convergencia de Maastricht.
A partir de aquí empezó la cuesta abajo que ha llevado a que hoy los sindicatos sean una de las instituciones peor valoradas y con un prestigio bajo mínimos: menos del 30% apoya su labor . Una cosa aparentemente tan tonta como la evolución de las secciones de los periódicos refleja la devaluación de su papel. Antes existía una sección y unos periodistas de laboral, después fueron de economía, ahora se llama de empresa y bolsa. Es una metáfora de la pérdida de peso de los trabajadores en la vida económica y política del país.
Se podrá decir que hay campañas antisindicales permanentes. Por supuesto. A veces, como ahora, de forma frontal y burda; otras de forma más inteligente, intentando dividirlos, integrarlos en el sistema con el fin de domesticarles y desprestigiarlos, arruinando a dirigentes a base de halagos, etc. Pero también hay deméritos propios. Como una estrategia sindical equivocada, basada en la llamada concertación social, desde posiciones de debilidad, y que ha supuesto un retroceso continuo en los derechos laborales. Una persecución de las posiciones críticas, reduciendo la pluralidad y desperdiciando fuerzas. Un alejamiento de las bases consecuencia de lo anterior. Una burocratización y una dependencia cada vez mayor de los fondos de formación y otras subvenciones. Y con la institucionalización comienza la enfermedad de los sindicatos que ahora está brotando.
También se ha dado una imagen pésima con las actuaciones de determinados dirigentes. Después de Marcelino Camacho, gran dirigente sindical y de una honestidad a prueba de vanidades, qué mala suerte ha tenido CCOO con sus ex-secretarios generales. Les faltó tiempo para irse a Caja Madrid, de diputado del PSOE (partido de un gobierno al que se la habían hecho cuatro huelgas generales) o a presentar las memorias de Aznar, que ya hay que tener estómago. En estos casos, lo importante no es que se vayan, sino cómo se van: estas cosas desprestigian al sindicato y se paga en afiliados.
Así las cosas, se trata de ver cómo los trabajadores recuperan y fortalecen un sindicalismo de clase y democrático y una relación de fuerzas más favorable, cuando caen chuzos de punta sobre ellos. No se trata de añorar aquellos sindicatos del 88, pero hay una realidad incontestable: si se tuviera su fuerza, hoy el gobierno de Rajoy no aprobaría la brutal reforma de pensiones o tendría que enfrentarse a una dura confrontación. La salpicadura del caso de los EREs a los sindicatos mayoritarios y el escándalo en el uso de dinero público por algunos dirigentes de UGT de Andalucía es grave. Pero mucho más la incapacidad sindical para dar respuesta al atraco a las pensiones que va a perpetrar el gobierno del PP. Y que lo hará sin encontrar resistencia sindical: no se ha convocado una huelga general y las manifestaciones del 23-N, que estaban siendo organizadas por el movimiento de Mareas Ciudadanas y a las que se han sumado, no son suficiente para parar el golpe. La inacción también hace responsables.
La palabra sindicato está enferma. Los trabajadores tendrán que volver a redescubrir la utilidad del sindicato para enfrentarse a la fuerza del capital, como tendría que inventarse de nuevo el paraguas en tiempos de lluvia. Porque es mucho peor un mundo, un país y un mercado de trabajo sin sindicatos. El buen ejemplo de la huelga de limpieza de Madrid demuestra su necesidad. Los mediterráneos sindicales que funcionan ya están descubiertos: la asamblea y la participación de los trabajadores, la ideología y la firmeza, la unidad de acción sindical, el respeto a la pluralidad interna, la política de alianzas, el carácter sociopolítico o lo que es igual: no ser indiferente a lo que suceda en el plano político y desde la autonomía contribuir a mejorarlo con un afán emancipatorio. Estar con la gente, ser transparentes, dar la cara, asumir los errores cuando los haya, elegir como dirigentes a los más capaces y honestos, y vigilarles como si fueran ladrones, que decían los clásicos. No son tiempos para que la clase obrera vaya al paraíso. La única forma de superar la enfermedad es no interiorizar la derrota y comenzar un largo camino para regenerar el sindicalismo de clase.
http://www.cuartopoder.es/laespumaylamarea/14-d-que-sindicatos-aquellos/297

Agustín Moreno García, profesor de Historia en el IES “Villa de Vallecas” de Madrid, fue secretario de Acción Sindical de Comisiones Obreras (1977-1996) y líder del sector crítico de la confederación.

** En la fotografia, de izquierda a derecha, tras la pancarta, el autor del artículo, Virgilio Heras, Chema de la Parra, Marcelino Camacho, Rodolfo Benito, Antonio Gutiérrez, Nicolás Redondo y José Luis Daza en la manifestación celebrada el 16 de diciembre de 1988 en Madrid como colofón a la Huelga General del 14-D.

La necesidad de un proceso constituyente hacia la III República

La necesidad de un proceso constituyente hacia la III República

José Luis Pitarch*

Crónica Popular

05/12/2013

Inicio estas palabras sobre la irrenunciable exigencia de restituir la República que nos robó con tanta sangre el fascismo, imponiendo en su lugar a un genocida dictador perjuro y luego a Su Majestad Corrupta D. JC de Borbón al cuadrado (¡uf!, los Borbones, ninguno ni medio bueno desde hace dos siglos y cuarto, de Carlos IV acá) con un breve repaso a las traiciones de éste que padecemos hoy, el “Rey de los Cruzados”, como le llama Borràs Betriu.

Por ambición de reinar, traicionó y suplantó a su padre. Por inefable desatino, dio muerte a su único hermano varón. Traicionó también sus juramentos de 1.969 y 1.975 de los “Principios Fundamentales del Movimiento. Declaró solemne y repetidamente: “Jamás, jamás aceptaré reinar mientras viva mi padre”, pero también prometió su entrega incondicional a lo que Franco dispusiera. Y Franco decía sobre su Sucesor: “Se trata de la instauración de la Monarquía del Movimiento Nacional”, y Juan Carlos pronunció ante las Cortes el 23-7-69: Recibo la legitimidad política del 18 de julio. Todo ello lo reiteró y juró el 22-11-75.
Respecto a “Proceso Constituyente” de un lado, nos referimos a actividades o acciones para impulsar la concienciación de los/as ciudadanos sobre lo que significa y traerá la III República, inscrito en la futura Constitución Republicana. De otra parte, ese Proceso es el camino de conjunción y confluencia de esfuerzos, de unión progresiva de fuerzas populares y políticas para llegar a la ruptura democrática-republicana.
Las acciones para la concienciación ciudadana son básicamente las de información a la ciudadanía de lo que significa la República, su contenido ético, político, social, de auténtica Regeneración. Hacer ver a la gente que hablar de República es hacerlo de Derechos Humanos y de dignidad colectiva y personal. Explicarles que la II República no fracasó sino que fue saboteada por la conjuración de caciques de egoísmo feroz, eclesiásticos infieles a su Evangelio, militares que no creían en el Pueblo ni en la Democracia.
Informarles igualmente de que actualmente padecemos una democracia y una Constitución “amañadas” y que la “Transición” fue en verdad una “Transacción”, fue el mayor timo de la Historia de España, como dice Puente Ojea, un transigir bajo coacción y ruido de sables. Informarles de que la Monarquía hereditaria transgrede la Declaración Universal de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, al pisotear la Igualdad ante la ley ”el que todos los seres humanos nacen iguales en derechos y todos tienen derecho a acceder a cualquier función o cargo público”. Informarles de que ser republicano es simplemente ser demócrata, que el fin natural de una sociedad democrática es la República, la cual significa un nuevo y más justo Contrato Social. Recordar a las/os ciudadanos, en fin, que la Constitución actual no fue votada por los menores de 53 años.
Y, como decimos, el Proceso Constituyente, en cuanto camino de unión y convergencia de esfuerzos, incluye cosas como crear una red de Ateneos Republicanos, apostando por lo que nos une por encima de lo que nos divide. Es decir, una andadura y construcción política que, posiblemente, desemboque en un referéndum Monarquía/República de ciudadanos concienciados, como en los otros países europeos mediterráneos, Italia y Grecia, tras sus respectivas dictaduras. Acabando de una vez con una “reconciliación del embudo” en que siguen controlando muy mucho el poder político los lobos tardofranquistas con piel de cordero democrático. ¡Ya está bien de transacción y embudo, ya está bien de vestigios, monumentos, rótulos franquistas por doquier y hasta nombres de fascistas en hospitales!

José Luis Pitarch Bartolomé es el presidente de Unidad Cívica por la República, federación estatal republicana a la que pertenece UCAR-Granada.

** Fotografía tomada en las X Jornadas Republicanas Federales – “República y Derechos Humanos”.

A qué llamamos franquismo

A qué llamamos franquismo

Ignacio Sotelo*
El País
30/11/2013
La anulación de la doctrina Parot por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos —si se hubiera remozado a tiempo el Código Penal de 1973, no habría habido ni doctrina ni condena— y la reciente demanda del PSOE ¡38 años desde la muerte del dictador! de que se suprima por fin del Valle de los Caídos la función de símbolo vivo del franquismo, han puesto de manifiesto que el viejo régimen sigue marcando la actualidad.
El tránsito de la dictadura a la democracia, “de la legalidad a la legalidad”, llegó con la Ley para la Reforma Política, la última “ley fundamental” del régimen y la primera del reformado. Sin participación de la débil oposición, entonces simplemente tolerada, las Cortes franquistas sentaron las bases de la nueva etapa que abría la “monarquía parlamentaria”, con dos cámaras, Congreso y Senado, elegidas por sufragio universal.
Para las primeras elecciones en junio de 1977, el último presidente del Gobierno del régimen fallecido y el primero del que estaba por nacer dictó una ley electoral, que todavía se mantiene en sus aspectos básicos, especialmente pensada para facilitar una mayoría amplia a los dos partidos de ámbito nacional más votados, restableciendo así, conscientemente o no, la alternancia que caracterizó a la restauración de 1874.
Con los resultados de las primeras elecciones en las que el pueblo español tuvo algo que decir, el modelo franquista de transición empezó a resquebrajarse, al imponer una Constitución por consenso. Pero, mientras gobernase la fracción reformista del franquismo bajo la estrecha vigilancia de un Ejército propenso a defender las viejas esencias, se comprende que no cupiese, no ya romper, es que ni siquiera distanciarse del pasado.
Pese a que se actuó con la mayor cautela, la actitud antidemocrática de una buena parte del Ejército desencadenó el 23-F; su derrota supuso también el fin del franquismo más acérrimo. El apabullante triunfo socialista de 1982, inconcebible sin la intentona, parecía garantizar el fin definitivo del franquismo, pero lamentablemente tampoco entonces se llevó a cabo la ruptura esperada.
Un libro reciente de José Ángel Sánchez Asiaín, con un gran acopio de datos, fundamenta algo básico, de lo que hasta ahora no se era consciente con la claridad necesaria: fue la élite económica —terratenientes, industriales, financieros— la que desde el mismo 14 de abril promueve y financia el golpe militar, recabando la ayuda de Salazar, Mussolini y Hitler, que endeuda a España por decenios.
A la conspiración del dinero la Iglesia católica da cobertura ideológica, constituyéndose en un apoyo determinante de la rebelión. Ni los partidos de derechas, ni las minúsculas organizaciones fascistas hubieran podido subvertir el orden republicano. Los dos agentes principales de la conspiración fueron también los mayores beneficiarios de los 40 años de dictadura.
Si franquismo significa la conjunción del poder económico y el de la Iglesia, es obvio que se remonta a etapas anteriores a la República, que habría más bien que entender como el primer intento de poner coto a ambos. En esta nueva acepción el franquismo ha existido antes de la república, y desprendido de la tramoya —partido-movimiento, sindicatos verticales, nacional sindicalismo— persiste a la muerte del dictador. El poder del dinero, lejos de declinar, ha aumentado, y a pesar de una pérdida enorme de influencia social, la Iglesia mantiene sus privilegios.
Los logros de los primeros Gobiernos socialistas —haber arrancado de raíz el viejo militarismo, desenganchándonos de una losa que arrastrábamos desde hace siglo y medio, acudiendo tanto a los fondos de reptiles, como a una política militar consecuente; sentar los rudimentos del Estado social; conseguir integrarnos en Europa— no debe acallar el hecho de que los socialistas, a la cabeza los que venían de un marxismo harto confuso, reforzaron las dos columnas del llamado franquismo, el dinero y la Iglesia.
Sin la menor querencia por una socialdemocracia, que ya habían criticado al inicio de la transición, apelando a modelos harto vagos de socialismo, al llegar al poder los socialistas de repente descubren que la única política eficiente para crear riqueza sería la neoliberal que predican Reagan y Thatcher. El keynesianismo, con su doble objetivo de combatir, mediante la intervención del Estado, el desempleo y la desigualdad —justamente las dos metas con las que la socialdemocracia se había identificado— sería agua pasada.
Como sucedáneo cobija el dogma simplón de que, primero, habría que crear riqueza, algo de lo que solo sería capaz un capitalismo sin trabas —cualquier otra opción nos condenaría a repartir miseria— que luego los Gobiernos de izquierda ya se encargarían de distribuir con equidad, ignorando lo más elemental, que el reparto viene ya implícito en el modo de producir.
El poder económico que se consolidó en la restauración, que financió la aniquilación de la república, que durante la dictadura dominó con la clase obrera encadenada, logrando salir incólume en una transición hecha a la medida, alcanza su mejor momento al llegar los socialistas al Gobierno. La prioridad socialista de crear riqueza, dejando actuar a un capitalismo sin cortapisas, expande sobre todas las clases sociales el afán de enriquecerse.
En cuanto a la relación con la Iglesia, la pauta es evitar cualquier tipo de fricción. A nadie se le pasa por la cabeza, no ya cancelar el Concordato, expresión máxima del franquismo, es que ni siquiera restringir uno solo de sus privilegios. Incluso se nombra embajador en el Vaticano al antiguo alcalde de A Coruña Francisco Vázquez, que más bien ejerció como representante de los intereses de la Santa Sede ante el Gobierno de España.
La reciente conferencia socialista propone, como única novedad, abolir el Concordato. Si se hubiera llevado a cabo dentro de un proceso de ruptura con el franquismo, que ni siquiera se planteó, hubiera resultado factible; reclamarlo tan lejos del poder para poder cumplir, es regalar munición a la derecha a cambio de nada.
Tan grave como la continuidad con el franquismo, conservando intactos sus dos pilares, el poder económico y el eclesiástico, fue reforzar la actitud recelosa ante la democracia que había teñido la Transición.
La refundación del PSOE, a gran velocidad y partiendo prácticamente de la nada, facilitó un fuerte control del partido desde la cúspide, que se hizo omnímodo con el reparto de cargos al llegar al Gobierno. No solo no quedó rastro de democracia interna, sino que la menor crítica que se hiciera desde sus filas, los militantes la interpretaban como un ataque personal que ponía en cuestión la posición adquirida, o la expectativa de conseguirla. Y con las cosas de comer no se juega.
Pero tanto o más que cuidar de que en casa “no se alborote el gallinero”, había que ser diligente a la hora de desmontar los movimientos sociales, que de suyo propenden a desmadrarse con iniciativas o reclamos que no encajan en la política realista y moderada que se quería poner en marcha.
La llegada del PSOE al poder, en vez de ampliar, refuerza el tipo de democracia harto restrictiva de la Transición. Así como en lo económico se aparta de los principios básicos de la socialdemocracia (papel del Estado en las políticas de empleo y de igualdad) y rompe con la unidad de acción de partido y sindicato (movimiento obrero); en lo político, repudia cualquier forma de participación social, empeñado en desmontar los movimientos vecinales y asociaciones de base, con lo que la democracia queda constreñida en su forma más escuálida de votar en los plazos previstos, aplicando sin cambio sustantivo, para mayor inri, la impresentable ley electoral heredada.
Los resultados están a la vista.
* Ignacio Sotelo Martínez es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Libre de Berlín (en servicio activo) y catedrático de Sociología en la Universidad Autónoma de Barcelona (en situación de excedencia). Militante histórico del PSOE, fue secretario federal de Cultura del partido entre 1976 y 1984.

** Viñeta de Mena.  

“Asistimos a un auténtico golpe deconstituyente” (entrevista a Gerardo Pisarello, catedrático de Derecho Constitucional y activista social)

“Asistimos a un auténtico golpe deconstituyente” (entrevista a Gerardo Pisarello, catedrático de Derecho Constitucional y activista social)

En el 35 aniversario de la Constitución el profesor y activista* considera que muchas reformas urgentes, como “el rechazo de la deuda ilegítima” o “frenar el drama de los desahucios”, podrían acometerse sin cambiar la Carta Magna
06/12/2013
Hoy la Constitución cumple 35 años en pleno debate sobre su reforma. El profesor titular de Derecho Constitucional de la Universitat de Barcelona y activista social, Gerardo Pisarello, considera que esa discusión esconde la negativa de los partidos a poner en marcha algunos cambios que podrían producirse sin la necesidad de ninguna modificación. 

Se cumplen 35 años desde la aprobación de la Constitución española. ¿Qué tenemos que celebrar hoy, tres décadas después?

La Constitución española nació con condicionamientos y deficiencias innegables. Pero contenía algunas promesas garantistas y admitía lecturas abiertas, flexibles. Hoy queda muy poco de todo eso. Los derechos sociales y las libertades civiles son conculcados sin rubor y las interpretaciones más democráticas del texto de 1978 se arrinconan. Diría que no solo no hay evolución, sino que asistimos a un auténtico golpe deconstituyente.

La reforma de la Carta Magna está en el discurso de diferentes partidos políticos, pero quizás estos llegan un poco a remolque de lo que se ha planteado en las calles desde el estallido del 15-M. ¿Comparte esta reflexión?

El 15-M denunció el agotamiento del régimen político y económico surgido de la Transición. Y sugirió una terapia, la radicalización democrática. No veo a la clase política actual, ni mucho menos a los grandes poderes económicos, en condiciones de responder a esa interpelación. Hablan de reforma constitucional, sí, pero muchas veces lo hacen para ocultar su negativa a algunos cambios que podrían producirse incluso sin ella.

¿A qué se refiere?

Muchas reformas urgentes podrían acometerse sin necesidad de cambiar la Constitución. Una mayoría legislativa similar a la del Gobierno actual podría plantear el rechazo de la deuda ilegítima, frenar el drama de los desahucios, revertir la contrarreforma laboral o ampliar los mecanismos de participación ciudadana. Lo que ocurre es que una mayoría que se atreviera a hacer algo así tendría que plantearse, más temprano que tarde, la apertura de un proceso constituyente.

¿Quiere esto decir que la reforma constitucional carece de sentido?

Si la reforma constitucional la pudieran instar los propios ciudadanos, como ocurre en otros países, quizás tendría sentido. Pero no es el caso español, que solo permite cambios que cuenten con el consenso de los dos partidos mayoritarios. Hoy mismo, ese acuerdo no existe. Las propuestas que salen del Gobierno, cuando salen, son en algunos aspectos más regresivas que las sugeridas por Alianza Popular durante la transición. Una reforma constitucional democratizadora exigiría la existencia de una clase política muy diferente a la actual.

El PSOE plantea una reforma en clave federal que delimite las competencias del Estado y de las comunidades autónomas. ¿Es esto factible y deseable?

Más allá de la oposición que generaría en el PP, me parece una iniciativa ambigua. No se sabe si se trata de un federalismo pluralista, respetuoso de la diversidad nacional, o si se trata de un federalismo centralizador, más cercano a propuestas como las de UPyD. Más interesante resulta su propuesta de reforzar constitucionalmente el papel de los derechos sociales. Pero en este caso el problema es de credibilidad ¿Cómo pretende apuntalar los derechos sociales una fuerza política que consintió la constitucionalización de las actuales políticas de austeridad?

IU hablaba recientemente de suprimir el famoso artículo 135 sobre la estabilidad presupuestaria. ¿Cómo lo ve? ¿Es posible?

La reforma del artículo 135 fue un despropósito. Una Constitución que otorga prioridad absoluta al pago de la deuda externa está dimitiendo de su función social y democrática ¡Ni siquiera el Banco Central Europeo exigía tanto! Dicho esto, si existiera voluntad política para cambiar este precepto habría que utilizarla para muchas otras cosas. De entrada, como decía antes, para suspender el pago de la deuda, algo que el propio artículo 135 prevé en caso de que se “perjudique considerablemente” la “sostenibilidad social del Estado”. Y luego, para abrir un proceso de cambios constitucionales más profundos, que involucren a la ciudadanía, comenzando por quienes ni siquiera votaron el texto de 1978.

¿Es hora de plantear la necesidad de un cambio en el modelo de Estado para instaurar la III República? ¿Es posible?

La monarquía es una anomalía en términos democráticos. Un constitucionalismo republicano a la altura del siglo XXI debería remover esta anomalía y avanzar sobre otras materias. La democratización del poder financiero y mediático, la garantía de un gobierno social y ecológico de la economía, la tutela de bienes comunes como el agua o el conocimiento, la introducción de nuevos derechos sociales y laborales. En fin, nada que los movimientos sociales no hayan puesto sobre la mesa en los últimos años.

¿Sería posible hacerlo a través de una reforma o deberíamos aproximarnos hacia un proceso constituyente?

Depende. Algunos constitucionalistas han sugerido reformar la Constitución para que los propios ciudadanos puedan proponer enmiendas parciales o totales a la misma. Es una propuesta interesante, pero inviable con las mayorías actuales. Pienso que los temas más acuciantes como los del fraude fiscal, el desempleo, o los desahucios, pueden afrontarse a través de simples leyes. Y si en algún momento se consigue una mayoría social y política favorable a una reforma constitucional garantista, debería utilizarse para abrir un proceso constituyente.

El aniversario llega en un momento marcado por la exigencia de una consulta por parte de la sociedad catalana. ¿Es esta consulta posible dentro del marco actual? ¿Cómo se puede facilitar el deseo del pueblo catalán?

Si hay voluntad política, la consulta es jurídicamente viable, sin necesidad de reformar la Constitución. El Gobierno ha optado por una oposición cerril, que no hará desaparecer este reclamo. En mi opinión, una salida limpia a la cuestión territorial solo puede pasar por el reconocimiento previo del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Y por la generación, claro, de nuevas alianzas constituyentes supraestatales, al menos entre los países del Sur de Europa.
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